Conocer caminando
Caminar cada d¨ªa era explorar con los ojos muy abiertos un continente desconocido. M¨¢s de una vez tuve miedo de?perderme
La secretaria del departamento me mir¨® con asombro cuando le pregunt¨¦ cu¨¢nto se tardar¨ªa en llegar caminando al downtown de Charlottesville. No sab¨ªa darme una respuesta porque ella no habr¨ªa recorrido nunca a pie esa distancia y porque ni siquiera conceb¨ªa que alguien quisiera intentarlo. Era uno de mis primeros d¨ªas en la Universidad de Virginia y hasta entonces yo siempre me hab¨ªa movido de un lado a otro en el coche de alguien, y mi idea del espacio era tan confusa que me sent¨ªa perdido en cuanto me dejaban solo. Un estudiante graduado o un colega servicial me recog¨ªan en mi apartamento reci¨¦n alquilado y me llevaban a hacer la compra, a arreglar papeleos en la universidad, a abrirme una cuenta en el banco, a solicitar un tel¨¦fono.
El mundo a mi alrededor era un laberinto inconexo de tramos de autopista, aparcamientos de inmensos centros comerciales, zonas de bosques invernales que atraves¨¢bamos como si nos hubi¨¦ramos sumergido de pronto en una naturaleza abrumadora y deshabitada, barrios residenciales ed¨¦nicos con jardines sin verjas, casas de madera pintadas de blanco, banderitas americanas colgadas junto a las puertas o plantadas en el c¨¦sped. Mi gu¨ªa aparcaba, se soltaba el cintur¨®n de seguridad, me guiada en una breve itinerario hasta una oficina, volv¨ªamos al coche, a m¨ª se me olvidaba el cintur¨®n de seguridad y un pitido me lo recordaba, novedad tecnol¨®gica que entonces no se conoc¨ªa en Espa?a. Yo miraba por la ventanilla y el paisaje se me volv¨ªa tan indescifrable como el idioma cuando me hablaban muy r¨¢pido. En las oficinas a las que entr¨¢bamos la gente era siempre amable y hab¨ªa muchos gordos. Hab¨ªa por todas las dependencias, en todos los vest¨ªbulos, algo que tambi¨¦n era raro entonces en Espa?a, m¨¢quinas expendedoras de comidas industriales y bebidas azucaradas.
La secretaria a la que le pregunt¨¦ por el camino hacia el downtown era muy gorda y siempre estaba masticando algo y sorbiendo de una especie de gran maceta de pl¨¢stico con una pajita incrustada en la tapa. Eso tampoco lo hab¨ªa visto yo en Espa?a. Con el tiempo me acostumbrar¨ªa a la oscilante lentitud de sus movimientos, y la ver¨ªa entrando o saliendo de su coche con una dolorosa dificultad. Era muy amable conmigo, a la manera del Sur, dispuesta a asistirme en mis perplejidades. Que yo quisiera ir al downtown andando le parecer¨ªa una extravagancia europea, como que llevara un abrigo y no un anorak, y zapatos formales y no botas de invierno, o deportivas. Me dijo vagamente que estaba muy lejos, en una direcci¨®n dudosa, como un nativo desconcertado por el empe?o de un explorador.
En realidad el downtown, el antiguo centro de Charlottesville, estaba apenas a 20 minutos. Poco a poco, explorando por mi cuenta, pude establecer una sintaxis inteligible, un mapa en el que se unificaban una gran parte de los espacios fragmentarios que no hab¨ªa sabido comprender mientras los recorr¨ªa en coche. Los pasos eran las l¨ªneas de puntos que los un¨ªan: el enclave residencial donde estaba mi apartamento; el campus de la universidad, con sus columnatas blancas neocl¨¢sicas, sus ¨¢rboles inmensos, sus rect¨¢ngulos de c¨¦sped; el downtown, que era como una maqueta de una ciudad abolida hac¨ªa mucho tiempo, una calle central con edificios de ladrillo y un cine art d¨¦co restaurado, alguna tienda de antig¨¹edades, alg¨²n bar, una honda librer¨ªa, con el suelo y las vigas de madera ¨¢spera, con una abundancia de libros que me mareaba.
Aprend¨ª tambi¨¦n el camino hacia el ¨²nico supermercado al que se pod¨ªa ir andando desde mi casa, y poco a poco fui aventur¨¢ndome m¨¢s lejos, hacia una tienda de licores, hacia la oficina de correos, incluso hacia unos cines a los que tardaba en llegar m¨¢s de una hora, por atajos en el bosque, por arcenes de autopista, atravesando llanuras de aparcamientos de centros comerciales. El camino hacia el cine me lo estudi¨¦ en un mapa. Me gustaba el nombre de aquella carretera: Seminole Trail. Fantaseaba imaginando que mis pasos segu¨ªan el itinerario que los nativos americanos hab¨ªan trazado siglos antes.
Rara vez me cruzaba con otro caminante. Las personas pod¨ªan vivir una existencia entera selladas en el interior de su coche, y en los espacios igualmente herm¨¦ticos a los que su coche los llevaba. Uno pod¨ªa reducir a un m¨ªnimo los encuentros con lo inesperado, y con los desconocidos, con quienes no pertenecieran a su mundo. El coche, el rango social o profesional, te permit¨ªan vivir en una c¨¢psula segura y mirar la realidad exterior como una pel¨ªcula: concretamente, la pel¨ªcula americana que todos llevamos viendo ya todas nuestras vidas, el suburbio arbolado, el campus universitario, la casa confortable con una gran cocina y un jard¨ªn, el centro comercial, los neones nocturnos con el emblema rojo de McDonald¡¯s, el bar acogedoramente sombr¨ªo, donde tomar una cerveza en la barra al final de la jornada, con una gran pantalla al fondo que transmite un partido de algo.
La realidad yo la vi caminando. Vi en el downtown plazas primorosas con magnolias y dogwood trees que ten¨ªan en el centro estatuas de generales esclavistas a caballo. Me estudi¨¦ el camino para llegar a la estaci¨®n de los autobuses Greyhound, de los que yo ten¨ªa, como de tantas cosas, una idea peliculera y novelera, y descubr¨ª de pronto una pobreza que hasta entonces no hab¨ªa podido ni sospechar, y que no se parec¨ªa a la que yo hab¨ªa visto de ni?o y ni siquiera a la de los barrios populares de Granada ya entonces da?ados por la marginalidad y la droga. La universidad y su entorno era un mundo de clase media blanca, con algunos asi¨¢ticos y negros de muy buena pinta. Lo que yo ve¨ªa ahora en los alrededores de la estaci¨®n de autobuses, y en sus vest¨ªbulos y sus andenes, era un atraso de ciudad africana, un deterioro que lo infectaba todo, las caras y las ropas de la gente, los lavabos sucios de la estaci¨®n, las tiendas decr¨¦pitas, las aceras reventadas. En la universidad, en las casas de los profesores, yo no hab¨ªa visto fumar a nadie. Eso era algo muy llamativo para un espa?ol de entonces, reci¨¦n llegado de un pa¨ªs en el que todo el mundo fumaba en todas partes. En la s¨®rdida estaci¨®n del Greyhound hab¨ªa mucha gente pobre y mal vestida que fumaba, y el aire ol¨ªa a tabaco y a humo de gasolina igual que en una estaci¨®n de autobuses espa?ola.
Nada de eso lo habr¨ªa visto si me hubiera movido en coche. Salir a caminar cada d¨ªa era explorar con los ojos muy abiertos un continente desconocido. M¨¢s de una vez tuve miedo de perderme.
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