El libro como acceso al mundo
Stefan Zweig fue un adicto a la lectura que dej¨® constancia de su erudici¨®n y su amor por la palabra escrita en sus rese?as de prensa y en los pr¨®logos que firm¨® para las obras de otros autores. Los textos recogidos en ¡®Encuentros con libros¡¯, que ahora publica Acantilado, recuerdan su relaci¨®n pasional con la literatura. Ofrecemos un adelanto
El movimiento que apreciamos en la tierra se apoya esencialmente en dos invenciones del esp¨ªritu humano: el movimiento en el espacio se basa en la invenci¨®n de la rueda, que gira vertiginosamente alrededor de su eje, y el movimiento intelectual guarda una relaci¨®n directa con el descubrimiento de la escritura. En cierto momento, en alg¨²n lugar, un ser humano an¨®nimo concibi¨® la idea de doblar una madera dura, curvarla y convertirla en una rueda. Gracias a este pionero, la humanidad aprendi¨® a superar la distancia que separa pueblos y pa¨ªses. De pronto era posible entrar en contacto con otras personas por medio de veh¨ªculos que permit¨ªan transportar mercanc¨ªas, viajar para adquirir nuevos conocimientos y acabar con las restricciones impuestas por la naturaleza, que limitaba la obtenci¨®n de frutos, de minerales, de piedras preciosas y de otros productos a zonas donde las condiciones clim¨¢ticas eran propicias.
Los pa¨ªses ya no viv¨ªan aislados, ahora establec¨ªan v¨ªnculos con el resto del mundo. Oriente y Occidente, Norte y Sur, Este y Oeste fueron aproxim¨¢ndose poco a poco, a medida que conceb¨ªamos nuevos medios de transporte. El desarrollo de la t¨¦cnica ha dotado a la rueda de formas muy sofisticadas¡ªla locomotora que arrastra los vagones de un tren, los autom¨®viles que circulan a toda velocidad o los barcos y los aviones propulsados por el giro de sus h¨¦lices¡ªcon las que acortamos las distancias y vencemos la fuerza de la gravedad; del mismo modo, la escritura, que ha evolucionado desde los pliegos m¨¢s sencillos, pasando por los rollos, hasta culminar en el libro, ha puesto fin al tr¨¢gico confinamiento de las vivencias y de la experiencia en el alma individual: desde que existe el libro nadie est¨¢ ya completamente solo, sin otra perspectiva que la que le ofrece su propio punto de vista, pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad. En nuestro mundo de hoy, cualquier movimiento intelectual viene respaldado por un libro; de hecho, esas convenciones que nos elevan por encima de lo material, a las que llamamos cultura, ser¨ªan impensables sin su presencia.
Para nosotros, hijos y nietos de siglos de escritura, leer se ha convertido en otra funci¨®n vital, una actividad autom¨¢tica, y el libro, que ponen en nuestras manos el primer d¨ªa de escuela, se percibe como algo natural
El poder del libro para expandir el alma, para construir el mundo y articular nuestra vida personal, nuestra intimidad, suele pasarnos desapercibido salvo en raras ocasiones, y cuando cobramos conciencia de su importancia, tampoco lo manifestamos. Hace mucho que el libro se ha convertido en algo natural, en un objeto cotidiano cuyas maravillosas cualidades no despiertan ni nuestro asombro ni nuestra gratitud. Del mismo modo que no somos conscientes del ox¨ªgeno que introducimos en nuestro organismo cada vez que respiramos ni de los misteriosos procesos qu¨ªmicos con los que nuestra sangre aprovecha este invisible alimento, tampoco advertimos la materia espiritual que absorben nuestros ojos y que nutre (o debilita) nuestro intelecto continuamente.
Para nosotros, hijos y nietos de siglos de escritura, leer se ha convertido en otra funci¨®n vital, una actividad autom¨¢tica, casi f¨ªsica, y el libro, que ponen en nuestras manos el primer d¨ªa de escuela, se percibe como algo natural, algo que nos acompa?a siempre, que forma parte de nuestro entorno, y por eso la mayor¨ªa de las veces lo abrimos con la misma indiferencia, con la misma desgana con la que cogemos nuestra chaqueta, nuestros guantes, un cigarrillo o cualquier otro objeto de consumo de los que se producen en serie para las masas. Cualquier art¨ªculo, por valioso que sea, se trata con desd¨¦n cuando puede conseguirse con facilidad, y s¨®lo en los instantes m¨¢s creativos de nuestra vida, cuando reflexionamos, cuando nos volcamos en la contemplaci¨®n interior, conseguimos que lo que ha llegado a ser com¨²n y corriente vuelva a resultar asombroso. En esos raros momentos de reflexi¨®n lo miramos con respeto y somos conscientes de la magia que insufla a nuestra alma, de la fuerza que proyecta sobre nuestra vida, de la importancia que hoy, en el siglo XX, tiene el libro, hasta el punto de no poder imaginar nuestro mundo interior sin el milagro de su existencia.
Aunque estos instantes son tan escasos, precisamente por ello suelen permanecer en nuestro recuerdo durante mucho tiempo, a menudo durante a?os. As¨ª, por ejemplo, sigo recordando con toda exactitud el lugar, el d¨ªa y la hora en que surgi¨® dentro de m¨ª esa sutil intuici¨®n que me llev¨® a comprender que nuestro mundo interior se va tejiendo con ese otro mundo visible y, al mismo tiempo, invisible de los libros. No creo que sea una falta de modestia contar c¨®mo se produjo en m¨ª esta revelaci¨®n espiritual, pues, aunque se trata de una experiencia personal, ese episodio memorable y revelador transciende con mucho al individuo en s¨ª. En aquel entonces, deb¨ªa de tener unos veintis¨¦is a?os, ya hab¨ªa escrito algunos libros, por lo que conoc¨ªa en cierta medida la misteriosa transformaci¨®n que experimenta un sue?o, una fantas¨ªa torpemente concebida, y las diversas fases por las que atraviesa hasta que, tras curiosas destilaciones y decantaciones, termina transform¨¢ndose en ese objeto rectangular de papel y cart¨®n al que llamamos libro, ese producto venal, al que le asignamos un precio y que colocamos como una mercanc¨ªa m¨¢s tras el cristal de un escaparate, como si no tuviera alma, cuando, en realidad, cada ejemplar, aunque se compre y se venda, es un ser animado, dotado de voluntad, que sale al encuentro del que lo hojea por curiosidad, del que lo termina leyendo y, sobre todo, del que no s¨®lo lo lee, sino que tambi¨¦n lo disfruta.
As¨ª pues, ya hab¨ªa experimentado en primera persona, al menos en parte, ese proceso inefable semejante a una transfusi¨®n con el que conseguimos que unas cuantas gotas de nuestro propio ser comiencen a circular por las venas de otra persona, un trasvase de destino a destino, de sentimiento a sentimiento, de esp¨ªritu a esp¨ªritu; sin embargo, la magia, la pasi¨®n y la trascendencia de la letra impresa, su verdadera esencia, no se me hab¨ªan revelado de forma abierta, me hab¨ªa limitado a reflexionar vagamente sobre ello, pero no lo hab¨ªa pensado a fondo, no hab¨ªa sacado las debidas conclusiones. Eso fue lo que comprend¨ª aquel d¨ªa gracias a la an¨¦cdota que voy a referir.
Viajaba entonces en un barco, un buque italiano con el que estaba recorriendo el mar Mediterr¨¢neo, de G¨¦nova a N¨¢poles, de N¨¢poles a T¨²nez y de all¨ª a Argel. La traves¨ªa iba a durar varios d¨ªas y el barco estaba pr¨¢cticamente vac¨ªo. As¨ª las cosas, sol¨ªa conversar a menudo con un joven italiano que formaba parte de la tripulaci¨®n, un mozo que ni siquiera ten¨ªa el rango de camarero, pues se ocupaba de barrer los camarotes, de fregar la cubierta y de realizar otras tareas menores, que la gente, por regla general, no valora. Daba gusto ver trabajar a aquel muchacho, un chico espl¨¦ndido, moreno, de ojos negros, con unos dientes deslumbrantes que brillaban cada vez que se re¨ªa. ?Y cu¨¢nto le gustaba re¨ªrse! Me encantaba escuchar su italiano melodioso y gr¨¢cil, una m¨²sica que acompa?aba siempre con vivos ademanes. Ten¨ªa un talento natural para captar los gestos de la gente e imitarlos, realizando formidables caricaturas: el capit¨¢n, balbuceando con su boca desdentada; el anciano caballero ingl¨¦s que caminaba por cubierta tieso como un garrote, adelantando un poco el hombro izquierdo; el cocinero, digno y orgulloso, que despu¨¦s de la cena presum¨ªa delante de los pasajeros y ten¨ªa un ojo cl¨ªnico para juzgar a las personas a las que hab¨ªa llenado la panza. Me divert¨ªa charlar con aquel chaval moreno, asilvestrado, con la frente resplandeciente y los brazos tatuados, que durante muchos a?os, seg¨²n me cont¨®, se hab¨ªa dedicado a cuidar ovejas en las islas Eolias, su hogar, una persona bondadosa y confiada como un cachorrillo. No tard¨® en darse cuenta de que yo le ten¨ªa cari?o y de que no hab¨ªa nadie en todo el barco con el que me gustara hablar tanto como con ¨¦l. As¨ª que me cont¨® un mont¨®n de detalles de su vida, con franqueza, con total desenvoltura, de modo que al cabo de un par de d¨ªas nos trat¨¢bamos con la camarader¨ªa propia de dos amigos.
Entonces, de la noche a la ma?ana, un muro invisible se alz¨® entre ¨¦l y yo. Hab¨ªamos recalado en N¨¢poles, el barco se hab¨ªa llenado de carb¨®n, de pasajeros, de hortalizas y de correo, su dieta habitual en cada puerto, y luego se hab¨ªa hecho de nuevo a la mar. El elegante barrio de Posillipo hab¨ªa ido bajando la cabeza con humildad hasta perderse en el horizonte, entre las colinas, y las nubes que rodeaban la cima del Vesubio parec¨ªan las p¨¢lidas volutas del humo de un cigarrillo. Entonces se present¨® de repente, con una sonrisa de oreja a oreja, se plant¨® delante de m¨ª y me mostr¨® orgulloso una carta arrugada que acababa de recibir, pidi¨¦ndome que la leyera.
No dejaba de darle vueltas a lo que acababa de ocurrir. Por primera vez me hab¨ªa encontrado cara a cara con un analfabeto, con uno europeo adem¨¢s, una persona que me hab¨ªa parecido inteligente y con la que hab¨ªa hablado como con un amigo. ?C¨®mo se reflejaba el mundo en un cerebro como el suyo, que desconoc¨ªa la escritura?
Al principio me cost¨® entender lo que quer¨ªa de m¨ª. Pens¨¦ que Giovanni hab¨ªa recibido una carta en un idioma que no entend¨ªa, franc¨¦s o alem¨¢n, seguramente de una muchacha¡ªera obvio que deb¨ªa de tener mucho ¨¦xito entre las chicas¡ª, y que hab¨ªa venido a buscarme para que se la tradujera. Pero no, la carta estaba escrita en italiano. ?Qu¨¦ quer¨ªa entonces? ?Que me la leyera? Nada de eso. Lo que quer¨ªa es que se la leyera, ten¨ªa que saber qu¨¦ dec¨ªa aquella carta. Y, de pronto, comprend¨ª lo que estaba pasando: aquel muchacho inteligente, de una belleza escultural, dotado de gracia y de aut¨¦ntico talento para el trato humano, formaba parte de ese siete u ocho por ciento de italianos que, seg¨²n las estad¨ªsticas, no saben leer: era analfabeto. Me puse a pensar y fue entonces cuando me di cuenta de que nunca hab¨ªa conocido a nadie como ¨¦l, un ejemplar de una especie en v¨ªas de extinci¨®n en toda Europa. Hasta conocer a Giovanni no me hab¨ªa encontrado con ning¨²n europeo que no supiera leer. Supongo que me qued¨¦ mir¨¢ndole con asombro. Ya no le ve¨ªa como a un amigo ni como a un camarada, sino como a una rareza. Luego, como es natural, le le¨ª la carta. Se la hab¨ªa escrito una modistilla, no recuerdo si se llamaba Maria o Carolina. Contaba lo que las j¨®venes cuentan a los j¨®venes en todos los pa¨ªses y en todas las lenguas del mundo. Mientras se la le¨ªa, no apart¨® la mirada de mis labios ni un solo instante. Era obvio que se esforzaba por retener cada palabra. Arrugaba el entrecejo poniendo toda su atenci¨®n en escuchar, su rostro se desencajaba tratando de recordar cada frase. Le le¨ª la carta dos veces, lenta, claramente, para que pudiera conservarla en la memoria. Cada vez se le ve¨ªa m¨¢s contento: ten¨ªa los ojos radiantes y la boca florec¨ªa como una rosa roja al llegar el verano. Entonces apareci¨® uno de los oficiales del barco, se acerc¨® a la borda y Giovanni no tuvo m¨¢s remedio que marcharse de all¨ª.
Esto fue lo que pas¨®. Pero la aut¨¦ntica vivencia, la que iba a transformarme por dentro, no hab¨ªa hecho m¨¢s que empezar. Me tend¨ª sobre una tumbona y dej¨¦ que mi vista se perdiera en la oscuridad de aquella apacible noche. No dejaba de darle vueltas a lo que acababa de ocurrir. Por primera vez me hab¨ªa encontrado cara a cara con un analfabeto, con uno europeo adem¨¢s, una persona que me hab¨ªa parecido inteligente y con la que hab¨ªa hablado como con un amigo. Esa idea me atormentaba. ?C¨®mo se reflejaba el mundo en un cerebro como el suyo, que desconoc¨ªa la escritura? Trat¨¦ de imaginarme la situaci¨®n. ?C¨®mo ser¨ªa el no saber leer? Por un momento me puse en el lugar de aquel muchacho. Coge un peri¨®dico y no lo entiende. Coge un libro, lo sostiene en sus manos, nota que es algo m¨¢s ligero que la madera o que el hierro, tiene forma rectangular, toca sus cantos, sus esquinas, observa su color, pero nada de eso tiene que ver con su prop¨®sito, as¨ª que vuelve a dejarlo, porque no sabe qu¨¦ hacer con ¨¦l. Se detiene ante el escaparate de una librer¨ªa y se queda mirando los hermosos ejemplares, amarillos, verdes, rojos, blancos, todos rectangulares, todos con estampaciones de oro sobre el lomo, pero es como si se encontrara ante un bodeg¨®n cuyos frutos no puede disfrutar, ante frascos de perfume bien cerrados cuyo aroma queda confinado dentro del cristal.
La gente menciona a Goethe, a Dante, a Shelley, nombres sagrados que a ¨¦l no le dicen nada, son s¨ªlabas muertas, voces vac¨ªas, carentes de sentido. El pobre ni siquiera se imagina el deslumbrante encanto que puede esconder cualquiera de las l¨ªneas de un libro, cuyo fulgor s¨®lo se puede comparar con el resplandor de plata que refleja la luna cuando rompe un c¨²mulo de nubes mortecinas, no conoce la profunda conmoci¨®n que se experimenta al comprobar que el destino del protagonista de un relato ha pasado a formar parte de nuestra propia vida casi sin que nos demos cuenta. Como no conoce el libro, vive encerrado dentro de unos muros infranqueables, sordo a cualquier reclamo, como un troglodita. ?C¨®mo se puede soportar una vida as¨ª, sabiendo que entre nosotros y el universo se abre una brecha insalvable, sin ahogarse, sin empobrecerse? ?C¨®mo soporta uno quelo ¨²nico que puede llegar a conocer sea lo que llega por casualidad a sus ojos, a sus o¨ªdos? ?C¨®mo se puede respirar sin el aire universal que brota de los libros? ?stas eran las preguntas que yo me hac¨ªa. Puse todo mi empe?o en imaginar la existencia de quien no sabe leer, de quien ha quedado excluido del mundo intelectual, me esforc¨¦ por reconstruir artificialmente su forma de vida igual que un erudito trata de reconstruir la forma de vida de un braquic¨¦falo o de un hombre de la Edad de Piedra a partir de los restos de un yacimiento lacustre. Pero no consegu¨ª meterme en la cabeza de un hombre, de un europeo, que jam¨¢s ha le¨ªdo un libro. Creo que es una empresa condenada al fracaso, tanto como lograr que un sordo se haga una idea de lo maravillosa que es la m¨²sica por mucho que le hablemos de ella.
Encuentros con libros. Stefan Zweig. Edici¨®n de Knut Beck. Traducci¨®n de Roberto Bravo de la Varga. Acantilado, 2020. 272 p¨¢ginas. 22 euros.
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