Diarios y diaristas: la literatura de los escritores infelices
Los diarios de Patricia Highsmith, que se publican el 31 de agosto en espa?ol, representan un ejemplo m¨¢s de una regla que cumplen muchos textos autobiogr¨¢ficos: suelen ser depresivos
La lectura de diarios plantea una curiosa paradoja y es que el lector conoce el desenlace de la historia que, en cambio, el autor a¨²n ignora mientras escribe. Cuando el joven Kafka o el joven Thomas Mann tienen dudas sobre su vocaci¨®n literaria y temen no contar con las fuerzas para llevarla a cabo, uno ya sabe que se convertir¨¢n en referencias de la literatura del siglo XX. Cuando Marguerite Dur...
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La lectura de diarios plantea una curiosa paradoja y es que el lector conoce el desenlace de la historia que, en cambio, el autor a¨²n ignora mientras escribe. Cuando el joven Kafka o el joven Thomas Mann tienen dudas sobre su vocaci¨®n literaria y temen no contar con las fuerzas para llevarla a cabo, uno ya sabe que se convertir¨¢n en referencias de la literatura del siglo XX. Cuando Marguerite Duras se angustia por la vida de su marido, reci¨¦n salido del campo de concentraci¨®n, uno ya sabe que va a salvarse. Esta situaci¨®n, claro, no incluye a la categor¨ªa de profesionales que publican sus diarios cada dos o tres a?os. Viven dos, publican dos. Este tipo de escritor, al margen de su talento, convierte el diario en una especie de red social a tiempo diferido.
Una vieja clasificaci¨®n de los caracteres humanos hecha en el siglo XX por el psic¨®logo y fil¨®sofo franc¨¦s Ren¨¦ Le Senne ¡ªhoy m¨¢s literaria que cient¨ªfica¡ª divide a las personas en los siguientes tipos: apasionados, col¨¦ricos, sentimentales, nerviosos, flem¨¢ticos, sangu¨ªneos, ap¨¢ticos y amorfos, y, a su vez, cada uno de estos en activos o pasivos. Para Le Senne, el escritor de diarios ser¨ªa el producto natural del nervioso pasivo. ?Qui¨¦n y c¨®mo es este personaje? ?Por qu¨¦ se escriben diarios? ?Qu¨¦ tipos de diarios hay y en qu¨¦ momento de la historia adquieren relevancia?
Nerviosas y pasivas son las p¨¢ginas de Virginia Woolf o Silvia Plath, verdaderos tratados sobre la tristeza y el ¡°sol negro¡± de la melancol¨ªa, que proyecta su extra?a luz sobre las cosas; o los de Gombrowicz, a medio camino entre el diario y el ensayo y, sobre todo, el ajuste de cuentas. La pregunta m¨¢s relevante vuelve a ser la del principio: ?saben estos autores que tarde o temprano su diario va a ser publicado? Algunos son m¨¢s conocidos por sus diarios que por el resto de su obra, como Ana?s Nin o Paul Leautaud, y ni hablar del extra?o caso de los Goncourt, dos hermanos con ocho a?os de diferencia y un solo diario a cuatro manos. Tolst¨®i habr¨ªa permitido que se publicaran al menos dos de sus diferentes diarios paralelos, pero tal vez no aquel m¨¢s ¨ªntimo y sincero, el que guardaba cosido en sus botas.
En espa?ol, la tradici¨®n diar¨ªstica es menor que en otras lenguas. Andr¨¦s Trapiello publica con frecuencia gruesos vol¨²menes, y tambi¨¦n sus reflexiones sobre el g¨¦nero en El escritor de diarios. Nerviosa y pasiva, por supuesto, la gran Alejandra Pizarnik, cuyos diarios son una defensa de su propia y fr¨¢gil vida hasta que ya nada fue suficiente. O los muy notables de Julio Ram¨®n Ribeyro, publicados con el soberbio t¨ªtulo de La tentaci¨®n del fracaso, una escuela de escepticismo, humor y observaci¨®n, y a la vez una novela por entregas. Tambi¨¦n los de mi compatriota H¨¦ctor Abad Faciolince, en donde la vocaci¨®n del escritor y sus infinitos temores ocupan gran parte de sus p¨¢ginas, comparable solo a sus dilemas amatorios. ?Ser¨¦ o no ser¨¦ feliz al final de esta historia? Pregunta dif¨ªcil, pues todos los seres humanos anhelamos un tipo de felicidad distinta. Thomas Mann decidi¨® que sus diarios no podr¨ªan ser le¨ªdos hasta 50 a?os despu¨¦s de su muerte. Un gran gesto de confianza en s¨ª mismo. ?Ser¨¦ le¨ªdo tanto tiempo despu¨¦s? Como dice Trapiello, en ellos deja claro a la posteridad que prefiere la mermelada de fresa. Pero es que Mann manten¨ªa secretos que en esa ¨¦poca eran inconfesables y tuvo raz¨®n al pensar que, con el tiempo, la humanidad ser¨ªa comprensiva con los homosexuales.
Y ya que estamos: al leer los asombrosos Diarios de Rafael Chirbes, la conclusi¨®n vuelve a ser la misma: por muy purista que pretenda ser, el escritor sabe, muy en el fondo, que ser¨¢n le¨ªdos. ?Es tal vez su secreto deseo? Chirbes es dur¨ªsimo, sincero hasta la m¨¦dula, implacable con algunos colegas (Bel¨¦n Gopegui o P¨¦rez Reverte, entre otros), pero es f¨¢cil adivinar, al fondo, una cierta sonrisa malvada. No escribe todo eso, con ese estilo soberbio, pensando que quedar¨¢ enterrado en el desv¨¢n. Lo escribe para otros. Y eso le da un tono diferente a sus confesiones, algunas espeluznantes. Las descripciones del dolor por las inyecciones en el ano maltratado le ponen la piel de gallina a cualquiera. Los Diarios de Patricia Highsmith, ya publicados en ingl¨¦s y a punto de salir en espa?ol, plantean la duda sobre su verdadera intenci¨®n. Los escribi¨® desde su adolescencia, pero siempre los mantuvo escondidos. Ahora bien: tanto secretismo es sospechoso. El que mucho se esconde, ?no anhela ser descubierto?
Algunos diarios, como suele pasar hoy con cualquier tipo de escrito ¡ªincluso ensayos o biograf¨ªas¡ª, son presentados por sus autores como ¡°novelas¡±. Se puede suponer que el motivo es llegar a m¨¢s lectores. Es el caso de La novela luminosa, de Mario Levrero, uno de los diarios m¨¢s depresivos y, por eso mismo, m¨¢s interesantes de los ¨²ltimos a?os. S¨®lo se vuelve pesado cuando se entrega a ese rito tan frecuente en autores del Cono Sur que consiste en narrar con detalle y mucho entusiasmo sus sofisticados sue?os. ?Pero todo el mundo sue?a! Sobre esto, Martin Amis escribi¨® en su libro Desde adentro: cada sue?o contado aleja un n¨²mero de lectores.
Los diarios suelen ser depresivos, pues por regla general la gente feliz no escribe, ni diarios ni nada que tenga que ver con literatura. La permanente sensaci¨®n de tragedia y la culpa que ronda los de Marguerite Duras, acabada la guerra, conmueven hasta las l¨¢grimas. Tambi¨¦n los del desdichado John Cheever, que registr¨® cada d¨ªa la hora en que se sirvi¨® su primer trago intentando llegar sobrio, casi siempre sin ¨¦xito, hasta las once de la ma?ana.
?Qu¨¦ es lo atractivo de este punto de vista? Para que un diario tenga valor literario, la cultura debe antes validar la importancia del yo. Pascal atac¨® con fuerza ¡°el pat¨¦tico yo¡±, pero luego Rousseau escribe y publica sus Confesiones, en la estela de San Agust¨ªn, las cuales abren el camino a la emancipaci¨®n del intimismo. Ahora s¨ª: ?Bienvenido, M¨ªster Ego! Por este libro, Rousseau fue precursor de dos cosas: la Revoluci¨®n Francesa y el auge del Romanticismo, en donde hay una verdadera explosi¨®n liberadora del yo que permitir¨¢, a partir de ah¨ª, dar rienda suelta al diarismo. Y as¨ª inmediatamente despu¨¦s, en el siglo XIX, que es el de las grandes exploraciones y los h¨¦roes exploradores, el g¨¦nero de los diarios de viaje llega a un punto m¨¢ximo. Uno de los primeros es Peregrinaciones de una paria, de Flora Trist¨¢n, diario y memoria (en ocasiones el segundo presupone el primero) sobre un viaje al Per¨² de sus ancestros, o los de Sir David Livingston, explorador c¨¦lebre por haberse perdido en el ?frica Ecuatorial y porque lo encontr¨® su colega Henry Morton Stanley, dici¨¦ndole la conocida frase: ¡°Mr. Livingston, supongo¡±.
Una categor¨ªa especial son los diarios de los no escritores. Los de Andy Wharhol, por ejemplo, con la asombrosa particularidad de que los dictaba por tel¨¦fono, con sus fiestas y las drogas de moda en Nueva York y la inminencia sexual y el dinero gastado cotidianamente en cenas y taxis, como si fuera un cuaderno de contabilidad. O los del actor Richard Burton. Estando en M¨¦xico comenta El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, y dice que el ¨²nico reparo es que ¡°el se?or Paz cree que todos los mexicanos act¨²an y piensan del mismo modo¡±. Burton comenta tambi¨¦n las lecturas de Elizabeth Taylor y por supuesto registra las fiestas y las estrepitosas borracheras de ambos.
En esta misma categor¨ªa estar¨ªa el diario m¨¢s famoso del mundo, el de Anna Frank, testimonio desgarrador del Holocausto. O los del romanista jud¨ªo Victor Klemperer, quien cuenta el Tercer Reich y toda la guerra desde la perspectiva de un jud¨ªo de Dresde. En el ¨¢ngulo opuesto est¨¢n los de Joseph Goebbels, editados en Espa?a en 1949 y de circulaci¨®n restringida. En ellos, por cierto, da una asombrosa descripci¨®n de la Italia de Mussolini: ¡°Tiene un excelente apetito, pero p¨¦sima dentadura¡±. Si se considera que los diarios de guerra son un g¨¦nero aparte, sobresalen los de Ernst J¨¹nger, publicados en espa?ol con el t¨ªtulo de Radiaciones, sobre la ocupaci¨®n alemana de Par¨ªs.
Y una historia asombrosa que revel¨® el escritor colombiano Juan Esteban Consta¨ªn en su ¨²ltimo libro, Cartas cruzadas. En diciembre de 1915, en el frente occidental de Douchy, se encontraron dos soldados enemigos: un alem¨¢n y un ingl¨¦s. Hay una especie de tregua navide?a, as¨ª que bajan las armas, salen de sus trincheras e intercambian cigarrillos en la ¡°zona de nadie¡±. Conversan un rato y ambos lo escriben en su diario. Los dos se?alan que al fondo se escucha el repicar de unas campanas. ?Qui¨¦nes son estos dos soldados? El alem¨¢n es J¨¹nger y el ingl¨¦s es Robert Graves.