La agon¨ªa del pop
Tras un a?o sin conciertos, el ecosistema musical ya no funciona
Seguro que recuerdan aquella pol¨¦mica: los ap¨®stoles de la cultura gratuita intentaban callar la boca a los m¨²sicos que protestaban instando a que se volcaran en las actuaciones y all¨ª montaran un puesto para vender camisetas y dem¨¢s. Seg¨²n los sabihondos, all¨ª es donde estaba la salvaci¨®n, en lo textil; la m¨²sica grabada, bah, deb¨ªa considerarse material promocional, para regalar. Lo que nadie pod¨ªa concebir era un futuro sin conciertos.
En esas estamos: pronto se cumplir¨¢ un a?o sin m¨²sica en directo. Y no tenemos perspectivas de mejoras. Cierto, cierto: hay conciertos en streaming y se celebran recitales en petit comit¨¦, pero esas no son soluciones para las m¨²sicas que requieren interacci¨®n social o grandes audiencias.
Atenci¨®n: se sugiere requerir que el espectador firme un documento de renuncia a demandar al recinto o al artista, caso de que se contagiara entre la multitud
Pintan bastos para los festivales, aunque sus responsables est¨¦n callados: mantienen la teor¨ªa de la pr¨®xima vuelta a la normalidad mientras atesoran los ingresos de los abonos pagados por los eventos de 2020. Ese colch¨®n econ¨®mico no est¨¢ al alcance de los locales de mediano o peque?o aforo; cuando esta pesadilla acabe, descubriremos que ha desaparecido buena parte de esa indispensable red de respiraderos.
Mientras llega la inmunidad de reba?o, no surgen remedios m¨¢gicos. La idea de colocar al p¨²blico en bolas de pl¨¢stico, puesta en pr¨¢ctica por los imaginativos Flaming Lips, plantea problemas log¨ªsticos. Lo mismo con el testeo de los asistentes a la entrada. Tampoco parece que vaya a universalizarse el pasaporte sanitario. Atenci¨®n: se sugiere requerir que el espectador firme un documento de renuncia a demandar al recinto o al artista, caso de que se contagiara entre la multitud; no se trata precisamente del mejor incentivo para un ritual dionisiaco.
Tendemos a centrarnos en la crisis de los directos, pero el impacto del coronavirus ha sido brutal en otras ¨¢reas, con discogr¨¢ficas en estado de letargo, tiendas al borde del cierre, publicaciones que se evaporan. Lo peor de todo: la constataci¨®n de que el mundo no considera que el de la m¨²sica pop sea un sector esencial.
Ya estamos viendo las consecuencias. Bob Dylan, Neil Young y otras superestrellas venden sus cat¨¢logos de canciones por, entre otras razones, la sospecha de que, a corto plazo, no volver¨¢n a girar o, desde luego, con cach¨¦s diferentes. El poder en el negocio musical se ha desplazado a plataformas como Spotify (y a las multinacionales que integran su accionariado). De repente, se ha dejado de discutir sobre la inequidad de los contratos o los excesos en la protecci¨®n de la propiedad intelectual.
Cuando esto se aten¨²e, el negocio de la m¨²sica intentar¨¢ convencernos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, con los algoritmos de gigantes de las comunicaciones decidiendo por nosotros. En vez de meros conciertos, pretender¨¢n vendernos ¡°experiencias¡± con precios estratosf¨¦ricos, a cambio de garant¨ªas higi¨¦nicas y el m¨¢ximo confort.
En la gama de artistas disponibles, se potenciar¨¢n las figuras cortesanas, dispuestas para cualquier patrocinio. Los nuevos fichajes ser¨¢n seleccionados por el big data. De rebote, se ahondar¨¢ el abismo entre los divos millonarios y la masa proletaria, creadores a tiempo parcial y practicantes de g¨¦neros minoritarios. Si queremos que el pop cumpla con sus premisas democr¨¢ticas, habr¨¢ que pensar en empezar desde cero. Y desde abajo.
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