Encamados, tumbados y convalecientes: entre la literatura y la psiquiatr¨ªa
Los escritores atados a su cama forman una aristocracia dentro de un oficio lleno de cuerpos enfermos y temperamentos depresivos. Varios libros exploran su universo
Tras muchos a?os de donaciones, pesquisas y diplomacia, el Museo Carnavalet de Par¨ªs reconstruy¨® la estancia en la que vivi¨® Marcel Proust. El museo, en un palacio del barrio de Le Marais, un vecindario ajeno a los ambientes de la gran aristocracia donde transcurre En busca del tiempo perdido, recre¨® a principios de a?o el apartamento del bulevar Malesherbes donde el escritor viv¨ªa con su madre.
Gracias al perfumista y bibli¨®filo Jacques Gu¨¦rin, obsesionado por Proust y coleccionista de sus reliquias, as¨ª como a las donaciones de la familia de su gobernanta y de otros personajes que encontraron objetos proustianos en sus desvanes, el Carnavalet mont¨® la habitaci¨®n del escritor. La reconstrucci¨®n fue el centro de la muestra con la que este a?o se empez¨® a celebrar el centenario de su muerte. Ah¨ª estaban el escritorio que perteneci¨® al doctor Adrien Proust, padre del genio, una biblioteca, un biombo de corcho, el famoso abrigo y una butaca. Pero hab¨ªa dos muebles que dominaban el conjunto, ambos dedicados al arte de tumbarse: una chaise-longue y una cama de lat¨®n. La celeb¨¦rrima cama de Proust, con su colcha azul, sorprendentemente peque?a para nuestra ¨¦poca de camas gigantes, era la reliquia m¨¢s sagrada, el coraz¨®n de toda la mitolog¨ªa proustiana. Los lectores creyentes la reverencian como si fuera la s¨¢bana santa o la mism¨ªsima cruz de Cristo.
Sobre aquel lecho se escribi¨® gran parte de los siete tomos de su obra maestra, en cuadernos peque?os de caligraf¨ªa apretada y tendente al horror vacui, sin m¨¢rgenes ni espacios en blanco, que su hermano Robert tard¨® a?os en descifrar y transcribir. Marcel Proust escrib¨ªa de noche, apoyado en un tabl¨®n dise?ado a prop¨®sito para simular un escritorio. Ten¨ªa pr¨¢ctica en el dificil¨ªsimo arte de escribir recostado. Pese a su intensa vida social, pese a haber conocido todos los salones de Par¨ªs, haber coqueteado con todos los camareros del Ritz y no perderse ni una trifulca literaria de las que animaban los caf¨¦s de su ciudad, el novelista pas¨® buena parte de sus 51 a?os de vida tumbado. Desde que a los nueve sufri¨® un ataque de asma que casi lo mat¨®, el dormitorio fue su mundo.
Hijo y hermano de m¨¦dicos eminentes, la condici¨®n de Proust preocup¨® y obsesion¨® a sus familiares. Para ayudarle, su padre investig¨® la neurastenia, que era el nombre que se pon¨ªa entonces para explicar esa sensaci¨®n de cansancio y des¨¢nimo que tantos pacientes sent¨ªan, sin causa f¨ªsica aparente. Supon¨ªan que se deb¨ªa a una alteraci¨®n del sistema nervioso, lo que era una forma de encogerse de hombros. Proust, agotado siempre, cada vez m¨¢s horizontal, descre¨ªa de los m¨¦dicos: ¡°Es muy tonto creer en la medicina ¡ªdijo una vez¡ª, pero a¨²n peor es no creer en ella¡±.
Que Proust estaba enfermo, aunque en ocasiones no supieran de qu¨¦, jam¨¢s se puso en duda. No hab¨ªa coqueter¨ªa en su encamamiento, que detestaba. La mayor prueba de que ansiaba la salud y no se rend¨ªa a la dulzura del convaleciente est¨¢ en las miles de p¨¢ginas de En busca del tiempo perdido, una haza?a mental que agotar¨ªa al m¨¢s sano y vigoroso de los novelistas. Alguien resignado a la muerte no trabaja tanto. Quiz¨¢ por eso ocupa un lugar de honor en ese parnaso de escritores horizontales, encerrados en habitaciones sin ventilar, para desesperaci¨®n de sus familias y fascinaci¨®n de sus lectores.
Se ha escrito mucho sobre los escritores encamados, que forman una aristocracia dentro de un oficio lleno de cuerpos enfermos y temperamentos depresivos. Solo en Espa?a, autores como ?lvaro Pombo, Soledad Pu¨¦rtolas, Rosa Montero, Julio Llamazares, Luis Landero o Jos¨¦ Manuel Caballero Bonald han dedicado muchas y elocuentes p¨¢ginas a este enigma encarnado, entre otros, por Mark Twain o Juan Carlos Onetti, pasando por Valle-Incl¨¢n, Truman Capote o, de forma m¨¢s leve pero con m¨¢s carga reflexiva, Virginia Woolf, cuya teor¨ªa de la habitaci¨®n propia debe tanto al feminismo como a su propia condici¨®n enferma y convaleciente. Juan Ram¨®n Jim¨¦nez escribi¨® al final de su vida uno de sus aforismos m¨¢s bellos, recogido por Andr¨¦s Trapiello: ¡°A todo se llega. He aprendido a ser sucio. Y me parece bien¡±. Por entonces, el poeta viv¨ªa encamado, y a decir de los diarios de su mujer, Zenobia Camprub¨ª, en condiciones higi¨¦nicas dignas de la intervenci¨®n urgente de los servicios sociales.
Se convirti¨® Juan Ram¨®n en su exilio de Puerto Rico en un tumbado, una figura que obsesion¨® al escritor Luis Landero, que atribu¨ªa al folclore de su Extremadura natal y de Andaluc¨ªa: ¡°Yo creo que mi primer recuerdo consciente o n¨ªtido de la enfermedad tiene que ver con un hombre postrado en una cama, no un hombre cualquiera, sino una de aquellas figuras casi legendarias que hubo en el sur hace ya a?os y a quienes llamaban los tumbados. Yo conoc¨ª de cerca una vez a un tumbado; esto es, no a un holgaz¨¢n, a un neur¨®tico o a un simple enfermo imaginario, sino a un aut¨¦ntico e irrepetible ejemplar de tumbado: a un hombre que de una ma?ana a otra opta por suspender su actividad laboral y se abandona espl¨¦ndidamente a la inacci¨®n¡±, escribi¨® en su ensayo Tumbados y resucitados.
El del tumbado no es un fen¨®meno meridional espa?ol, pero s¨ª contempor¨¢neo. Salvo el caso de Voltaire, apenas hay ejemplos anteriores al siglo XIX. Se dice que el primer encamado fue un bibli¨®filo franc¨¦s, el se?or Boulard, que una ma?ana se hart¨® de clasificar y ordenar su ingente biblioteca, se meti¨® en la cama y no sali¨® m¨¢s. El caso se cuenta en un libro de medicina de 1841. Como la ciencia se encog¨ªa entonces de hombros ante este comportamiento (los sujetos estaban sanos, quiz¨¢ tristes o desganados, pero nada f¨ªsico les imped¨ªa salir del lecho y retomar sus vidas), la especulaci¨®n literaria romantiz¨® a los tumbados e interpret¨® su retiro como una forma de rebeld¨ªa. Si Bartleby, el escribiente de Herman Melville, representaba el escepticismo con su ¡°preferir¨ªa no hacerlo¡±, y los heter¨®nimos de Fernando Pessoa asomados a los balcones, contemplando la vida sin participar en ella, representaban la resignaci¨®n, los encamados eran la oposici¨®n absoluta al mundo, la resistencia pasiva ante las convenciones de la burgues¨ªa decente y hacendosa.
Pero con los tumbados sucede algo parecido a la abstenci¨®n electoral: interpretar su significado ¡ªpol¨ªtico o no¡ª es una especulaci¨®n vana, pues ni el tumbado explica por qu¨¦ se tumba ni el abstencionista, salvo raras ocasiones, por qu¨¦ se abstiene. Es imposible analizar una opini¨®n que no se ha expresado. Decir que el tumbado y el que se abstiene rechazan el mundo exterior o el sistema electoral es no decir nada. Unos se recluyen y otros se inhiben. No quieren participar en el juego, pero eso no significa necesariamente que est¨¦n en su contra o que prefieran jugar a otra cosa.
Por tentador que suene convertir al encamado en un h¨¦roe o un santo, conviene no separar el fen¨®meno de la enfermedad. Hay que agradecer en ese sentido a Vicente Valero ese librito maravilloso titulado Enfermos antiguos (Perif¨¦rica, 2020), donde evoca la fascinaci¨®n y el temblor infantiles que le causaban algunos de estos personajes cuando, en la Ibiza anterior al turismo, los conoci¨® de la mano de su madre mientras esta cumpl¨ªa la costumbre secular de visitar enfermos. M¨¢s recientemente, el erudito franc¨¦s Daniel M¨¦nager ha explorado el imaginario de la postraci¨®n en su ensayo Convalecencias: la literatura en reposo (Siruela, 2022), donde demuestra que el hecho de tumbarse para recuperar la salud (cuando se recupera) se ha narrado como un trance de transformaci¨®n para muchos personajes, que reciben la iluminaci¨®n de la vita nova (como el Pierre Bezujov de Guerra y paz) o se resignan a su propia fragilidad y aceptan la condici¨®n mortal (como el Hans Castorp de La monta?a m¨¢gica). Ambos libros ¡ªel de Valero y el de M¨¦nager¡ª han devuelto al asunto a su dimensi¨®n sanitaria, sin renunciar a su expresi¨®n literaria.
Los avances cient¨ªficos de la psiquiatr¨ªa han terminado de demoler el mito rom¨¢ntico de los tumbados y todos sus fen¨®menos asociados, como los famosos hikkikomoris japoneses, esos eremitas posmodernos que se encierran para siempre en sus dormitorios. Puede que no les duela nada y que los an¨¢lisis cl¨ªnicos no detecten nada an¨®malo, pero un encamado es un enfermo cuya condici¨®n puede iluminarse a la luz de los trastornos depresivos y de ansiedad. La ciencia ha acu?ado incluso un t¨¦rmino espec¨ªfico para los tumbados: clinofilia, neologismo de ra¨ªz griega, de kline (cama) y filos (amor). El paciente percibe el mundo como un lugar hostil al que no se puede enfrentar, y solo en la cama encuentra comodidad y calma. En realidad, la clinofilia se relaciona con multitud de condiciones, como la fibromialgia. El enfermo no razona ni justifica su encamamiento. Simplemente, es incapaz de salir de la habitaci¨®n y llevar una vida activa, y esto puede suceder tras una enfermedad corporal, cuyo trauma no se ha asimilado. Aunque el convaleciente ya est¨¦ recuperado de su mal f¨ªsico, la clinofilia lo mantiene atado a las s¨¢banas. Muchos salen de la cama con una simple terapia psicol¨®gica, parecida a la que se aplica para tratar la ansiedad. Los m¨¢s graves necesitan un empuj¨®n de ansiol¨ªticos o antipsic¨®ticos, pero hoy la ciencia se siente capaz de poner en pie a algunos tumbados.
Yo pertenezco a una familia de encamados que marcaron mi ni?ez y adolescencia y a los que entonces nadie llamaba clin¨®filos. Una ma?ana, el t¨ªo Manolo, hermano de mi abuelo, hombre soltero y guas¨®n, un tipo de una vitalidad hasta entonces prodigiosa, se meti¨® en la cama tras afeitarse y no sali¨® de ella en a?os. Viv¨ªa con una de sus hermanas, que le atend¨ªa en todo. En la cama com¨ªa, le¨ªa, se aseaba y recib¨ªa a las visitas, que al cabo de unas semanas dejaron de insistir en que se levantase. Yo era un ni?o, y mis padres me obligaban a entrar en la habitaci¨®n y darle un beso, como en una escena del libro de Vicente Valero. Intimidaba aquel hombre, por lo dem¨¢s simpatiqu¨ªsimo, que nunca olvidaba dar una propina sus sobrino-nietos y que siempre ten¨ªa un gesto cari?oso para todos. En su habitaci¨®n se respiraba una mezcla irreconciliable de candor e histeria que muchas veces he asociado a la locura. Un d¨ªa, aprovechando que su hermana hab¨ªa bajado a la compra, el t¨ªo Manolo se levant¨®, se visti¨®, sali¨® de casa y nadie volvi¨® a verlo hasta muchos a?os despu¨¦s.
El otro encamado de mi familia fue su hermano, mi abuelo. Activo como el otro, senderista apasionado de Gredos, Guadarrama y Somosierra, un d¨ªa se cans¨® de vivir. Cierto era que no estaba bien de salud. Los achaques le recordaban la muerte, pero su debilidad estaba muy lejos de ser incapacitante. A¨²n le quedaban unos cuantos paseos y podr¨ªa haber regado un poco m¨¢s su huerto, pero no le dio la gana, y un d¨ªa, sin dar explicaciones, se encam¨® para siempre. Yo ya no era un ni?o y cre¨ªa entender algo de lo que suced¨ªa, pero tal vez por eso me impresionaba m¨¢s. El abuelo hab¨ªa perdido todas sus pasiones. Ni siquiera ve¨ªa los partidos del Atleti, del que era socio desde que se llamaba ¡°de Aviaci¨®n¡±. Tampoco cog¨ªa nunca un libro. ¡°?Ya no quieres leer nada?¡±, le pregunt¨¦ una vez, y ni siquiera articul¨® una respuesta, tan solo me mir¨®, y yo apart¨¦ los ojos, porque en los suyos me asomaba a un vac¨ªo que daba v¨¦rtigo.
Recog¨ª la historia del t¨ªo Manolo en alg¨²n cuento, y la de mi abuelo, en una novela titulada Lo que a nadie le importa. Hasta hoy, esas son mis dos aportaciones al acervo de los tumbados, una tribu que trasciende la literatura, intriga a los psiquiatras y perturba a quien la contempla, como perturba la cama de lat¨®n de Proust, tan peque?a, tan azul y tan fr¨¢gil, que parece inveros¨ªmil que contenga toda la literatura del mundo.
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