?Qu¨¦ queda del comunismo en Estados Unidos?
La escritora, educada a la luz de los ideales marxistas, recuerda la desigual implantaci¨®n de esta ideolog¨ªa en su pa¨ªs, donde hoy sigue estando "extra?amente viva" entre los j¨®venes
Una noche de verano de principios de los sesenta, en una manifestaci¨®n en Nueva York, el izquierdista Murray Kempton proclam¨® ante un p¨²blico lleno de viejos rojos que, aunque Estados Unidos no los hab¨ªa tratado bien, hab¨ªa tenido mucha suerte de contar con ellos. Mi madre estaba entre el p¨²blico aquella noche y, al volver a casa, dijo: ¡°Estados Unidos ha tenido suerte de que hubiera comunistas aqu¨ª. Ellos son los que m¨¢s empujaron al pa¨ªs a convertirse en la democracia que siempre dijo ser¡±. Me sorprendi¨® que lo dijera con voz tan suave, porque siempre hab¨ªa sido una socialista exaltada; pero eran los a?os sesenta y, a esas alturas, estaba verdaderamente cansada.
El Partido Comunista de Estados Unidos se form¨® en 1919, dos a?os despu¨¦s de la Revoluci¨®n Rusa. Durante 40 a?os, creci¨® de forma constante, de unos dos o tres mil miembros a 75.000 en su momento de mayor influencia, en los a?os treinta y cuarenta. En total, casi un mill¨®n de estadounidenses fueron comunistas en un momento u otro. Aunque es cierto que la mayor¨ªa de los que entraron en el Partido Comunista en aquellos a?os eran miembros de la atribulada clase obrera (jud¨ªos del barrio de confecci¨®n textil de Nueva York, mineros de Virginia Occidental, recolectores de fruta en California), es todav¨ªa m¨¢s cierto que tambi¨¦n se unieron muchos miembros de la clase media ilustrada (profesores, cient¨ªficos, escritores), porque, para ellos, el partido pose¨ªa una autoridad moral que daba concreci¨®n a un sentimiento de injusticia social azuzado por la Gran Depresi¨®n y la Segunda Guerra Mundial.
Tal vez ahora es dif¨ªcil de comprender, pero en aquella ¨¦poca la visi¨®n marxista que transmit¨ªa el Partido Comunista despert¨® en los hombres y mujeres m¨¢s corrientes una conciencia de su propia humanidad que daba grandeza a la vida
Los comunistas estadounidenses, en su mayor¨ªa, nunca pisaron la sede del partido, ni vieron en persona a un miembro del Comit¨¦ Central, ni supieron nada de las reuniones internas en las que se elaboraban las pol¨ªticas. Pero todos sab¨ªan que los sindicalistas del partido fueron fundamentales para las mejoras de los trabajadores industriales en este pa¨ªs; que los abogados del partido fueron los que m¨¢s defendieron a los negros en los estados del sur; que muchos organizadores del partido vivieron, trabajaron y, a veces, murieron con los mineros de los montes Apalaches, los temporeros de California y los obreros sider¨²rgicos de Pittsburgh. Gracias a su pasi¨®n por la estructura y la elocuencia de su ret¨®rica, el partido se materializ¨® en el d¨ªa a d¨ªa y se dio a conocer no solo a sus propios miembros sino tambi¨¦n a los numerosos simpatizantes y compa?eros de viaje de aquella ¨¦poca. Hab¨ªa construido una red extraordinaria de secciones regionales y locales, escuelas y publicaciones, organizaciones que se ocupaban de remediar grandes problemas en las comunidades ¡ªla Orden Internacional de los Trabajadores, el Congreso Nacional de Negros, los Consejos de Desempleo¡ª y un provocador peri¨®dico que le¨ªan habitualmente los progresistas y los radicales. Como dec¨ªa un viejo rojo: ¡°Durante toda la Depresi¨®n y la Segunda Guerra Mundial, cada vez que se anunciaba alguna nueva cat¨¢strofe, The Daily Worker agotaba sus ejemplares en cuesti¨®n de minutos¡±.
Tal vez ahora es dif¨ªcil de comprender, pero, en aquella ¨¦poca, en este lugar, la visi¨®n marxista de la solidaridad mundial que transmit¨ªa el Partido Comunista despert¨® en los hombres y mujeres m¨¢s corrientes una conciencia de su propia humanidad que daba grandeza a la vida: grandeza y claridad. Esa claridad interior fue algo con lo que muchos no solo se encari?aron sino a lo que se volvieron adictos. Frente a su influencia, ninguna recompensa vital, ni el amor, ni la fama ni la riqueza, pod¨ªa competir.
Al mismo tiempo, esa totalidad absoluta del mundo y el yo era precisamente lo que, con demasiada frecuencia, hac¨ªa que los comunistas fueran unos aut¨¦nticos creyentes, incapaces de afrontar la corrupci¨®n del Estado policial que constitu¨ªa la base de su fe, incluso cuando cualquier ni?o de 10 a?os pod¨ªa darse cuenta de que hab¨ªa un doble juego. El PC de Estados Unidos era miembro de la Komintern (la organizaci¨®n de la Internacional Comunista dirigida desde Mosc¨²) y, en calidad de tal, deb¨ªa responder ante los sovi¨¦ticos, que intimidaban a los partidos comunistas de todo el mundo para que apoyaran pol¨ªticas interiores y exteriores que, la mayor¨ªa de las veces, serv¨ªan los intereses de la URSS, y no los de los pa¨ªses miembros de la Internacional. Como consecuencia, el PC estadounidense hac¨ªa siempre todo lo posible para satisfacer al que sus miembros consideraban el ¨²nico pa¨ªs socialista del mundo y al que se sent¨ªan obligados a apoyar a toda costa. Esta devoci¨®n inamovible a la Rusia sovi¨¦tica permiti¨® que los comunistas estadounidenses permanecieran enga?ados durante los a?os treinta y cuarenta y gran parte de los cincuenta, mientras la Uni¨®n Sovi¨¦tica aplastaba Europa del Este y se volv¨ªa cada vez m¨¢s totalitaria, con su realidad cotidiana cada vez m¨¢s oculta y sus exigencias cada vez m¨¢s interesadas.
A principios de los cincuenta, el PC fue objeto de graves ataques debido al p¨¢nico que desat¨® el mccarthyismo a prop¨®sito de la seguridad de Estados Unidos¡ªdecenas de comunistas pasaron a la clandestinidad por miedo a la c¨¢rcel u otros destinos peores¡ª, pero luego, en 1956, el partido estuvo a punto de desintegrarse bajo el peso del esc¨¢ndalo del propio comunismo. En febrero de ese a?o, Nikita Jruschov habl¨® ante el 20? Congreso del partido Comunista Sovi¨¦tico y revel¨® al mundo el horror inimaginable del mandato de Stalin. El discurso supuso la devastaci¨®n pol¨ªtica de la izquierda organizada en todo el mundo. En las semanas posteriores, 30.000 personas abandonaron el PC estadounidense y, antes de que acabara el a?o, el partido hab¨ªa vuelto a ser lo que hab¨ªa empezado siendo en 1919: una peque?a secta en el mapa pol¨ªtico estadounidense.
Yo me cri¨¦ en un hogar de izquierdas en el que se le¨ªa The Daily Worker, se hablaba de pol¨ªtica obrera (mundial y local) en la mesa y pasaban habitualmente por casa progresistas de todo tipo. Nunca se me ocurri¨® considerarlos revolucionarios. Nunca tuve la impresi¨®n de que nadie de mi entorno quisiera derrocar al Gobierno por m¨¦todos violentos. Al contrario, los ve¨ªa trabajar para que el socialismo se convirtiera en la norma mediante un cambio legal, un cambio que iba a garantizar que, con la derrota del capitalismo, la democracia estadounidense pudiera hacer realidad su promesa incumplida de la igualdad para todos. En resumen, quiz¨¢ era una ingenuidad, pero los progresistas siempre me parecieron disidentes sinceros.
Cuando me gradu¨¦ en el City College, a finales de los cincuenta, me fui al oeste, a Berkeley, para estudiar lengua y literatura. Fue la primera vez que me encontr¨¦ con ¡°estadounidenses¡± de forma masiva. Hasta entonces, solo hab¨ªa conocido a jud¨ªos neoyorquinos y a cat¨®licos irlandeses o italianos, casi todos hijos de inmigrantes. En Berkeley descubr¨ª que Estados Unidos hab¨ªa nacido como pa¨ªs protestante; conoc¨ª a gente de Vermont, Nebraska y Idaho, unas personas extraordinariamente bien educadas, que pensaban que los comunistas eran el mal, el enemigo an¨®nimo y sin rostro del otro lado del mar. ¡°?Tus padres fueron comunistas?¡±, me preguntaban. Al parecer, nadie hab¨ªa conocido nunca a ninguno.
Conoc¨ª a personas extraordinariamente bien educadas que pensaban que los comunistas eran el mal, el enemigo an¨®nimo y sin rostro del otro lado del mar. ¡°?Tus padres fueron comunistas?¡±, me preguntaban. Nadie hab¨ªa conocido a uno
El impacto en mi sistema nervioso fue intenso. Me volvi¨® al mismo tiempo defensiva y agresiva y, con el tiempo, empec¨¦ a buscar excusas para proclamar que hab¨ªa sido un ¡°beb¨¦ de pa?al rojo¡± siempre que pod¨ªa, igual que habr¨ªa proclamado mi condici¨®n de jud¨ªa ante cualquier muestra abierta de antisemitismo. La mayor¨ªa de las veces, la declaraci¨®n del pa?al rojo hac¨ªa que la gente se quedara mir¨¢ndome como si fuera un objeto de museo, pero, en algunos casos, el interlocutor se encog¨ªa delante de m¨ª. Varios decenios despu¨¦s, segu¨ªa con la impresi¨®n de no haber superado el hecho de que todas aquellas personas bien formadas considerasen a las mujeres y los hombres con los que hab¨ªa crecido gente distinta, otros. De vez en cuando, se me ocurr¨ªa que deber¨ªa escribir un libro.
Por aquel entonces ¡ªahora hablo de mediados de los setenta¡ª, llevaba varios a?os trabajando en el Village Voice y me hab¨ªa vuelto una activista de la liberaci¨®n, siempre en las barricadas del feminismo radical. En aquellos a?os, ve¨ªa en todas partes muestras de discriminaci¨®n contra las mujeres, y todos los art¨ªculos que escrib¨ªa estaban influidos por lo que ve¨ªa. Hasta ah¨ª, ning¨²n problema. Sin embargo ¡ªy aqu¨ª empez¨® lo dif¨ªcil¡ª, pronto vi que en el movimiento empezaba a surgir una corriente separatista que hac¨ªa en¨¦rgicas sugerencias sobre lo que deb¨ªa o no decir y hacer una aut¨¦ntica feminista. Unas sugerencias que enseguida se convirtieron en ¨®rdenes.
Una tarde, durante una reuni¨®n en Boston, me levant¨¦ entre el p¨²blico para instar a mis hermanas a que dejaran de fomentar el odio a los hombres: no eran ellos, dije, a los que ten¨ªamos que condenar, sino la cultura en su conjunto. Una mujer que estaba en el escenario me se?al¨® con un dedo acusador y grit¨®: ¡°?Eres una intelectual y una revisionista!¡± Eres una intelectual y una revisionista. Unas palabras que no o¨ªa desde que era ni?a. Por lo visto, de la noche a la ma?ana, nos hab¨ªan invadido lo pol¨ªticamente correcto y lo pol¨ªticamente incorrecto, y la velocidad a la que la ideolog¨ªa se transformaba en dogma me abrum¨®. Entonces se reavivaron mis simpat¨ªas por los comunistas, y sent¨ª un nuevo respeto hacia el comunista normal y corriente que deb¨ªa de haberse sentido esclavizado por el dogma en su vida diaria.
¡°Dios m¨ªo¡±, recuerdo que pens¨¦, ¡°estoy viviendo lo mismo que experimentaron ellos¡±. Por segunda vez, pens¨¦ en escribir un libro, una historia oral de los comunistas estadounidenses de a pie, que fuera una obra de sociolog¨ªa sobre la relaci¨®n entre la ideolog¨ªa y el individuo y que demostrase a las claras que en esa relaci¨®n est¨¢ impresa la sed universal de una vida m¨¢s completa y c¨®mo se destruye cuando el dogma se apodera de la ideolog¨ªa.
Considerar rom¨¢ntica la experiencia de haber sido comunista me parec¨ªa y me sigue pareciendo leg¨ªtimo; escribir de ello con romanticismo, no. Eso hizo que no explorase la complejidad de mis personajes
Escrib¨ª el libro, y lo escrib¨ª torpemente. Lo malo fue que, cuando empec¨¦ a escribir The Romance of American Communism, estaba rom¨¢nticamente ¡ªes decir, a la defensiva¡ª aferrada a mis fuertes recuerdos de los progresistas de mi infancia. Considerar rom¨¢ntica la experiencia de haber sido comunista me parec¨ªa y me sigue pareciendo leg¨ªtimo; escribir de ello con romanticismo, no. Escribir con romanticismo hizo que no explorase la complejidad de las vidas de mis personajes; que no retratara al l¨ªder del brazo local que amaba a la humanidad y, sin embargo, sacrific¨® sin piedad a un camarada tras otro por las rigideces de partido: ni tampoco al jefe de secci¨®n capaz de citar a Marx con veneraci¨®n durante horas y luego exigir la expulsi¨®n de un militante que hab¨ªa servido sand¨ªa en una cena; ni tampoco, y eso es mucho peor, al organizador que impuso una directriz emitida en la Uni¨®n Sovi¨¦tica a un sindicato local pese a que la orden significaba, sin lugar a dudas, traicionar a los miembros del sindicato.
Como escritora, sab¨ªa que solo podr¨ªa lograr la comprensi¨®n del lector si expon¨ªa con la mayor sinceridad posible todas las contradicciones de car¨¢cter o de comportamiento que hab¨ªan quedado al descubierto en determinada situaci¨®n, pero se me olvidaba constantemente lo que sab¨ªa. Hoy leo el libro y me siento consternada por el estilo. Su sentimentalismo se puede cortar con un cuchillo. Hay miles de frases distorsionadas por los mismos adverbios y calificativos ret¨®ricos: ¡°poderosamente¡±, ¡°intensamente¡±, ¡°profundamente¡±, ¡°en lo m¨¢s hondo de su ser¡±. Por otra parte, aunque el libro no es largo, tiene un estilo extra?amente farragoso: siempre hay tres palabras cuando habr¨ªa bastado una, cuatro, cinco o seis frases que llenan una p¨¢gina cuando habr¨ªan sido suficientes dos. Y todos mis personajes son bellos o atractivos, elocuentes y, en una proporci¨®n extraordinaria, heroicos.
El libro recibi¨® duras cr¨ªticas de los pesos pesados intelectuales de la derecha y la izquierda. Irving Howe escribi¨® una rese?a corrosiva que me oblig¨® a meterme en la cama durante una semana. Odiaba, odiaba el libro. Igual que Theodore Draper, que lo vilipendi¨® ?dos veces! Tambi¨¦n Hilton Kramer, y Ronald Radosh. Como estos hombres se hab¨ªan tomado la libertad de atacarme con tanta agresividad, me convenc¨ª de que la culpa era m¨ªa por la pobreza de mi escritura. Por supuesto, todos ellos eran violentamente anticomunistas y habr¨ªan odiado el libro aunque lo hubiera escrito Shakespeare, pero fui incre¨ªblemente ingenua al no darme cuenta de que toda la animosidad de 1938 segu¨ªa igual de viva en 1978, en plena Guerra Fr¨ªa.
Lo que no era ninguna ingenuidad fue pensar que merec¨ªa la pena narrar la vida de un comunista estadounidense. Y las historias que aquellas personas me contaron siguen vivas, su experiencia sigue emocionando, y ellos est¨¢n indiscutiblemente presentes. Ahora que vuelvo a encontrarme, en las p¨¢ginas de este libro, con las mujeres y los hombres entre los que me crie, ellos y su ¨¦poca cobran vida de forma vibrante. Me sorprende todo lo que no sab¨ªa y me encanta todo lo que capt¨¦; en cualquier caso, me parece que los comunistas interesaban cuando escrib¨ª sobre ellos y siguen importando hoy.
Por eso hay una cosa de la que no me arrepiento, que es de haber escrito sobre ellos como si todos fueran bellos o atractivos, todos elocuentes y muchos, heroicos. Porque lo eran. Y esta es la raz¨®n:
Hoy, la idea del socialismo est¨¢ extra?amente viva en Estados Unidos, especialmente entre los j¨®venes. Sin embargo, no existe en el mundo un modelo de sociedad socialista que un joven pueda adoptar como gu¨ªa
Existe cierto tipo de h¨¦roe cultural ¡ªel artista, el cient¨ªfico, el pensador¡ª al que a menudo se caracteriza como alguien que vive para ¡°el trabajo¡±. La familia, los amigos y las obligaciones morales no importan, el trabajo es lo primero. El motivo de que el trabajo sea lo prioritario en el caso del artista, el cient¨ªfico y el pensador es que hace resplandecer a plena luz una expresividad interior que es incomparable. Sentirse, no solo vivo, sino expresivo, es sentir que uno ha llegado al centro. Esa convicci¨®n de equilibrio irradia la mente, el coraz¨®n y el esp¨ªritu como ninguna otra cosa. Muchos comunistas ¡ªquiz¨¢ la mayor¨ªa¡ª que se cre¨ªan destinados a una vida de seria radicalidad se sent¨ªan exactamente as¨ª. Sus vidas tambi¨¦n estaban irradiadas por una especie de expresividad que les hac¨ªa sentirse brillantes y centrados.
Ese equilibrio reluc¨ªa en la oscuridad. Eso era lo que los hac¨ªa bellos, elocuentes y, a menudo, heroicos.
Al margen de mis defectos como historiadora oral, que son muchos, me parece que The Romance of American Communism sigue siendo emblem¨¢tico de un periodo rico y prolongado en la historia de la pol¨ªtica estadounidense; un momento que, por desgracia, nos remite directamente al actual, puesto que los problemas que quiso abordar el PC estadounidense ¡ªinjusticias raciales, desigualdades econ¨®micas, derechos de las minor¨ªas¡ª permanecen sin resolver hasta la fecha.
Hoy, la idea del socialismo est¨¢ extra?amente viva en Estados Unidos, especialmente entre los j¨®venes, como no suced¨ªa desde hac¨ªa d¨¦cadas. Sin embargo, no existe en el mundo un modelo de sociedad socialista que un joven radical pueda adoptar como gu¨ªa, ni una organizaci¨®n verdaderamente internacional a la que pueda jurar lealtad. Los socialistas actuales deben construir su propia versi¨®n independiente de c¨®mo lograr un mundo m¨¢s justo, empezando desde abajo. Conf¨ªo en que mi libro, que narra la historia de c¨®mo lo intentaron hace 50 o 70 a?os, sirva de gu¨ªa para quienes hoy sienten los mismos impulsos.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
Vivian Gornick es escritora estadounidense, autora de los libros Apegos feroces, Mirarse de frente y La mujer singular y la ciudad, todos ellos editados por Sexto Piso. Este art¨ªculo sirve de nuevo pr¨®logo para su libro The Romance of American Communism, reeditado este mes por Verso Books.
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