Seis paseos literarios de camino a la normalidad
Enrique Vila-Matas, Elvira Navarro, Manuel Rivas, Aixa de la Cruz, Justo Navarro y Elisa Ferrer proponen un paseo por Barcelona, Madrid, A Coru?a, Bilbao, M¨¢laga y Valencia y recomiendan un libro para entender sus ciudades
Pasear sin rumbo fijo es un ejercicio que durante siete semanas ha estado prohibido. Autores como H. D. Thoreau, Walter Benjamin, Guy Debord o Rebecca Solnit sostienen que es una forma de pensar. Seis escritores espa?oles invitan a un sugerente caminar por otras tantas ciudades espa?olas que hoy inician el lento? camino a la normalidad.
Barcelona, un descenso. Por Enrique Vila-Matas
La atm¨®sfera es completamente real, aunque deambulo tarde en la noche. Estoy en lo alto de la ciudad, ando por la misma zona en la que en una verbena de san Juan el llamado Pijoaparte surgi¨® de las sombras de su barrio y baj¨® caminando por la carretera del Carmel, hasta alcanzar la plaza Sanllehy, que es adonde acabo de llegar y desde donde voy marchando, en zigzag continuo, hasta alcanzar el 546 de la calle Cerde?a, donde un d¨ªa estuvo la casa del capit¨¢n Blay, v¨ªctima de la guerra y l¨²cido en su locura. Cruzo, segundos despu¨¦s, por el campo de hierba artificial del Europa al que mi padre, por ser amigo del aventurero Zalaca¨ªn (fugaz presidente del club), estuvo una vez ligado. Y pronto queda tambi¨¦n atr¨¢s la Traves¨ªa del Mal mientras voy bajando, con ritmo de paseo, por el Torrente de las Flores, arteria del barrio mental de Juan Mars¨¦, sutil mezcla de las antiguas barriadas de La Salut y el Carmel, las del Guinard¨® y Gr¨¤cia. Voy bajando y al mismo tiempo noto la cercan¨ªa del Eixample, la zona m¨¢s oscura de Barcelona, la misma en la que Carmen Laforet situ¨® la l¨®brega atm¨®sfera de Nada, su implacable retrato milim¨¦trico de la burgues¨ªa catalana.
En fin, voy y no voy, dej¨¢ndome caer por el Torrente, sabiendo que, una vez rebasada la plaza del se?or Rovira, mi campo visual se habr¨¢ poblado a¨²n m¨¢s de nietos de los derrotados hist¨®ricos, de aquellos ¡°hombres de hierro forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas¡±. Voy y no voy, casi ya directo, en l¨ªnea recta, hacia el territorio de la infancia, el paseo de mi vida, el Paseo de San Juan, al que llegar¨¦ seguramente con las primeras luces, cuando el d¨ªa est¨¦ ya clareando. Podr¨ªa reconstruir de memoria, casa por casa, el tramo del Paseo de San Juan que va desde la esquina con Rosell¨®n (donde ahora vive Joan de Sagarra) hasta la de Valencia, donde est¨¢n los Maristas, la desquiciada escuela: el trayecto de siete minutos que mayor n¨²mero de veces he recorrido en la vida, ya que en una ¨¦poca lo hice cuatro veces por d¨ªa, de casa al colegio y del colegio a casa en dobles sesiones de ma?ana y tarde. Y recuerdo c¨®mo, al acabar la jornada, muchas veces ya en noche cerrada, no pod¨ªa apartar los ojos de la coloraci¨®n submarina de los portales del Eixample, con su misterio y profundidad ocultando mi futuro.
Multipl¨ªquese m¨¢s de cien veces al mes a lo largo de catorce cursos de trescientos d¨ªas cada uno, y tendremos el n¨²mero de recorridos que di durante la larga ¨¦poca escolar por ese paseo de mi vida por el que ahora desciendo con decisi¨®n, camino del Arco de Triunfo y del puerto, camino de unas Ramblas que ya no son lo que fueron cuando una gente brutalmente local constitu¨ªa su ¨²nico espect¨¢culo, aquel gran r¨ªo de humanidad que bajaba hasta el mar, donde sol¨ªa acabar nuestro paseo andado, tantas veces hecho de desesperaciones por el fracaso de nuestros anhelos, un paseo andado que siempre hicimos cuesta abajo y que parece ahora querer recordarnos que, pasado el tiempo, aquello que nos fue negado ¨Cla ciudad abierta¨C, aquello que un d¨ªa deseamos que llegara a ser Barcelona se va construyendo, pero al rev¨¦s de c¨®mo lo hab¨ªamos so?ado, se va forjando con el cruel material de nuestra derrota, con todo aquello que un d¨ªa, doloroso es decirlo, cre¨ªmos indestructible.
UN LIBRO: Diario de Escudellers, de Sergio Pitol (incluido en El arte de la fuga). Extraordinario recuento del infierno vivido por Pitol en junio y agosto de 1969, en la Barcelona m¨¢s canalla de todos los tiempos.
Madrid, pasado presente. Por Elvira Navarro
En el siglo XIX corr¨ªa la leyenda de que al Cerro Garabitas acud¨ªan las almas de los muertos antes de abandonar este mundo. Peregrinar hasta Garabitas es una excursi¨®n habitual cuando se va en telef¨¦rico a la Casa de Campo. Por aquellos lares pervive con fuerza el pasado, como si el tiempo se hubiera detenido. Una ciudad contiene su historia a menudo de forma laber¨ªntica, y puedes encallarte en una memoria que no es tuya, pero que te construye.
Caminar por la ciudad tambi¨¦n es rememorar paseos antiguos. Veinte a?os atr¨¢s, cuando me vine a vivir a Madrid, todo parec¨ªa m¨¢s tenebroso y era menos global. El telef¨¦rico conserva ese esp¨ªritu. Del esplendoroso, y demod¨¦, paseo de Pintor Rosales, se va en cabina, volando sobre los edificios, hasta un apeadero anacr¨®nico, como las viejas pel¨ªculas de ciencia ficci¨®n que contaban el futuro. A lo lejos, el parque de atracciones se perfila con su sonido de film de terror, pues se oyen los chillidos de la monta?a rusa a la que llaman Abismo y el aullido de la ca¨ªda libre de La Lanzadera. El Abismo asoma entre la vegetaci¨®n, como un ¨¢ngel del fin del mundo, y al atardecer todo cobra el aspecto de un templo coronando la loma, al que acudieran los fieles portando ofrendas que las cabinas del telef¨¦rico llevaran a los dioses del cielo.
Una ma?ana, fui desde all¨ª al lago poco antes de que se iniciaran las recientes obras de limpieza. Nada hab¨ªa cambiado. El agua cenagosa, los vapores malolientes, las canastas para los kayaks sobre las que se posaban cormoranes quietos y brillantes. No logr¨¦ saber si a¨²n funcionaba la lancha motora que permit¨ªa so?ar a los ni?os con un lago de verdad. Para los adultos, montar en ella deb¨ªa de ser parecido a lo que experimenta un patito en una ba?era. Me contaron que antes era t¨ªpico comer en los chiringuitos ricas chuletas de cordero con un chorrito de lim¨®n, pero yo s¨®lo recordaba un almuerzo con mi madre, las dos ateridas en una terraza desde la que observ¨¢bamos el perfil desafiante de Madrid y mastic¨¢bamos patatas que sab¨ªan a aceite de coche. Mi madre es ya otro fantasma.
La ¨²ltima vez que visit¨¦ la Casa de Campo y a sus espectros entr¨¦ por donde sol¨ªa hacerlo cuando, de universitaria, buscaba huellas de la guerra. Me refiero al recinto ferial, al que se accede por la avenida de Portugal. En esta zona desabrida pervive la sombra de coto privado, con el que el pueblo no pod¨ªa ni so?ar. El mayor parque p¨²blico de Madrid fue, durante siglos, usado s¨®lo por los reyes, y la sensaci¨®n de inaccesibilidad persiste debido al paseo de Extremadura, que es una carretera, a las v¨ªas del metro y a que la ciudad se enreda aqu¨ª en una mara?a de naves, carreteruchas y caminos que imposibilitan avanzar en l¨ªnea recta y convierten la traves¨ªa en una inc¨®gnita. Todo parece una puerta a lo desconocido. Ese d¨ªa, antes de perderme, llegu¨¦ hasta el malogrado Pabell¨®n de los Hex¨¢gonos, mejor construcci¨®n de la Expo de Bruselas de 1956, que se pudre como un ¨®rgano sin funci¨®n. Hab¨ªa una paz de cementerio, de margen, del que quiere que le dejen tranquilo, y tambi¨¦n del que est¨¢ fuera del sistema, de la ley. Nadie te ve¨ªa, o eso parec¨ªa, porque yo observaba a una chica pelirroja que, con disimulo, esperaba a que me fuera para agacharse y volcar en el suelo comida para gatos. Me digo ahora que esos fantasmas s¨ª ven¨ªan del futuro, donde descansaremos bajo ruinas, y que las ruinas son hermosas.
UN LIBRO: Mi gran novela sobre La Vaguada, de Fernando San Basilio, un retrato sabio y humor¨ªstico de la sociedad consumista y del Madrid actual en la medida en que buena parte de la ciudad se ha convertido en un gran centro comercial.
A Coru?a, el paseo de los abrazos. Por Manuel Rivas
El verdadero bautismo coru?¨¦s era y es escapar a una ola vagabunda en la Coraza de Riazor, o en la orillamar de Monte Alto, donde los farallones tienen el nombre de las ?nimas, o en el lugar del punkismo m¨¢gico, all¨ª donde galopa el mar la roca llamada Cabalo das Pradeiras y donde los menhires tienen ventanas. La mejor forma de acabar la escapada es siempre un abrazo.
La primera gran aventura es subir a la torre de H¨¦rcules o faro de Breog¨¢n. El m¨¢s antiguo del mundo en funcionamiento (nom¨¢s me matar¨ªan si no lo digo). Un paseo m¨ªtico, 234 escalones, con un descanso de cripta on¨ªrica, para subir al Aleph marino, el mejor mirador del atl¨¢ntico. En la rosa de los vientos, Noroeste Cuarta Oeste, el lugar situacionista de la imaginaci¨®n. Al lado de la gran linterna, se puede ver lo invisible. Irlanda o Am¨¦rica, depende de los d¨ªas. Pero lo mejor, despu¨¦s de la escalada, el v¨¦rtigo y el viento ebrio, es imaginar el abrazo.
El faro forma un tri¨¢ngulo psicogeogr¨¢fico con la antigua prisi¨®n provincial y con el cementerio marino de San Amaro. La c¨¢rcel est¨¢ abandonada por los humanos, guardias o presos. Al ojo pan¨®ptico del poder solo le queda la nostalgia de vigilar las aves migrantes que anidan tan interesante arqueolog¨ªa. El cementerio marino, como atestiguan generaciones, es uno de los m¨¢s sanos del mundo. La c¨¢rcel y el cementerio son otros dos buenos lugares para abrazarse. Toda la borda del faro lo es, con sus grutas, playas y calas de felicidad clandestina. Ese espacio de ciudad acantilada, orillera, donde la gente al andar traza su propia l¨ªnea del horizonte, tiene la hipnosis del origen, del sentimiento oce¨¢nico.
A Coru?a es una ciudad anfibia y tuvo su pintor anfibio. Urbano Lugr¨ªs. Quiso pintar el fondo marino con un escafandro. Lo hizo en lienzos, tablas y murales inolvidables, y tambi¨¦n con tinto ribeiro en la mesa de los bares. El paseo por Lugr¨ªs, por esa Coru?a intemporal, ese para¨ªso inquieto, pintado con el deseo y la pena del mar, tal vez es lo m¨¢s real, frente a la usura del tiempo.
Y ese paseo surreal te ensancha la mirada. Te permite ver una Coru?a oculta tras las esquinas, o escondida en una redoma de saudades. Ese para¨ªso inquieto de las peque?as plazas y jardines de la Ciudad Vieja, como la plazuela de las B¨¢rbaras o el Jard¨ªn Rom¨¢ntico. All¨ª donde est¨¢ enterrado John Moore, un militar h¨¦roe en salvar vidas, a quien visita los d¨ªas de niebla su amante y aventurera lady Stanhope. No he visto por all¨ª las c¨¢maras de los programas del coraz¨®n. Pero es un lugar para el abrazo intemporal.
Hubo un tiempo en que, en el escudo de la ciudad, las luces del faro sosten¨ªan un libro. En el paseo de las saudades, el andar te lleva a la calle Sinagoga. A Coru?a es una ciudad de impresores y librer¨ªas. ?Y qu¨¦ me dice usted de las panader¨ªas? ?Donde hay buen pan, hay librer¨ªas! Es una ciudad musical, con una ruta de navegaci¨®n al desv¨ªo. A Coru?a siempre tuvo fama de dormir de pie. Lo que nunca ha estado en crisis es la producci¨®n de bohemia y la br¨²jula de las vanguardias.
El paseo, en s¨ª, es una vanguardia. Una multitud dada¨ªsta, a su manera, pasea por los Cantones coru?eses, la cubierta de la ciudad trasatl¨¢ntica, con sus fachadas de galer¨ªas acristaladas y sus casas barco y los ensayos ut¨®picos de ciudad-jard¨ªn.
Pero el mejor paseo coru?¨¦s es el exc¨¦ntrico. Hay una l¨ªnea axial que une el faro con el Castro de Elvi?a, la citania celta, la primera ciudad y, ahora, la ¨²ltima aldea. Desde la infancia recuerdo que justo en el ara solis hab¨ªan espetado una gran torre de alta tensi¨®n, por lo que deducimos que los celtas, en Galicia, hab¨ªan muerto electrocutados. Ahora la han quitado. No hace falta ir al solsticio a Stonehenge. C¨®mo no abrazarse en este lugar donde un d¨ªa apareci¨® el tesoro de un ¨¢nade de oro.
UN LIBRO: La tribuna, de Emilia Pardo Baz¨¢n. Las cigarreras coru?esas protagonizaron la primera gran huelga feminista en el mundo. Esta es la historia de una joven l¨ªder, Amparo, y su lucha por libertad social y personal. Aqu¨ª, do?a Emilia es una escritora salvaje. Escribe una obra ins¨®lita y valiente en la historia de la literatura espa?ola, incluido nuestro tiempo. ?Publicada en 1883! La protagonista, Amparo, rompe todas costuras, para apostar por una libertad radical.
Bilbao, la ciudad inventada. Por Aixa de la Cruz
Creo que no aprend¨ª a pasear hasta que me embarac¨¦. Antes solo corr¨ªa. Calentaba articulaciones bajo el puente del Arriaga y emprend¨ªa ruta por la ribera de Abando, feliz de acelerar los fotogramas del Bilbao de las postales y a empujones con los turistas que se apelotonaban frente al Guggenheim. Buscaba las rutas mejor asfaltadas; solo eso. Ahora que he bajado la velocidad y camino atenta al paisaje, mi recorrido empieza all¨ª donde terminaba mi entrenamiento, a los pies del puente Euskalduna, en la explanada que pertenec¨ªa a los antiguos astilleros y que ahora marca la frontera entre el paisaje urbano embellecido y el paisaje urbano en obras. No soy la ¨²nica treinta?era que siente predilecci¨®n por esta zona. Somos muchos los que guardamos una imagen idealizada de ese Bilbao industrial y naviero, siempre turbio de xirimiri, del que tanto nos han hablado nuestros padres pero que jam¨¢s llegamos a padecer, y venimos hasta aqu¨ª en busca de sus ecos.
Lo que m¨¢s me gusta del muelle de Olabeaga es que lo han intentado domesticar sin ¨¦xito. Hace doce a?os que es peatonal, pero la acera, que corre entre la r¨ªa y el monte, es tan estrecha que solo admite paseantes en fila india. Cuando hay mareas vivas, el nivel del agua sube a escasos cent¨ªmetros del asfalto y luego baja como si alguien hubiera tirado de la cisterna, con lo que es f¨¢cil sentir claustrofobia. Sabes que, en caso de riada, no hay salida. Aun as¨ª, en la parte inicial del paseo, bajo las escamas grises del Nuevo San Mam¨¦s, han abierto una terraza al aire libre en una de las antiguas d¨¢rsenas de carga. Es un local muy chic, con m¨²sica electr¨®nica suave, c¨®cteles elaborados y buenas vistas, pero la r¨ªa es caprichosa y lo mismo te devuelve maderos que cad¨¢veres hinchados de ratas, por lo que prefiero tomarme un caf¨¦ en una antigua lonja de pescado que hay unos metros m¨¢s adelante. Es el ¨²ltimo bar de la zona. A partir de aqu¨ª, se suceden los bloques de viviendas, edificios chatos de barrio pesquero con la pintura desconchada que dan paso a un front¨®n que da paso a un muro. Con el muro, desaparecen los encantos a este lado de la ribera y cobra relevancia la de enfrente: Zorrozaurre.
Zorrozaurre fue una pen¨ªnsula y ahora es una isla. En Bilbao gustan mucho los proyectos fara¨®nicos y esta es nuestra extravagancia may¨²scula. Hemos anegado un istmo para separarnos del ap¨¦ndice m¨¢s decadente de la villa y, cuando lo rehabilitemos, inauguraremos un nuevo puente que nos conecte a ¨¦l. Desde esta orilla, se aprecia el trasiego constante de camiones, cementeras y gr¨²as, y la deconstrucci¨®n en vivo y en directo de un skyline. Cada vez que vengo hay un nuevo solar vac¨ªo donde antes hubo un bloque de viviendas, una nave industrial o una f¨¢brica. Ya apenas sobreviven algunos edificios pintorescos¨C un peque?o palacete, las ruinas de la antigua f¨¢brica de Artiach, una marmoler¨ªa abandonada con sus enanos de jard¨ªn a la intemperie¡¨C, aislados entre s¨ª como si estuvieran cumpliendo cuarentena. Pero es f¨¢cil romantizar la decadencia a media tarde, cuando la r¨ªa zigzaguea con destellos plateados hasta perderse en la margen izquierda.
Vuelvo a casa con una sensaci¨®n ex¨®tica. Todo esto que es tan feo pronto ser¨¢ precioso y habitable. Pronto ser¨¢ refugio de runners y turistas y los milennials tendremos que trasladar nuestra nostalgia inventada a otro sitio. Buscaremos las huellas de esa ciudad m¨ªtica que nunca conocimos en nuevos bastiones. Quiz¨¢s en Barakaldo. Quiz¨¢s en Ortuella. Qui¨¦n sabe.
UN LIBRO: Mejor la ausencia, de Edurne Portela. Es el libro que mejor ilustra ese Bilbao decadente de los a?os 80 que a mi generaci¨®n le ha llegado a trav¨¦s de las canciones de Eskorbuto pero que en la novela se resiste con fuerza a cualquier idealizaci¨®n.
M¨¢laga, punto de llegada. Por Justo Navarro
Imagino que subo desde el malec¨®n por el paseo de la Farola de M¨¢laga hace seis meses y dejo a mi derecha el antiguo gobierno militar y a mi izquierda el muelle 1 y el muelle 2 del puerto, fondeadero de tiendas y bares restaurantes y un cubo-museo de cristal y vinilos de colores, y busco la sombra de los pl¨¢tanos del Paseo de los Curas, porque el palmeral del puerto siempre me recuerda a Miami aunque nunca haya estado en Miami. Hay coches, incluso coches de caballos, pero no tanto tr¨¢fico como otros d¨ªas. Es s¨¢bado y estoy ya en la Plaza de la Marina, un d¨ªa espl¨¦ndido, de noviembre. O no he llegado desde el malec¨®n por el Paseo de los Curas y es otro s¨¢bado de hace seis meses y acabo de bajarme del autob¨²s en la parada del puerto.
Da lo mismo: estoy en la Plaza de la Marina, lo primero que ven los que acaban de bajar del crucero por el Mediterr¨¢neo o por el Atl¨¢ntico-Mediterr¨¢neo, la aparici¨®n de M¨¢laga: un parking de 440 plazas a la entrada del ¨¢rea comercial, la fuente, el monumento al vendedor ambulante de pescado, los edificios burocr¨¢ticos y financieros al fondo de la plaza, el gran hotel que tanto me gusta, cu?a clavada entre la Cortina del Muelle y la calle Molina Larios, doce plantas m¨¢s ¨¢tico y piscina en las alturas, arquitectura de los a?os veinte o treinta para los a?os sesenta del siglo pasado. Y ya estoy en la calle Larios, peatonal. Si la cubrieran se convertir¨ªa en una galer¨ªa comercial como la Vittorio Emanuele de Mil¨¢n.
Hay gente, m¨¢s gente cada vez, es s¨¢bado, mediod¨ªa, la multitud de un s¨¢bado de shopping, hace seis meses, noviembre prenavide?o, navide?o, pronto se encender¨¢n las 180.000 luces festivas, y se expande el ¨¢rbol de bares que surge de la calle Larios, en flor la feliz, callejera multitud bebedora, el tapeo feliz, el mercadeo feliz y en masa, como en el m¨®dulo de embarque de un aeropuerto, pero al aire libre, sin la angustia del vuelo y los controles intimidatorios, y el cielo tan alto y tan celeste como la pantalla iluminada de mi ordenador, y ruido de la calle en el hilo musical, sound of the street, bruit de la rue, bruscio della strada, Strassenger?usch, som da rua, todos los idiomas de los cruceristas en la ciudad llana como una playa asfaltada, con ind¨ªgenas haciendo de turistas un s¨¢bado al mediod¨ªa y turistas haciendo de antrop¨®logos, unidos todos por el citymarketing, tiendas de lujo y de no lujo, marcas globales y glocales, gente fluente y dinero fluente y cada vez m¨¢s invisible, dinero-tarjetas, dinero-tel¨¦fono.
Me muevo por el crucero expandido y el aeropuerto expandido, hospitalidad y seguridad, videoc¨¢maras y vigilancia policial visible. Estoy en la Plaza de la Constituci¨®n, entre la catedral, si sigo por el pasaje de Chinitas y la calle Fresca, a la derecha, y el r¨ªo Guadalmedina, si voy por la calle Compa?¨ªa, a la izquierda, pero siempre shopping mall, tome una v¨ªa u otra, siempre tiendas y bares y museos, todos abiertos todav¨ªa, iglesias y gimnasios, espect¨¢culos, una catedral, un r¨ªo, una ciudad entera picassiana, bendito sea el citybranding, ciudad aeropuerto, crucero varado, el mundo de las compras recreativas. Y hay cada vez m¨¢s gente, como prepar¨¢ndose para el encendido de las luminarias navide?as monumentales, miles y miles y miles de personas, apret¨¢ndonos unas con otras, no falta mucho ya esta ma?ana de noviembre. Estoy viendo todo lo que fue y todav¨ªa no es. Veo el pasado como si fuera el futuro, ciencia ficci¨®n.
UN LIBRO: M¨¢laga monumental. A vista de este ejemplo, de Elo Vega y Rogelio L¨®pez Cuenca (coordinadores). Una manera cr¨ªtica y entretenida de andar por la historia de la M¨¢laga de hoy a trav¨¦s de sus monumentos.
Valencia, el arte del paseo. Por Elisa Ferrer
Sol¨ªa ser yo poco aficionada a pasear. Mucho de correr, poco de disfrutar del paseo. ?Correr?, eso s¨ª, en la segunda acepci¨®n de la RAE, la de ir deprisa, no en la primera, que es donde englobamos lo que hacen los runners con su ropa brillantosa, su actitud premaratoniana. Pero no, no tengo la voluntad de hierro ni los tobillos fuertes, siempre he sido m¨¢s bien de ir corriendo a los sitios, de llegar tarde, la respiraci¨®n entrecortada, de adelantar a la gente que ocupa el ancho de la acera y pensar, ?d¨®nde ir¨¢n tan despacio?
Estos ¨²ltimos a?os, en cambio, he comenzado a ejercitarme en el arte del paseo (la madurez, dicen). Mi afici¨®n comenz¨® en Iowa City, esa ciudadbosque con sus ¨¢rboles frondosos, sus ciervos escondidos, los conejos beb¨¦ de la primavera que al llegar el verano crecen y arrastran sus barrigas por la hierba. As¨ª que, al volver a Val¨¨ncia, tras trece a?os sin habitarla, decid¨ª traer conmigo esta nueva afici¨®n.
Desde mi vuelta, he perfeccionado el arte del paseo. Lo primero que aprend¨ª es que hay que salir de casa sin necesidad de ir a ning¨²n sitio concreto. Tard¨¦ un poco m¨¢s en descubrir que la mirada no debe estar puesta en los pies o en el reloj, sino que ha de revolotear alrededor y dejarse sorprender. Los brazos deben estar relajados, quiz¨¢ con un sutil balanceo, sin forzar nunca un movimiento marcial ni tampoco quedarse quietos. Una vez aprendida la mec¨¢nica, comenc¨¦ a deambular por la ciudad que en a?os anteriores hab¨ªa sido la m¨ªa, pero ahora, en cada paseo, me parec¨ªa distinta, mejor, ¨²nica.
Tras este tiempo de aclimataci¨®n, ya puedo definir mi paseo ideal por Val¨¨ncia. Comienza en el Parc Central, donde jardines cada vez m¨¢s verdes conviven con las antiguas naves de Renfe, ellas y su belleza pr¨¢ctica, que se vuelve rom¨¢ntica cuando las iluminan de noche. Me gusta sentarme a leer en el parque, que me d¨¦ el sol (lo de saberse detener para saborear el paseo es algo que se aprende una vez la mec¨¢nica est¨¢ interiorizada, paciencia).
Me gusta continuar andando por mi barrio, Russafa, donde al mirar hacia arriba, mis ojos se cruzan con edificios modernistas. Me he vuelto coleccionista de molduras, colores, balcones, portales. Sin darme cuenta, mientras ampl¨ªo mi colecci¨®n, ando hasta llegar al cauce del r¨ªo Turia, otro parque lleno de verde (en el que hay que esquivar deportistas y carriles bici para no ser arrollada) y me detengo frente a Gulliver, ese gigante que lleva treinta a?os tendido en el suelo para que, aunque hayamos crecido, volvamos a ser ni?as, ni?os, al dejarnos caer por sus toboganes y rompamos nuestros pantalones en cada ca¨ªda (ning¨²n tejido sobrevive a ese gigante).
Cuando mi paseo se alarga y cruzo al otro lado del r¨ªo, vuelvo a mis a?os de estudiante, la avenida Blasco Ib¨¢?ez me devuelve a la facultad, al colegio mayor donde idealic¨¦ la adultez, el compartir piso. Aunque las piernas ya no aguantan, son pocas las veces que no llego hasta la parada de Benimaclet para subirme al pr¨®ximo tranv¨ªa (los pies reclaman un descanso), llegar junto a la playa y pasar de mi colecci¨®n de molduras y balcones, a la de azulejos. Los azulejos de las casas del Cabanyal, esos que cambian de color seg¨²n les d¨¦ la luz. Cualquier paseo que se precie en Val¨¨ncia tiene que terminar en este barrio, en la playa, los pies cansados en la arena, el ruido del mar, ese que cuando te moja siempre est¨¢ demasiado caliente.
Hoy podremos volver a pasear, ser¨¢n menos kil¨®metros, pero el sol, el viento en la cara y los ¨¢rboles los apreciaremos como si fuera la ¨²ltima vez. Porque si algo hemos aprendido en estos d¨ªas de encierro, es que ya nada puede darse por sentado. Ni siquiera el com¨²n (y bello) arte del paseo.
UN LIBRO: Un dinar un dia qualsevol / Una comida un d¨ªa cualquiera, de Ferran Torrent. Es un libro que te mete de cabeza en la sociedad valenciana de estos ¨²ltimos a?os, con sus corruptelas, intrigas y con la aparici¨®n estelar de alg¨²n que otro personaje conocido en una ficci¨®n que parece absolutamente real.
Pies y p¨¢ginas
Fil¨®sofos de paseo. Ram¨®n del Castillo.Turner
Wanderlust. Una historia del caminar. Rebecca Solnit. Capit¨¢n Swing
Caminar. Erling Kagge. Taurus
Libro de los pasajes. Walter Benjamin. Akal y Abada
Paseos por Berl¨ªn. Franz Hessel. Errata Naturae
La ciudad de las desapariciones. Iain Sinclair. Alpha Decay
Paseos con mi madre. Javier P¨¦rez And¨²jar. Tusquets
Paseos por la Barcelona fugitiva. Ana Basualdo. Paso de Barca
Un andar solitario entre la gente. Antonio Mu?oz Molina. Seix Barral