La mirada que crea el mundo
Cualquiera es capaz de construirse un observatorio particular desde donde puede descubrir a su antojo toda la historia universal
Un paisaje ofrece una realidad distinta seg¨²n la mirada de quien lo contempla. Un poeta se detiene solo ante su belleza, un m¨²sico percibe la sonoridad del silencio que transporta el aire, un pintor atiende a la luz y a los colores que lo envuelven, un agricultor analiza si su tierra es o no laborable, un especulador lo ve como solar y lo desprecia si no hay la posibilidad de levantar all¨ª una urbanizaci¨®n con que forrarse, un historiador imagina que en ese espacio se libraron grandes batallas, un estratega tiene claro que desde esa cota se podr¨ªa dominar todo el valle, un arque¨®logo cree posible que contenga ruinas enterradas, un ecologista desea que se mantenga intacto como desde el principio de los tiempos y lucha por preservarlo. De este principio se deduce que si no es posible cambiar el mundo con la revoluci¨®n o con los ca?ones, se puede transformar con la mirada, un arma a la vez destructora y creativa al alcance de cualquiera.
Por mi parte la primera vez que se me hizo evidente el cambio de realidad que genera la mirada fue en Kenia por donde iba perdido un d¨ªa por la sabana entre el Kilimanjaro y el lago Nakuru, que se extiende bajo las nubes de flamencos rosados cuando levantan el vuelo. A mi alrededor hab¨ªa toda clase de fieras en libertad, leones, guepardos, hienas, cocodrilos, hipop¨®tamos y yo iba metido en una furgoneta convertida en una jaula, concebida para estar a salvo. Pero suced¨ªa lo contrario. Las fieras corr¨ªan, dormitaban, retozaban y me miraban sorprendidas como si yo fuera una fiera capturada que formaba parte del zoo humano.
Algunos debates del Congreso se han convertido en un espect¨¢culo porno, que deber¨ªa darse fuera del horario infantil a las tres de la madrugada para insomnes viciosos
El poder de la mirada que transforma un paisaje o que te convierte en la alima?a m¨¢s peligrosa de la sabana, puede aplicarse tambi¨¦n cualquier orden de cosas, al arte, a la pol¨ªtica, a la historia. Una exposici¨®n de pintura cambia de sustancia si la mirada es la de un cr¨ªtico, la de un simple visitante o la de un coleccionista. No es lo mismo contemplar una pintura abanic¨¢ndose la papada con el cat¨¢logo en plan esteta que analizar la lista de precios con ojos ¨¢vidos dispuesto a sacar el talonario. Conoc¨ª a un coleccionista a quien se le saltaban las l¨¢grimas cuando decid¨ªa comprar el cuadro si exced¨ªa al mill¨®n de d¨®lares; las l¨¢grimas eran involuntarias, solo que delataban su decisi¨®n irremediable dej¨¢ndolo sin defensas en el trato a merced del marchante.
Sucede lo mismo con la pol¨ªtica y en la vida social. En este sentido la humanidad se divide en dos, la mitad sentada en la grada del circo, que puede ser el sof¨¢ de casa, y la otra mitad en la pista haciendo de payaso, de domador, de equilibrista, de hombre bala, de tragasables, de monarca, de papa de Roma, de presidente del Gobierno, de rey del mambo cuyas im¨¢genes se multiplican hasta el infinito en todas las pantallas del planeta. Algunos debates del Congreso se han convertido en un espect¨¢culo porno, que deber¨ªa darse fuera del horario infantil a las tres de la madrugada para insomnes viciosos. La basura pol¨ªtica que se da en televisi¨®n est¨¢ sustentada por la mirada de los espectadores. No juzgues, puesto que es uno mismo el culpable. Consu¨¦late con que puedes no mirar, ese es tu poder.
Mi aprendizaje de los or¨ªgenes de la guerra no lo obtuve leyendo a Sun Tzu o a Gombrowicz, sino en la propia sabana de Kenia
Cualquiera es capaz de construirse un observatorio particular desde donde puede descubrir a su antojo toda la historia universal. No muy lejos se divisa a Buda debajo de la higuera, a Pericles levantado en el podio del Pnix arengando a los atenienses frente al Parten¨®n. Todos los incendios de la historia est¨¢n unidos por el mismo resplandor y las mismas cenizas, el del templo de Artemisa, el de la biblioteca de Alejandr¨ªa, el de la ciudad de Constantinopla, el del Reichstag de Berl¨ªn, el de Hiroshima y Nagasaki, el de las Torres Gemelas de Nueva York. Mi aprendizaje de los or¨ªgenes de la guerra no lo obtuve leyendo a Sun Tzu o a Clausewitz, sino en la propia sabana de Kenia, en la reserva de Kilaguni, cuando el gu¨ªa Allen que conduc¨ªa la furgoneta enrejada descubri¨® una nutrida colonia de chimpanc¨¦s a la sombra de una acacia agrupados en torno a un macho de espectaculares enc¨ªas que les estaba dando una arenga de combate. En la asamblea iba creciendo la tensi¨®n ante los gritos que daba el orador mientras se?alaba a otro grupo de chimpanc¨¦s que estaba dispuesto en orden de ataque a pie de una loma cercana bajo el mando de otro simio autoritario. En los dos cuerpos de ej¨¦rcito produc¨ªan los mismos v¨ªtores y aplausos.
- ?Qu¨¦ les pasa?, pregunt¨¦.
- Vamos a contemplar una gran batalla- me dijo el gu¨ªa Allen. -Es un asunto entre hermanos. Cuando un buen demagogo los calienta estos monos tambi¨¦n pueden llegar al hero¨ªsmo-.
- ?Se van a matar?
- Creo que se aburren si no lo hacen.
Ya que no puedes cambiar el mundo, puesto que todo forma parte del espect¨¢culo, desde el puente uno lo puede recrear a su imagen y semejanza solo con la mirada.
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