Asesinos en serie: breve introducci¨®n a la especie
Babelia adelanta un fragmento de 'Hijos de Ca¨ªn', en el que Peter Vronsky analiza la evoluci¨®n de los asesinos en serie y los factores que determinan su naturaleza
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En el principio era ya el Verbo.
San Juan, I,1
Cuando en 1979 me top¨¦ con mi primer asesino en serie, yo no sab¨ªa que existiera tal cosa. El t¨¦rmino asesino en serie no se conoc¨ªa salvo en el mundo cerrado de los conductistas e investigadores de homicidios del FBI, que en la d¨¦cada de 1970 se enfrentaban, en diferentes jurisdicciones, a un repentino aumento de asesinatos sin resolver que parec¨ªan estar ligados a responsables ¨²nicos y desconocidos. Ted Bundy, que asesin¨® por lo menos a 36 j¨®venes estudiantes universitarias en seis Estados, emergi¨® de aquella ¨¦poca como el prototipo de asesino en serie posmoderno. Pero en las pel¨ªculas, en la realidad y en la literatura de ficci¨®n, en los medios de comunicaci¨®n, en la cultura popular e incluso en la psiquiatr¨ªa forense, no exist¨ªa un t¨¦rmino consensuado para definir a Ted Bundy, ni para aquello con lo que yo me encontr¨¦, tal como lo tenemos ahora: el nombre asesino en serie.
Mi breve encuentro casual con uno de ellos (el primero de mis tres encuentros aleatorios con diferentes asesinos en serie antes de que fueran identificados y detenidos) tuvo lugar un domingo de diciembre por la ma?ana en Nueva York. Me hab¨ªa quedado tirado en la ciudad durante el fin de semana y necesitaba encontrar un sitio econ¨®mico en el que alojarme hasta el lunes. Decid¨ª probar un hotel al final de la calle 42 (el Lejano Oeste), en los arrabales m¨¢s alejados del distrito de Times Square.
A diferencia de la versi¨®n actual edulcorada para los turistas y las familias, en la d¨¦cada de 1970 el barrio que rodeaba Times Square y la calle 42 (esta ¨²ltima apodada Forty-Deuce o la Deuce) era bastante desagradable: un multitudinario zoco de librer¨ªas de porno duro, espect¨¢culos er¨®ticos, cines X, cuchiller¨ªas, salones de masajes, bares de striptease, actos sexuales en vivo, tiendas de recuerdos, perritos calientes y ?trabajos manuales?, as¨ª como prostitutas/os de todas las edades, formas y g¨¦neros. Era la Whitechapel de Nueva York, iluminada por ne¨®n y con su propio Destripador, como estaba a punto de descubrir.
En 1979 hab¨ªa 40.000 prostitutas patrullando las calles y los portales de las tiendas de Nueva York, tantas que en un momento dado el departamento de polic¨ªa de la ciudad tuvo que colocar barreras a lo largo de las aceras de la Octava avenida para impedir que las chicas y sus chulos invadieran la calle y bloquearan el tr¨¢fico.
A menos que fueras con mucha prisa a la terminal de autobuses de la Autoridad Portuaria, o volvieras de ella, te encontrabas en la Deuce por uno de estos cuatro motivos: comprar, vender, ser vendido o ser detenido, si eras lo bastante tonto o descuidado. En 1979 hubo 2.092 asesinatos en Nueva York y al a?o siguiente 2.228. En 1990, los asesinatos alcanzaron la cifra r¨¦cord de 2.605. Era peligroso. Solo en la manzana de la calle 42 entre la S¨¦ptima y la Octava avenidas, se denunciaba anualmente un promedio de 2.250 delitos, de los cuales entre el 30 y el 40% eran graves (homicidios, violaciones, robos).
Mientras me acercaba al hotel aquel domingo de madrugada, apenas amanecido, pensaba que ten¨ªa una idea bastante clara de d¨®nde podr¨ªa estar meti¨¦ndome. Ya hab¨ªa visitado Nueva York muchas veces por mis proyectos cinematogr¨¢ficos y documentales, y hab¨ªa rodado toda suerte de cosas provocadoras. A veces me hab¨ªa alojado en alguno de los cuchitriles que rodean Times Square, pero esta era la primera vez que me hab¨ªa salido del mapa, alej¨¢ndome hasta la D¨¦cima avenida, es decir, entrando en el barrio vecino que desde la d¨¦cada de 1880 se hab¨ªa llamado la Cocina del Infierno. Hoy est¨¢ lleno de restaurantes famosos, bares de moda y edificios de pisos, y el barrio mismo ostenta el nombre m¨¢s exclusivo y agradable de Clinton. Pero en la d¨¦cada de 1970 a¨²n se llamaba, y con motivo, Cocina del Infierno. Entre 1968 y 1986 los Westies, una banda irlandesa, mataron aqu¨ª a entre 70 y 100 personas, y las descuartizaron en las ba?eras de los peque?os apartamentos que hab¨ªa entonces, donde hoy se alzan los restaurantes de moda.
No estaba seguro de querer pasar la noche aqu¨ª, pero el sitio estaba muy cerca del laboratorio cinematogr¨¢fico al que deb¨ªa ir la ma?ana siguiente antes de coger mi vuelo de vuelta a casa y adem¨¢s era barato. As¨ª, antes de comprometerme registr¨¢ndome en este hotel de tama?o medio de cinco plantas, decid¨ª darme un garbeo por su vest¨ªbulo y sus pasillos, explorarlos y ver con mis propios ojos cu¨¢n malo era o qu¨¦ podr¨ªa estar acech¨¢ndome en los pasillos.
Mientras esperaba el ascensor en el peque?o vest¨ªbulo de entrada, pens¨¦ que se hab¨ªa detenido para siempre en una planta superior. Era irritante. Yo era joven e impaciente. Cuando finalmente el ascensor baj¨® y se abrieron sus puertas deslizantes, mir¨¦ con dureza al cretino que me hab¨ªa tenido esperando casi una eternidad, aunque probablemente no hab¨ªa sido m¨¢s que un minuto.
El hombre parec¨ªa¡ bueno, se parec¨ªa a cualquier hombre. Otro sujeto blanco de treinta y pocos. Lo ¨²nico extra?o era que, a pesar del fr¨ªo que hac¨ªa, llevaba una capa de sudor febril en la frente. Sali¨® del ascensor y pas¨® a mi lado como si yo no hubiese estado ah¨ª: choc¨® conmigo, golpe¨¢ndome la rodilla y la espinilla con una bolsa que parec¨ªa llevar bolas de bolera en su interior; bolas redondas, duras y pesadas. No dijo nada, ni se disculp¨®, ni siquiera me mir¨®. Ten¨ªa una apariencia tan com¨²n que si me hubieran pedido que lo describiese para un retrato robot de la polic¨ªa no habr¨ªa podido hacerlo. Pero como me hab¨ªa irritado, le ech¨¦ una buena mirada para reconocerle si volv¨ªa a verle, aunque no fuese capaz de describirlo. Mi ¨²ltima visi¨®n de ¨¦l fue desde el ascensor, cuando la puerta ya se cerraba. Me daba la espalda y caminaba tranquilamente hacia la puerta de la calle con la bolsa balance¨¢ndose a su costado.
Fue un encuentro totalmente fortuito con un monstruo que hab¨ªa atado, ahogado, violado, torturado y asesinado brutalmente a dos prostitutas de la calle en su habitaci¨®n del hotel, les hab¨ªa cortado la cabeza y hab¨ªa metido las partes cercenadas en una bolsa. Mientras yo me acercaba al vest¨ªbulo del hotel, ¨¦l dejaba los torsos descabezados sobre charcos de sangre que ya se estaba coagulando sobre el colch¨®n, los empapaba en combustible para encendedores y les pegaba fuego. Luego sali¨® con su bolsa llena y con total calma cogi¨® el ascensor para bajar mientras yo esperaba impaciente y rabiando en el vest¨ªbulo de abajo.
Desde luego, en ese momento yo no sab¨ªa nada de todo esto.
Consigue 'Hijos de Ca¨ªn'
Autor:?Peter Vronsky
Traductor:?Joan Andreano Weyland
Editorial: Ariel
Formato: 520 p¨¢ginas
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