Del 11-S al Covid-19: testimonios del tiempo
Ni la investigaci¨®n hist¨®rica m¨¢s rigurosa puede captar esa tonalidad espec¨ªfica del tiempo vivido y observado en presente
El desasosiego de los d¨ªas me hace echarme a la calle y pasar horas caminando. Voy a paso muy r¨¢pido, casi siempre en una direcci¨®n determinada, el lugar donde he quedado con alguien o donde tengo que hacer algo, y a donde tal vez, en otras circunstancias, ir¨ªa en metro o en autob¨²s. He ido en taxi a un encuentro con lectores ciegos porque me he distra¨ªdo y se me hac¨ªa tarde, pero al terminar he vuelto a casa dando un paseo, aunque estaba muy lejos, m¨¢s de siete kil¨®metros seg¨²n el medidor de pasos de mi tel¨¦fono.
Estos ciegos con los que voy a encontrarme han formado un club fervoroso de lectura que se re¨²ne una vez al mes en una sala de un restaurante, por las lejan¨ªas corporativas y en otro tiempo futuristas del norte de Madrid. Antes le¨ªan los libros en Braille y ahora los escuchan en grabaciones de muy alta calidad que les facilita la ONCE. El momento de los saludos es algo incierto porque a la precauci¨®n sanitaria de no tocar se contrapone la necesaria cercan¨ªa del tacto. Alrededor de una mesa como de banquete se van congregando los lectores al mismo tiempo que debajo de ella se acomodan perros gu¨ªa de gran docilidad. La simultaneidad de tantas presencias tan extraordinariamente alertas al sonido y al valor de las palabras crea una especie de campo magn¨¦tico de la literatura. ¡°Nosotros vemos el mundo a trav¨¦s de las palabras¡±, me dicen.
El mundo exterior que casi todos damos por supuesto, es una construcci¨®n fr¨¢gil que el cerebro urde a partir de las percepciones de los sentidos
La sala est¨¢ en un s¨®tano y eso acent¨²a el sentimiento de inmersi¨®n. El mundo exterior de la agitaci¨®n diurna y de la primac¨ªa visual queda lejos. Estamos conversando sobre una novela que he escrito yo, pero ahora la descubro a trav¨¦s de estos lectores de atenci¨®n infalible que tienen una capacidad particular para apreciar en el relato indicios sensoriales que no son los de la vista. En el t¨ªtulo de la novela reconocen una percepci¨®n puramente auditiva: el sonido de unos pasos en una escalera. Me hablan de toda la informaci¨®n que pueden transmitir los pasos de alguien, tan singulares y tan reveladores como una voz. Dicen que hay libros m¨¢s valiosos para ellos porque est¨¢n llenos de alusiones a todo lo que no pertenece al reino de la vista: los sonidos, los olores, la textura de las cosas, la cercan¨ªa de los cuerpos, los sabores. En ese libro yo quer¨ªa contar algo que hab¨ªa aprendido de mis amigos investigadores de neurociencia, que la realidad, el mundo exterior que casi todos damos por supuesto, es una construcci¨®n aproximada y muy fr¨¢gil que el cerebro urde a partir de las percepciones de los sentidos, y que basta cualquier m¨ªnima alteraci¨®n, cualquier peculiaridad en el equipaje cognitivo, para que ese mundo que parec¨ªa tan firme se desmorone o cobre otro aspecto inusitado. En esa sala, en el club de lectura, mi novela eran palabras que suscitaban im¨¢genes despojadas de connotaciones visuales: ciudades hechas de pasos, voces, ruidos de tr¨¢fico, resonancias que delimitan espacios, olores de mar, de r¨ªo, de comida, presencias exactas sugeridas tal vez por el olor de una colonia y el ritmo y la fuerza de unos tacones sobre el pavimento.
La incertidumbre de los tiempos se filtraba en la conversaci¨®n, en las lecturas. La sensaci¨®n de que cualquier cosa inaudita puede suceder en cualquier momento, de que el tejido complicado y cotidiano de la realidad es tan fr¨¢gil como las construcciones imaginativas del cerebro, hizo inevitable el recuerdo del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, que est¨¢ muy presente para m¨ª estos d¨ªas. Entonces lo cont¨¦ en primera persona en el peri¨®dico al mismo tiempo que lo viv¨ªa. El tiempo act¨²a como una compostadora de los materiales de la memoria: los va mezclando y removiendo y someti¨¦ndolos a las modificaciones parciales del olvido y los deja preparados para que se conviertan en el suelo f¨¦rtil de la ficci¨®n. Una lectora alza la cara en direcci¨®n a m¨ª y me pregunta cu¨¢l es el papel del tiempo en la escritura: le contesto que es justo el tiempo el que ha hecho que lo vivido entonces por m¨ª se convierta en el germen y la materia de lo que muchos a?os despu¨¦s he imaginado, vidas de personajes de ficci¨®n que experimentan de otro modo aquella incertidumbre, aquel miedo, aquella incapacidad de aceptar como real lo que ten¨ªamos delante de los ojos, pero percib¨ªamos tambi¨¦n a trav¨¦s de otros sentidos. Mi recuerdo m¨¢s poderoso del 11 de septiembre en Nueva York no es visual, sino olfativo, y casi del paladar tambi¨¦n: un olor a ceniza mojada y a materia org¨¢nica podrida que se notaba en las aletas de la nariz y en el cielo de la boca.
Lo trivial, lo accidental, lo m¨ªnimo, solo dejan rastro en el recuerdo de los testigos.
Entonces sal¨ªamos a la ciudad con la intenci¨®n de ver, de o¨ªr, de captar con la m¨¢xima precisi¨®n todo lo que nos fuera posible, la textura propia de esos momentos. La observaci¨®n es un deber de ciudadan¨ªa. Hay que fijarse muy bien en las cosas de las que somos testigos para poder contarlas tal como fueron a los que est¨¢n lejos y a los que vengan despu¨¦s. Ni la investigaci¨®n hist¨®rica m¨¢s rigurosa puede captar esa tonalidad espec¨ªfica del tiempo vivido y observado en presente. Como un novelista polic¨ªaco, el historiador conoce el desenlace, y organiza su relato en direcci¨®n a ¨¦l. El que observa en presente ve con igual intensidad lo que despu¨¦s se sabr¨¢ que era trivial y lo que era significativo. Pero justo en lo trivial suele residir misteriosamente el sentido del tiempo. Lo trivial, lo accidental, lo m¨ªnimo, solo dejan rastro en el recuerdo de los testigos.
As¨ª que me despido de mis amigos ciegos y hago mi traves¨ªa caminada de la ciudad a la hora en que ya han cerrado las tiendas y las oficinas y la gente vuelve a casa, va hacia el metro, entra en los bares para las primeras cervezas de la noche. Una enorme luna llena reci¨¦n emergida ocupa entero el fondo a oscuras de la calle Ayala. Una se?ora sale de un supermercado con un carrito del que se desborda una monta?a de papel higi¨¦nico. En dos esquinas sucesivas del barrio est¨¢n echados los cierres y apagadas las luces de dos tiendas chinas que no cerraban nunca. Hay zonas de silencio sin tr¨¢fico y de soledad, como en aquel septiembre, y hay otras, terrazas de bares, paradas de autob¨²s, en las que, tambi¨¦n como entonces, la normalidad parece intacta. Nadie sabe c¨®mo recordaremos estos d¨ªas dentro de unos pocos a?os.?
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