Mintiendo por la patria
En los a?os finales del siglo pasado, las organizaciones de inteligencia estadounidenses se negaron a ver lo que para algunos de sus agentes era una evidencia aterradora: que Al Qaeda y Osama Bin Laden estaban planeando ataques terroristas de mucha envergadura en EE UU
Casi peor que negarse a ver lo que se tiene delante de los ojos es empe?arse en ver lo que no existe, y en actuar como si de verdad existiera, inventando pruebas que confirmen su realidad imaginada. En los a?os finales del siglo pasado, las omniscientes organizaciones de inteligencia estadounidenses se negaron a ver lo que para algunos de sus agentes era una evidencia aterradora: que Al Qaeda y Osama Bin Laden estaban planeando ataques terroristas de mucha envergadura en EE UU. La historia la cont¨® mejor y m¨¢s detalladamente que nadie Lawrence Wright en The Looming Tower, un ejemplo apasionante de investigaci¨®n de gran calado y fuerza narrativa. Ni los jefes de la CIA o del FBI, y menos a¨²n el presidente George W. Bush, hicieron el menor caso de los indicios cada vez m¨¢s serios de un ataque inminente que se sucedieron en el verano de 2001. Pero despu¨¦s de haber incurrido en la obstinada negaci¨®n de la realidad cayeron igual de calamitosamente en el delirio de ver lo que no exist¨ªa, y de provocar en consecuencia una cadena de desastres mucho peores que la ca¨ªda de las Torres Gemelas. Es asombroso que con los presupuestos y los medios humanos y tecnol¨®gicos sin l¨ªmites de que disponen las organizaciones de espionaje estadounidenses pueda llegarse tan lejos en la ignorancia de la realidad y en la aceptaci¨®n casi un¨¢nime de una sarta de mentiras.
Ya en septiembre de 2001, cuando se preparaba a toda prisa la invasi¨®n de Afganist¨¢n ¡ª¡°Vamos a bombardear desiertos y ruinas¡±, escribi¨® entonces una de las raras voces que disent¨ªan de la unanimidad patri¨®tica¡ª, en el c¨ªrculo estrecho de colaboradores del presidente Bush se estaba forjando el plan de otra guerra de mucha m¨¢s envergadura, justificada con razones tan seductoras como inexistentes. Bombardear desiertos y ruinas en el remoto Afganist¨¢n no bastaba para satisfacer un impulso de revancha que iba mucho m¨¢s lejos del deseo leg¨ªtimo de hacer justicia a los muertos en Nueva York el 11 de septiembre. La escala de la ofensa requer¨ªa una venganza que estuviera a su altura. El presidente Bush, el vicepresidente Cheney, el ministro de Defensa Rumsfeld, su viceministro, Paul Wolfowitz, decidieron que hab¨ªa que invadir Irak y derribar a Sadam Husein, bas¨¢ndose en dos argumentos copiosamente documentados, pero del todo falsos: el primero, que el r¨¦gimen de Sadam Husein apoyaba a Al Qaeda y hab¨ªa asistido a Bin Laden en la preparaci¨®n del ataque del 11 de septiembre; el segundo, que Sadam Husein dispon¨ªa de las llamadas ¡°armas de destrucci¨®n masiva¡± (con sus adecuadas siglas en ingl¨¦s: WMD), qu¨ªmicas, bacteriol¨®gicas y muy probablemente tambi¨¦n nucleares. El fundamentalismo evang¨¦lico de Bush prodigaba un lenguaje conveniente: Irak formaba parte del Eje del Mal; una vez derribado el dictador, el pueblo iraqu¨ª alcanzar¨ªa esa libertad que seg¨²n Bush es el regalo de Dios a todos los seres humanos, no solo a los habitantes de Estados Unidos. Al lenguaje b¨ªblico y a las amenazas de terrorismo nuclear se sumaban las comparaciones hist¨®ricas: los europeos, franceses y alemanes sobre todo, que se negaban a unirse a la coalici¨®n contra Sadam Husein eran como aquellos ¡°apaciguadores¡± de 1938 que no tuvieron el coraje de enfrentarse a Hitler cuando a¨²n era tiempo.
El olvido avanza cada vez m¨¢s r¨¢pido, pero muchos nos acordamos todav¨ªa de aquella escalada de propaganda y de fiebre b¨¦lica, y de las derivaciones entre grotescas y tr¨¢gicas que tuvo en nuestro pa¨ªs. Por eso se lee con tanta avidez, y tanta rabia, la cr¨®nica detallada de la construcci¨®n de aquel enorme embuste que ha escrito Robert Draper, To Start a War: How the Bush Administration Took America into Iraq. El libro de Lawrence Wright sobre Al Qaeda ten¨ªa todo el suspense de una de esas novelas de espionaje que son tambi¨¦n de aventuras. El de Robert Draper avanza al ritmo premioso de las formalidades administrativas, del mundo al mismo tiempo aterrador y let¨¢rgico de las reuniones a puerta cerrada de gente muy poderosa y altos funcionarios en las que se discuten informes escritos en una jerga oficial llena de siglas y acr¨®nimos y en las que se dirimen por lo bajo rivalidades internas, s¨®rdidas intrigas de burocracia enrarecida por la costumbre del secreto. Confidencias muy vagas obtenidas de fuentes dudosas se elaboran para que suenen como pruebas indudables. Directivos con ambici¨®n pol¨ªtica se esmeran en proveer a sus superiores con la clase de informaci¨®n que ellos quieren o¨ªr, la que confirme sus prejuicios y halague su arrogancia de tener raz¨®n, de estar actuando por el bien de una causa. Hilos invisibles conducen de la prosa roma de un informe confidencial pero infundado que alguien examina en un despacho de Washington al s¨®tano de una prisi¨®n secreta en Egipto en el que un preso con una capucha sobre la cabeza confiesa cualquier cosa despu¨¦s de 18 horas de tortura.
Muchos de los que deciden saben o sospechan que toda la maquinaria de la guerra que est¨¢ prepar¨¢ndose se basa en una telara?a de mentiras: que todos los indicios se?alan que el arsenal de armas qu¨ªmicas de Irak fue desmantelado hac¨ªa muchos a?os; que entre un tirano secular como Sadam Husein y un religioso apocal¨ªptico como Bin Laden no hay nada en com¨²n; que las pistas de los atentados del 11 de septiembre llevan a Arabia Saud¨ª, no a Irak. Da lo mismo. Los congresistas dem¨®cratas apoyan una guerra montada sobre bases tan d¨¦biles porque no quieren ser acusados de falta de patriotismo. Los periodistas m¨¢s serios, los medios de credibilidad intachable, The New York Times, The Washington Post aceptan difundir bulos y pistas falsas y ocultar pruebas inc¨®modas para sumarse a un belicismo inmundo. El que disiente es apartado. Intelectuales de celebrada lucidez y presunta irreverencia como Christopher Hitchens envilecen su talento poni¨¦ndolo al servicio de una invasi¨®n que desatar¨¢ a?os de violencia ca¨®tica y dejar¨¢ casi medio mill¨®n de muertos iraqu¨ªes. Unos d¨ªas despu¨¦s del comienzo de la guerra, Bush mira en un televisor del Despacho Oval im¨¢genes en directo de los soldados estadounidenses desfilando por una ciudad en ruinas, y de la gente que los observa hosca y en silencio. Dice, desconcertado, casi ofendido: ¡°?Por qu¨¦ no nos aclaman?¡±.
En el reparto numeroso del libro, unas pocas l¨ªneas est¨¢n dedicadas a uno de los dos aliados europeos de Bush, Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar. Draper no se detiene en la contribuci¨®n militar espa?ola, que no debe de parecerle relevante. Lo ¨²nico que anota es que Espa?a es el pa¨ªs con la cifra m¨¢s alta de rechazo a la guerra: el 91%. Pero habr¨ªa sido preferible no salir en el libro.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.