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La m¨²sica extremada

Alexander Lonquich cierra el ciclo dedicado a Beethoven en la Fundaci¨®n Juan March con un programa de alt¨ªsima exigencia

Alexander Lonquich durante la interpretaci¨®n de la Sonata de Charles Ives.
Alexander Lonquich durante la interpretaci¨®n de la Sonata de Charles Ives.Dolores Iglesias / Fundaci¨®n Juan March
Luis Gago

?Charles Ives compartiendo ¨Cy restando¨C protagonismo a Ludwig van Beethoven? ?Y en el a?o de su gran efem¨¦ride? Los puritanos podr¨ªan rasgarse las vestiduras y muchos conceder¨¢n que se trata, sin duda, de una extra?a pareja. Estamos, sin embargo, ante un hermanamiento natural y, sin necesidad de apurar mucho, necesario. Uno de los mayores valedores del piano contempor¨¢neo, el franc¨¦s Pierre-Laurent Aimard, fue quiz¨¢s el primero en plantear el experimento cuando, en enero de 2017, en la Beethoven-Haus de Bonn, toc¨® un programa integrado por la Sonata n¨²m. 29 de Beethoven, la conocida como ¡°Hammerklavier¡±, y la Sonata n¨²m. 2 de Ives, que ¨¦l mismo titul¨® Concord, Mass., 1840-60 (enseguida veremos el porqu¨¦). Un a?o despu¨¦s repiti¨® la experiencia en el Festival de Aldeburgh. Alexander Lonquich ha sustituido la primera obra del d¨ªptico por las Variaciones Diabelli, la ¨²ltima gran composici¨®n pian¨ªstica del compositor alem¨¢n, y ha invertido el orden. Hubiera sido mucho mejor probablemente mantener esa misma secuencia cronol¨®gica (Beethoven-Ives), como hizo Aimard, sobre todo porque la Fundaci¨®n Juan March no tiene por qu¨¦ recurrir a la a?agaza de programar la m¨²sica moderna en la primera parte, como hacen tantas instituciones, por miedo a una desbandada general durante el intermedio. Su filosof¨ªa de programaci¨®n y el trato adulto que demuestra una y otra vez dispensar a su p¨²blico parecen incompatibles con semejantes temores.

Ives: Sonata para piano n¨²m. 2, Concord, Mass., 1840-60. Beethoven: Variaciones Diabelli, op. 120. Alexander Lonquich (piano). Fundaci¨®n Juan March, 19 de febrero.

El concierto de Alexander Lonquich era el quinto y ¨²ltimo de un ciclo titulado reveladoramente Beethoven: el cambio permanente. Ives ¨Cel ¨²nico invitado de lo que ha sido una aut¨¦ntica monograf¨ªa beethoveniana¨C se habr¨ªa sentido muy conforme si hubiera sido su nombre el que figurara antes de los dos puntos, pues ¨¦l fue tambi¨¦n un amante de la metamorfosis incesante y un adalid del progreso art¨ªstico. Al contrario que su colega, el estadounidense no fue nunca un compositor profesional y nadie osaba tomarlo realmente por tal. Su genio en el ¨¢mbito de los seguros (su verdadero oficio) le proporcion¨® un desahogo econ¨®mico que le permiti¨® ser un verso suelto no ya de la m¨²sica norteamericana, sino del modernismo musical internacional de comienzos del siglo pasado. Tanto le gustaba infringir las reglas, traspasar fronteras, adentrarse en cotos vedados, que a menudo ama?aba con posterioridad la fecha de sus composiciones, adjudic¨¢ndoles un nacimiento anterior al real con el fin de que parecieran, si cabe, m¨¢s innovadoras. Fue un vanguardista radical mucho antes de que las vanguardias propiamente dichas empezaran a asomar t¨ªmidamente la cabeza. Ives es el paradigma del creador libre, desencadenado: hizo cuanto quiso, como quiso y cuando quiso. Podr¨ªa haber hecho suyas de inmediato aquellas palabras que Griesinger pone en boca de Haydn en su pionera biograf¨ªa del autor de La Creaci¨®n: ¡°No me quedaba m¨¢s remedio que ser original¡±. Haydn, por estar recluido en Eszterh¨¢za, apartado del mundo; Ives, por observarlo todo desde fuera, lejos del fragor de las envidias y ajeno a la tiran¨ªa de las d¨¢divas.

Beethoven, en cambio, hubo de recorrer un largo camino hasta que logr¨® instalarse en un territorio, mutatis mutandis, no menos libre que el de Ives. En ese sentido, obras como las dos citadas, la Sonata ¡°Hammerklavier¡± y las Variaciones Diabelli, son banderas clavadas en aut¨¦ntica terra incognita, parajes hasta entonces inexplorados que causaron el comprensible desconcierto entre sus contempor¨¢neos y se erigieron en un muro dif¨ªcil de escalar para sus sucesores. Las Variaciones se quieren deudoras de las Goldberg bachianas, por supuesto, algo que ya percibi¨® y explicit¨® su editor, Anton Diabelli (autor del vals que sirve de cimiento del colosal edificio), cuando, al anunciar su publicaci¨®n en 1823, proclam¨® que se trataba de ¡°una gran e importante obra maestra digna de situarse junto a las creaciones imperecederas de los cl¨¢sicos¡± y merecedora de ocupar ¡°un lugar al lado de la obra de Sebastian Bach en la misma forma¡±. Si alguien duda del impacto de Bach en general, y de las Variaciones Goldberg en particular, en las 33 Variaciones sobre un vals, op. 120 de Beethoven, que escuche las n¨²ms. 24, 29, 31 y 32, esta ¨²ltima ¨Cantesala del sorprendente minueto que pone fin a la obra¨C una triple fuga.

El pianista alem¨¢n Alexander Lonquich en el sal¨®n de actos de la Fundaci¨®n Juan March.
El pianista alem¨¢n Alexander Lonquich en el sal¨®n de actos de la Fundaci¨®n Juan March.Dolores Iglesias / Fundaci¨®n Juan March

Nos han llegado decenas de borradores tanto de la Sonata ¡°Hammerklavier¡± como de las Variaciones Diabelli, pero apenas nada de las motivaciones de Beethoven cuando compuso una y otra. Charles Ives, en cambio, nos dej¨® casi un tratado est¨¦tico en el que explica, con un grado de detalle ins¨®lito, qu¨¦ se esconde detr¨¢s de cada uno de los cuatro movimientos de su Sonata ¡°Concord, Mass., 1840-60¡±. Los t¨ªtulos ya son muy reveladores: Emerson, Hawthorne, The Alcotts y Thoreau. Los cuatro nombres confluyen en el movimiento trascendentalista norteamericano, que tuvo su epicentro justamente en Concord, la localidad de Massachusetts, y vivi¨® su esplendor en los a?os que apunt¨® Ives en su t¨ªtulo. En Concord se encuentra la Orchard House, la casa en que vivieron los Alcott, en la que Louisa May Alcott escribi¨® Mujercitas y que, al calor de la ¨²ltima adaptaci¨®n al cine dirigida por Greta Gerwig, ha visto triplicadas sus visitas en los ¨²ltimos meses. En The Old Manse, tambi¨¦n en Concord, vivi¨® el escritor Nathaniel Hawthorne; en 18 Cambridge Turnpike se levanta la que fuera la casa de Ralph Waldo Emerson, hoy tambi¨¦n convertida en museo, y en un terreno del propio Emerson, junto al lago Walden, se construy¨® Henry David Thoreau su famosa caba?a. Todo ello fue la inspiraci¨®n y encuentra a su vez reflejo en la monumental composici¨®n de Ives, que Virgil Thomson calific¨® de ¡°cuatro extensos retratos realizados con aliento, ternura e ingenio¡±.

Hace falta mucho valor para enfrentarse en p¨²blico a la partitura de Ives, que ¨¦l mismo se autoedit¨® en 1920, al igual que hab¨ªa hecho pocos meses antes con sus Essays Before a Sonata, el ya referido soporte te¨®rico de la composici¨®n. No solo por su duraci¨®n (alrededor de cincuenta minutos), sino por sus monstruosas dificultades t¨¦cnicas. La m¨²sica de Ives es polim¨¦trica, poliac¨®rdica, politonal, polirr¨ªtmica, sin barras de comp¨¢s, escrita con frecuencia sobre tres pentagramas, con clusters (racimos de notas) impensables en la m¨²sica europea de los a?os veinte. Elliott Carter tuvo la suerte de o¨ªr tocar a ¡°Mr. Ives¡±, como ¨¦l lo llamaba, fragmentos de la obra, ¡°cantando en voz alta y exclamando con febril entusiasmo¡±. Y recuerda c¨®mo siempre que la tocaba introduc¨ªa algo diferente, ¡°cambiando a veces las armon¨ªas, el esquema din¨¢mico, el grado de disonancia, el tempo¡±. El compositor confesaba ¨Crecuerda Carter¨C que su objetivo era ¡°ofrecer ¨²nicamente una indicaci¨®n general al pianista, que deber¨ªa, a su vez, recrear la obra por s¨ª mismo¡±.

As¨ª las cosas, pocos peros pueden ponerse a la interpretaci¨®n de Alexander Lonquich, que opt¨® por un enfoque mucho m¨¢s cl¨¢sico (si es que cabe adjudicar semejante adjetivo a Ives) que rompedor. La visi¨®n de Pierre-Laurent Aimard es, por ejemplo, mucho m¨¢s radical, con un piano mucho m¨¢s percutivo, un sonido m¨¢s hiriente, una articulaci¨®n mucho m¨¢s incisiva, unos tempi m¨¢s extremos. Lonquich obvi¨® muchos cruces de manos apuntados en la partitura (opt¨® por la versi¨®n revisada de 1947), pero eso no tiene la menor importancia. Manej¨® con precisi¨®n el list¨®n de madera para producir los clusters de Emerson (p¨¢ginas 25 y 26 de la partitura), seguidos pocas p¨¢ginas despu¨¦s por la irrupci¨®n de una marcha popular, que Lonquich podr¨ªa haber tocado con mayores dosis de humor, ya que aqu¨ª se halla uno de los principales puntos de intersecci¨®n con las Diabelli. En los momentos en que Emerson parece la representaci¨®n musical de un caballo desbocado, Lonquich se mostr¨® seguro, pero de nuevo demasiado ortodoxo, como cuando cerr¨® la secuencia din¨¢mica final de este primer movimiento (pp ¨C ppp ¨C pppp) sin extremar las diferencias.

Alexander Lonquich se vale de un list¨®n de madera en la mano derecha para poder interpretar los 'clusters' de 'Hawthorne'.
Alexander Lonquich se vale de un list¨®n de madera en la mano derecha para poder interpretar los 'clusters' de 'Hawthorne'.Dolores Iglesias / Fundaci¨®n Juan March

Se sinti¨® mucho m¨¢s c¨®modo en The Alcotts, el movimiento de factura m¨¢s cl¨¢sica e inequ¨ªvocamente m¨¢s l¨ªrico, y, con la confianza que da acercarse al final de la ascensi¨®n de una monta?a tan exigente, ofreci¨® quiz¨¢ sus mejores momentos en Thoreau. Opt¨® por incluir las dos partes ad libitum para viola y flauta en los movimientos extremos, uno de los numerosos cambios introducidos en la versi¨®n revisada, pero quiz¨¢ no fue una buena idea dejar que Bella Chich y Vinicius Lira tocaran desde detr¨¢s del escenario, con la puerta semiabierta, ya que pudo escuch¨¢rseles con dificultad (la viola toca unos tresillos crom¨¢ticos descendentes durante tan solo dos compases, mientras que la flauta tiene confiados cuatro pentagramas, ya que aqu¨ª no hay barras de comp¨¢s). Ya puestos, hubiera sido preferible situarlos en un lateral de la sala, o al fondo, o en el balconcillo encima del escenario. En Bonn, Tabea Zimmermann toc¨® esos dos compases paseando de un lado a otro del escenario, invisible para el p¨²blico antes y despu¨¦s, algo que cuadra muy bien con ese lento descenso hacia el silencio del final de Emerson.

Tras recuperar el resuello despu¨¦s del formidable esfuerzo f¨ªsico y mental (y una vez retocada la afinaci¨®n del piano tras la dur¨ªsima prueba a que hab¨ªa sido sometido), Lonquich abord¨® las Diabelli con una familiaridad mucho mayor (las toc¨® de memoria, sin obviar una sola repetici¨®n), transmitiendo la sensaci¨®n de pisar territorio conocido y, de alguna manera, amigo. Pero el ¨²ltimo Beethoven es sumamente esquivo y no se encari?a con cualquiera. Como extraordinario m¨²sico que es, Lonquich dej¨® momentos t¨¦cnica, musical y, sobre todo, t¨ªmbricamente inolvidables: hay frases, compases, destellos en los que su pulsaci¨®n es puro cristal. Pero las Diabelli son una obra obsesiva, monoman¨ªaca, a la vez que salpicada de humor, de mordacidad y de iron¨ªa, hasta el punto de que uno de sus mejores int¨¦rpretes te¨®ricos y pr¨¢cticos, Alfred Brendel, aventur¨® la posibilidad de que, en ¨²ltima instancia, no fuera m¨¢s que una ¡°gigantesca farsa¡±. Lonquich no incidi¨® especialmente en el componente c¨®mico y, de hecho, mostr¨® su mejor yo en variaciones como las n¨²meros 7, 14 (un punto de inflexi¨®n esencial en el desarrollo del ciclo), 20 (con los acordes perfectamente entrelazados), 24 y 31 (ambas de estirpe inequ¨ªvocamente bachiana). La gran triple fuga de la n¨²m. 32 brill¨® m¨¢s por su claridad que por su esp¨ªritu.

Lonquich no lleg¨® probablemente a la altura de los grandes int¨¦rpretes de la obra (Richter, Uchida, Schiff, Barenboim, Levit, el citado Brendel), pero tambi¨¦n ven¨ªa de realizar un esfuerzo ¨ªmprobo, de correr la primera de dos maratones sucesivas. No obstante, los aplausos de un p¨²blico consciente de la haza?a le animaron a ofrecer fuera de programa el Intermezzo op. 118 n¨²m. 2 de Brahms, donde pareci¨® adentrarse por fin en el territorio m¨¢s querido a su sensibilidad (Schumann es otro de los compositores en los que brilla con luz propia). Pero lo que quedar¨¢ en la memoria es la rareza de haber podido o¨ªr en un mismo concierto dos m¨²sicas extremas, o extremadas, como escribi¨® Fray Luis en la Oda a Francisco de Salinas, que aqu¨ª podemos entender en la doble acepci¨®n de excesivas y sobresalientes. De los m¨²ltiples pr¨¦stamos musicales de que se vale Charles Ives en su sonata, el m¨¢s reiterado es, sin duda, el del dise?o inicial de la Quinta Sinfon¨ªa de Beethoven (tres notas breves seguidas de una larga con un salto descendente de tercera), que suena en numerosas ocasiones, m¨¢s o menos camuflado, con unos u otros ropajes arm¨®nicos, en los cuatro movimientos. Y los o¨ªdos atentos identificar¨¢n tambi¨¦n una referencia expl¨ªcita al comienzo de la Sonata ¡°Hammerklavier¡±. Raz¨®n de m¨¢s para que se haya o¨ªdo tambi¨¦n, alta y clara, la voz del autor de Central Park en la oscuridad o La pregunta sin respuesta en este homenaje a Beethoven que acaba de cerrarse en la Fundaci¨®n Juan March. Dos rebeldes, dos iconoclastas, dos transgresores unidos de la mano.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es cr¨ªtico de m¨²sica cl¨¢sica de EL PA?S. Con formaci¨®n jur¨ªdica y musical, se decant¨® profesionalmente por la segunda. Adem¨¢s de tocarla, escribe, traduce y habla sobre m¨²sica, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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