Est¨¦tica del confinamiento
La m¨²sica en directo, como una bebida alcoh¨®lica de alta calidad, tiene un efecto m¨¢s poderoso tras una larga privaci¨®n
Los amantes vuelven a encontrarse y se quedan parados, como sobrecogidos por un asombro mutuo, el de ver de nuevo con sus propios ojos lo que no hab¨ªan sabido recordar, la novedad resplandeciente de la presencia del otro, los cambios que ha tra¨ªdo la ausencia: se quedan parados, en la habitaci¨®n donde ella acaba de levantarse de la cama deshecha, pero despu¨¦s de ese instante no avanzan el uno hacia el otro, no rompen el ¨²ltimo tramo de la distancia que los hab¨ªa estado separando. Se miran, se hablan, extienden los brazos, pero los dedos no llegan a rozarse, como si la otra distancia irreversible que muy pronto los va a separar ya se hubiera impuesto por anticipado entre ellos, un abismo que no pueden cruzar. Los dos amantes, Alfredo y Violetta, se encuentran despu¨¦s de una amarga separaci¨®n en la ¨²ltima escena del tercer acto de La traviata, pero, aunque se desean tanto, no llegan a abrazarse porque ya los separa la divisoria de la muerte, y porque las precauciones sanitarias contra la covid-19 no permiten que los cantantes se acerquen entre s¨ª a menos de dos metros. Tambi¨¦n se mantienen extra?amente separados entre s¨ª, en una especie de cuadr¨ªcula fantasmal, los miembros del coro y los figurantes, y los espectadores que un momento despu¨¦s, tras el final de la funci¨®n, nos pondremos de pie para aplaudir, uniformados en el anonimato de las mascarillas, que son otra precauci¨®n sanitaria, pero que acaban formando parte del vestuario general y la escenograf¨ªa de la ¨®pera.
Embozados en mascarillas y separados entre s¨ª por las l¨ªneas rojas adhesivas que marcan la distancia, los miembros del coro fueron entrando en el escenario, nada m¨¢s terminar el sinuoso preludio. Enseguida fue evidente que las mascarillas, en vez de una a?adidura forzosa y molesta, eran un rasgo est¨¦tico de la representaci¨®n, como los trajes oscuros y las pajaritas y los gorros c¨®nicos de carnaval que aparecer¨ªan m¨¢s tarde. Todas esas severas siluetas, oscuras en la penumbra, con m¨¢s aspecto de funeral que de fiesta mundana, se quedaron inm¨®viles como estatuas, y un momento despu¨¦s, en un gesto m¨¢s chocante porque fue seco y un¨¢nime, se quitaron las mascarillas, estando segura la distancia social: un simple hecho pr¨¢ctico convertido en coreograf¨ªa.
La m¨²sica en directo, como una bebida alcoh¨®lica de alta calidad, tiene un efecto m¨¢s poderoso despu¨¦s de una larga privaci¨®n. Escuchar la m¨²sica mientras est¨¢ siendo interpretada delante de uno es como mirar un cuadro despu¨¦s de haberse resignado a las reproducciones digitales. El preludio de La traviata fue la primera m¨²sica presente que llegaba a mis o¨ªdos despu¨¦s de los meses del confinamiento. Cuando la orquesta estalla en toda su sonoridad, cuando una voz humana desnuda inunda el espacio c¨®ncavo de un gran teatro, la m¨²sica lo golpea a uno con su estremecimiento f¨ªsico, y como la privaci¨®n le quit¨® el h¨¢bito, el efecto crecido lo desborda, y la emoci¨®n de otras veces es ahora m¨¢s primaria, como una oleada de fervor o desgracia.
El aficionado a Verdi, y m¨¢s a¨²n a La traviata, sabe que las efusiones sentimentales que oprimen la garganta y pueden desatar las l¨¢grimas forman parte de la experiencia est¨¦tica en la misma medida que la percepci¨®n de la maestr¨ªa de la m¨²sica. Pero en el aplauso que no parec¨ªa terminar nunca la noche del estreno, el 1 de julio, hab¨ªa algo m¨¢s que el reconocimiento hacia un trabajo admirable de m¨²sicos, cantantes, escen¨®grafos, y hacia una obra maestra familiar y querida. En pie, dispersos por el patio de butacas y por los palcos, con nuestras mascarillas puestas, aplaud¨ªamos con algo de la gratitud y la fraternidad con que hab¨ªamos aplaudido durante dos meses a los sanitarios, con la emoci¨®n del regreso de una parte de la vida que hemos podido recuperar, con el alivio de haber sobrevivido, con la pena por todos los muertos; y tambi¨¦n con una sensibilidad agudizada hacia el sufrimiento y el miedo del que enferma, que es precisamente el eje de esta ¨®pera: el libreto de La traviata sigue la secuencia de un caso cl¨ªnico, el de una mujer muy joven que sufre una enfermedad contagiosa incurable.
Pero el aplauso tambi¨¦n reconoc¨ªa el m¨¦rito de una decisi¨®n est¨¦tica: la de levantar un montaje de ¨®pera no a pesar de las limitaciones impuestas por la penuria econ¨®mica y la emergencia sanitaria, sino sacando provecho de ellas, d¨¢ndoles la vuelta para convertirlas en ventajas. Hay artistas ostentosos, o privilegiados, o barrocos, que se regocijan en la sobreabundancia y en el despilfarro, que solo trabajan si se les da carta blanca y se les firma un cheque en blanco; cantantes que pueden llegar sin esfuerzo a las notas m¨¢s altas y atronar un estadio; virtuosos que deslumbran con una facilidad que a muchos les parece admirable porque la confunden con la prestidigitaci¨®n o la pirotecnia. Hay arquitectos que viajan por el mundo en avi¨®n privado o en primera clase dejando una estela de edificios car¨ªsimos e iguales entre s¨ª, est¨¦n en un emirato del desierto o en una brumosa orilla b¨¢ltica, y directores de escena que firman montajes tan caros como edificios, aunque todav¨ªa m¨¢s ef¨ªmeros.
No niego que pueda haber belleza en la sobreabundancia: pero he visto muchas veces, y no solo en la arquitectura y en la ¨®pera, la obscenidad del despilfarro, el barroquismo efectista como envoltorio de la nada. Tal vez por eso agradec¨ª y admir¨¦ m¨¢s la contenci¨®n en el montaje de esta Traviata del posconfinamiento. En la escena casi desnuda cobraban una intensidad mayor las presencias y las voces. La austeridad del presupuesto y las medidas sanitarias vedaban la proliferaci¨®n ya habitual de figurantes y de efectos esc¨¦nicos y otorgaban a cada figura, a cada sombra proyectada, el valor de una revelaci¨®n. Que Alfredo y Violetta, estando tan cerca el uno del otro, no pudieran abrazarse daba a los cantantes y actores una gestualidad casi abstracta como de teatro japon¨¦s. La traviata no era un monumento rutinario de los programas de ¨®pera, un cl¨¢sico ajeno al tiempo, hecho de bronce o m¨¢rmol definitivo y antip¨¢tico, sino una obra de cuando se estren¨® y de ahora mismo, austera y necesaria, con la urgencia que est¨¢ siempre en la m¨¦dula del arte: por eso al final no parec¨ªa que hubiera una separaci¨®n entre el escenario y la sala: de un lado y de otro todos aplaud¨ªamos con la misma vehemencia, y ¨¦ramos figurantes y espectadores en una ¨®pera de Verdi y en el drama de una realidad que no ha dejado de ser amenazadora.
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