Una memoria llena de ladridos de perros
?C¨®mo podr¨ªa Miguel ser un poeta l¨ªrico el d¨ªa de ma?ana si ten¨ªa en el fondo de la memoria la imagen de aquellos dos perros, uno aplastado por un cami¨®n y otro ahorcado un Viernes Santo en un alcornoque?
Aquel perro no ten¨ªa nombre. Solo se llamaba el perro porque muri¨® antes de que fuera bautizado. Miguel nunca supo c¨®mo hab¨ªa llegado a casa. Su padre lo sol¨ªa llevar consigo a un peque?o huerto de frutales y all¨ª a aquel chucho peque?o y lleno de arrojo le daba por perseguir a alg¨²n cami¨®n que pasaba de vez en cuando por la carretera. Iba ladrando como un desaforado detr¨¢s hasta que se cansaba y luego volv¨ªa ante su amo, orgulloso por el valor que hab¨ªa demostrado. Un d¨ªa, midi¨® mal la distancia, salt¨® antes de tiempo y un cami¨®n se lo llev¨® por delante. Eran aquellos a?os en que los perros aplastados por los coches permanec¨ªan varios d¨ªas en la carretera sin que nadie se hiciera cargo de sus sangrientos despojos.
Cuando esto sucedi¨® Miguel era monaguillo. ¡°Introibo ad altare Dei¡±, dec¨ªa el cura al iniciar la misa y esta vez la muerte de aquel perro humilde y valiente le arranc¨® al ni?o sus primeras l¨¢grimas al pie del altar. ¡°Prietas las filas, recias, marciales nuestras escuadras van cara al ma?ana¡±, cantaba Miguel brazo en alto en la escuela, quien llevar¨ªa por mucho tiempo asociado aquel perro sin nombre al lat¨ªn de la misa y a voces patri¨®ticas que le impulsaban a ser la mitad monje y la mitad soldado.
Si la biograf¨ªa de cualquier persona se puede escribir a trav¨¦s de los perros que han pasado por su vida, aquel chucho sin nombre aplastado por un cami¨®n en una carretera envuelta en el silencio desolado de la posguerra se halla en el fondo de la memoria de Miguel, quien despu¨¦s de tantos a?os no ha conseguido soslayar su muerte de la de una Espa?a negra e inmisericorde. En el lenguaje n¨¢utico existe un nudo marinero que se llama ahorcaperros. Miguel nunca olvid¨® una imagen brutal que presidi¨® su ni?ez. Era un Viernes Santo, el d¨ªa en que, seg¨²n dec¨ªa el cura, muri¨® Cristo crucificado. En sus correr¨ªas por el monte esa misma tarde en que el Nazareno estaba en la cruz, Miguel descubri¨® a la sombra del castillo a un galgo ahorcado, mientras la brisa tra¨ªa hasta aquel alcornoque el coro de un V¨ªa Crucis que cantaba: ¡°Perdona a tu pueblo, se?or, no est¨¦s eternamente enojado, perd¨®nalo, Se?or¡±. Y la misma brisa de la plegaria balanceaba al perro en la soga de esparto. Ser¨ªa de alg¨²n cazador que hab¨ªa prescindido de sus servicios por viejo o falto de reflejos para perseguir liebres o traer las perdices hasta los pies de su due?o.
Cuando muri¨® aplastado aquel chucho sin nombre, Miguel ya sab¨ªa leer de corrido un libro de poemas para ni?os, que le hab¨ªa regalado el maestro de escuela. ¡°Un pie ingrato pis¨® una malva y ella que ignora lo que es venganza lo perfuma con su fragancia¡±. ?C¨®mo podr¨ªa Miguel ser un poeta l¨ªrico el d¨ªa de ma?ana si ten¨ªa en el fondo de la memoria la imagen de aquellos dos perros, uno aplastado por un cami¨®n y otro ahorcado un Viernes Santo en un alcornoque? Miguel tambi¨¦n le¨ªa Haza?as B¨¦licas y el Capit¨¢n Trueno, que le servir¨ªan para sacar pecho ante el futuro.
El acn¨¦ en la frente, la pelusilla en el bigote y el primer brote de vello p¨²bico se unieron a la lectura de Un capit¨¢n de quince a?os, de Julio Verne. Y si le preguntaras a¨²n hoy qu¨¦ recuerda de entonces, Miguel dir¨ªa que eran los tiempos felices del Chevalier, un perro listo y golfo, color miel, con un olfato incre¨ªble, que fue su amigo inseparable como el perro Dingo de la novela de Julio Verne. Un d¨ªa antes de que Miguel llegara al pueblo de vacaciones, despu¨¦s de varios meses de ausencia, Chevalier ya parec¨ªa presentirlo y se mostraba muy inquieto. Fue durante a?os su compa?ero de juegos. Pod¨ªa hacerlo bailar, entrar a la capa, subir a los ¨¢rboles y le ten¨ªa una obediencia ciega, salvo cuando olfateaba el celo de una perra a varios kil¨®metros de distancia y entonces desaparec¨ªa y un tiempo despu¨¦s volv¨ªa lleno de barro y tal vez con alguna herida, producto de una reyerta callejera con alg¨²n rival. Entonces entraba en casa por debajo de las sillas muy despacio, como avergonzado de su mala vida. Una de las costumbres de aquella Espa?a negra consist¨ªa en atar una lata del rabo de los perros sorprendidos en su apareo. Miguel tem¨ªa que ese escarnio le sucediera a Chevalier, puesto que en ese caso ya nunca recuperar¨ªa el orgullo de ser un perro admirado, que cada tarde al o¨ªr el tractor a varios kil¨®metros de distancia, sal¨ªa escopetado a las afueras a recibirlo en la carretera y entraba en el pueblo muy feliz subido en uno de los guardabarros, una ceremonia que se repet¨ªa cada tarde de aquellos veranos en que Miguel se debat¨ªa en entender qu¨¦ hab¨ªa sucedido realmente en la Guerra Civil, por qu¨¦ la gente se hab¨ªa matado entre hermanos, mientras todo su sue?o era ser un marinero como en la novela Un capit¨¢n de quince a?os con el perro Chevalier siempre a su lado.
(Continuar¨¢).
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