Librer¨ªas con cita previa en Ciudad de M¨¦xico: en busca del tesoro oculto
Una visita a varios negocios escondidos en la capital deviene aventura a la caza de la joya literaria
Era muy chavito, apenas de cinco o seis a?os, cuando una de las prostitutas del club que regentaba su madre le dijo: ¡°?T¨² quieres ver algo prohibido?¡±. Max abri¨® los ojos como platos y asinti¨®. La mujer arranc¨® la tapa de una caja de cart¨®n y le hizo un agujero: ¡°A partir de ahora, todo lo que mires por aqu¨ª ser¨¢ prohibido¡±. Y el muchacho se pas¨® el a?o entero con el cartoncito figur¨¢ndose un mundo que no estaba a su alcance. Desde entonces se recuerda con esa afici¨®n por lo oculto, por los laberintos imaginados que le han hecho due?o de dos negocios de los que pocos mexicanos han o¨ªdo hablar y muchos menos han visitado: el Burro culto y la Mula sabia. Son dos librer¨ªas de viejo sin direcci¨®n conocida en la capital de M¨¦xico. Ninguna se?al indica que detr¨¢s del port¨®n met¨¢lico sin lustre, atravesando el patio vecinal, tambi¨¦n sin lustre, la llave que gira abre un mundo de libros especiales, peque?as joyas para los coleccionistas, extra?as ediciones, vol¨²menes con pasado, p¨¢ginas dedicadas por el autor. Una visita con cita previa.
El Burro culto es una casita de vigas de madera que huele a ba¨²l, a cofre del tesoro. Ah¨ª se puede perder una ma?ana de trabajo o ganar unas horas para la memoria pasando el dedo por los vol¨²menes bien ordenados, deteniendo la vista aqu¨ª y all¨¢, pr¨¢cticamente en soledad, apenas con la compa?¨ªa de un gato gris. Este privilegio no est¨¢ al alcance de casi nadie, por eso se hace tan gustoso. Hace falta conocer a Max Ramos para cruzar el umbral. El librero regenta cinco negocios parecidos, dos de ellos son corrientes: se pasa, se ojea, se compra: es el caso de la Jorge Cuesta, por ejemplo. Para entrar a La ni?a oscura las puertas se han estrechado y se hacen angostas del todo para acceder al Burro Culto y la Mula sabia.
Tocar los libros es un placer prohibido en Ciudad de M¨¦xico, donde todos los ejemplares est¨¢n plastificados para el comprador. Las librer¨ªas de ensue?o, que son muchas, son perfectamente antiecol¨®gicas y fastidiosas: imposible ojear el tama?o de la letra, meter la nariz hasta el fondo, abanicarse con un mariposeo del papel. Nada. El placer se limita a la lectura previo pago. ?Y todo lo dem¨¢s? Eso est¨¢ en las tiendas de Max. En el Burro culto se puede tomar un caf¨¦ o pasar al saloncito a ojear un ejemplar subrayado con una copa de vino o, llegado el caso, encaramarse a la cama: ¡°No pasa nada si un libro cae al suelo al paso del cliente, hay que internarse en la jungla¡ Estos ejemplares ya est¨¢n desportillados, mutilados, descompuestos, porque tuvieron una vida anterior¡±, dice Max.
La Mula sabia est¨¢ unas calles m¨¢s all¨¢, en un edificio con m¨¢s gracia por dentro que por fuera. Tres ventanas con cortinas aguan la fiesta a los curiosos. En el interior hace fr¨ªo y se repite el mismo juego teatral: un departamento en M¨¦xico, tres cuartos con muebles llenos de libros, una botella de vino en el sal¨®n, cachivaches antiguos por las habitaciones. Se abre el tel¨®n: un amigo entra y saluda al librero, le habla un poco del f¨²tbol de ayer... se pierde por las estancias. Hasta 200.000 libros atesora Max entre las cinco tiendas y sabe que su casa va camino de convertirse en el sexto negocio de aquel muchacho que empez¨® mostrando a los usuarios del metro la mercanc¨ªa literaria que llevaba en una mochila.
Muchas calles despu¨¦s, en direcci¨®n al sur de la ciudad, tiene su peque?o almac¨¦n Javier Rosas, despu¨¦s de recorrer un pasillo al aire libre con alg¨²n negocio de comida port¨¢til. ?Se puede vivir de esto sin que la gente que pasa por la calle sepa que aqu¨ª hay libros y que entren a comprar? El due?o de Tlepiltzin dice que ya tiene su cartera de clientes, que lo llaman y los cita en el almac¨¦n. Tambi¨¦n les manda fotos por el m¨®vil para ense?arle la nueva mercanc¨ªa: "Un cliente ge¨®logo me acaba de comprar una biblioteca entera de biolog¨ªa", dice. Defiende la especializaci¨®n de su negocio, al que quita hierro con una frase hecha: "Papeles viejos, eso es lo que vendemos". Se duele de que la gente joven ya no aprecia los antiguos ejemplares de papel, como ese Azul de Rub¨¦n Dar¨ªo con cubiertas de tela y pr¨®logo de Juan Valera. Javier sugiere lecturas, conoce a los autores y los recomienda. "Esta es una profesi¨®n que exige actualizarse". Y tambi¨¦n ofrece un traguito de mezcal para la pr¨®xima visita.
A la cita previa solicitada en el Burro culto acude el propio Max o alg¨²n colaborador. ?l se sit¨²a al fondo de la guarida, en silencio, como lobo solitario. Desde su rinc¨®n, registra las preferencias del visitante, qu¨¦ es lo que anda buscando. Piensa y le ofrece. Sus favoritos son esos ejemplares que tienen una vida entera a cuestas: ¡°Como ese Lady Chatterley que una madre de 90 a?os le hab¨ªa censurado a su hijo de 60. La mitad de las frases estaban tapadas con cinta adhesiva blanca¡±, se r¨ªe el librero. Los ¡°vicios marcados¡±, las dedicatorias, la colecci¨®n de pergamino de santa Teresa, el libreto de Max Aub de p¨¢ginas pegadas, un ¡°almac¨¦n emocional¡± donde asaltan las piernas abiertas de un maniqu¨ª al lado del Quijote; donde las puertas giran sobre un eje central que nunca las deja abrirse del todo: he ah¨ª el placer libidinoso que Max ha trasladado a las librer¨ªas desde aquel negocio sin nombre donde aprendi¨® lo prohibido.
De piso, de paso, de peso
¡°Hay librer¨ªas de piso, de paso y de peso¡±, suelta Max Ramos para abrir la curiosidad. Las primeras son aquellas que se tienden en el suelo sobre un retal, unos pocos ejemplares. Las de paso son las tiendas corrientes en las que el caminante se para y olisquea aqu¨ª y all¨¢. Las ¨²ltimas son las de prosopia, libreros hijos de libreros y nietos de libreros que siempre se dedicaron a vender en almoneda las mejores joyas de papel. Esa es la explicaci¨®n del librero, tantos a?os dedicado a este negocio que casi no tiene otras aficiones, quiz¨¢ el jazz y una buena cocina donde pasar el rato.
Babelia
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