La mujer es el porvenir del hombre
Ellas consiguen ganar la partida del tiempo largo, no buscaron los atajos, ni los aplausos, simplemente fueron lo que quer¨ªan ser
La paridad se est¨¢ haciendo hueco no solo en los consejos de administraciones, sino tambi¨¦n en las artes. En Francia ahora, no quiz¨¢s sin raz¨®n, se le prefiere a la brillante Simone de Beauvoir al dudoso, al pegajoso, Jean-Paul Sartre. De pronto los esquimales descubren mujeres, poetas inmensas como la americana Louise Gl¨¹ck, o escritoras infinitas como la francesa Annie Ernaux, ambas reci¨¦n premiadas desde la norte?a, helada Estocolmo, como si sobre ellas hubiese descendido pap¨¢ Nobel.
Quiz¨¢s llegar¨¢ un d¨ªa, no tan lejano, donde en Espa?a descubriremos que Albert Camus no s¨®lo escrib¨ªa teatro, sino que la coru?esa Mar¨ªa Casares tambi¨¦n lo hac¨ªa, lo viv¨ªa, como nadie. En todo caso, los toreros, los pistoleros y otros bandoleros parecen ahora estar pasados de moda. A veces les torcemos el cuello al l¨¦xico, a la gram¨¢tica, atropellamos alg¨²n que otro verbo en el peatonal, son da?os colaterales. Cierto, con raz¨®n a los ministros les llamamos ministras, pero quiz¨¢s alg¨²n d¨ªa, nos saldremos de la calzada, y a los poetas les llamaremos tambi¨¦n poetos.
Frida Kahlo est¨¢ ahora en todas partes, la preferimos, a ella la paloma, al elefante, a ese Diego obeso, imponente, cuyos murales se quedan ahora peque?os, fuera de lugar, al lado de los lienzos de ella. La historia es una justiciera, lo arregla todo, incluso cuando uno ya no est¨¢ en vida, ¨¦l tan exuberante, tan barroco, tan imponente, y ella tan rota, tan relegada a la trastienda, en ese rol de mujer de Rivera, de amante de Trotski, recluida, prostrada, en su casa azul de Coyoac¨¢n, mientras ¨¦l hac¨ªa de fais¨¢n, de pavo real. En un pesta?ear de d¨¦cadas, sin embargo, el monumental Rivera se achic¨® y la diminuta Frida se hizo infinita.
La eternidad puede, pues, hacer milagros, cambiar de sexo y de tama?o. Ellas a menudo evitan caer en la trampa. No buscan perdurar, ni siquiera durar. No declaman, no rugen, no agitan las palas de sus molinos contra todos los vientos. Ellas son Louise Bourgeois empe?ada en deshacerse de sus ara?as, Etel Adnan hipnotizada por ese monte californiano que no dejar¨¢ de pintar hasta el final. Ellas son Paula Rego que no se ha mordido la lengua, Yayoi Kusama que le puso lunares a las calabazas e imagin¨® habitaciones infinitas. Y as¨ª, tozudas, con paciencia, sin dejarse agrietar siguen en su empe?o, aunque nadie, ni siquiera la posteridad o sus contempor¨¢neos se percaten de que existen, hasta casi llegado el final. Y as¨ª consiguen ganar la partida del tiempo largo, no buscaron los atajos, ni los aplausos, simplemente fueron lo que quer¨ªan ser.
Y ah¨ª est¨¢n ellos, dando muletazos, pegando brincos en el ruedo, sabiendo que el ¨²ltimo tercio ser¨¢ el final, que por mucho que se lo crean no habr¨¢ estocada, se quedar¨¢n partidos, reventados como un rayo, haciendo los t¨ªteres, y a menudo los payasos. Y a veces tienen que vestirse de macho, ponerse pantalones, blusas de hombres, como Rosa Bonheur, considerada en su tiempo, en el diecinueve, como una de las artistas m¨¢s importantes, y a la cual hace poco el Museo d¡¯Orsay en Par¨ªs ha rendido un justo homenaje con una imponente retrospectiva. Y ahora sabemos que antes de Kandinsky, Mal¨¦vitch o Mondrian, la pionera del arte abstracto era una mujer, Hilma af Klint. Ahora sabemos que los primeros genios, los primeros pintores, acostados, erguidos en las cuevas de Altamira o de Lascaux eran con toda probabilidad mujeres.
A menudo su modernidad ha sido apabullante. El caso de Af Klint es de antolog¨ªa: cuando intent¨® dar a conocer su trabajo la tildaron de Juana, de loca. La quisieron internar en un manicomio, de modo que tuvo que hacerse el Guadiana, hundirse, esconderse, para pintar. Nunca m¨¢s volvi¨® a ense?ar sus obras y las fue acumulando en un almac¨¦n, siguiendo, infatigable, con su delirio creativo. A su muerte dej¨® instrucciones a su sobrino para que no abriera ese almac¨¦n hasta veinte a?os despu¨¦s, y este, cuando lleg¨® el momento, se encontr¨® con una obra monumental, mil doscientas obras, un centenar de escritos, veintis¨¦is mil p¨¢ginas de apuntes. En 2021 el Guggenheim de Nueva York bati¨® todos los r¨¦cords de visitantes con una antol¨®gica dedicada a esta artista absoluta y precursora rotunda.
A menudo, ellas han sido pues recluidas, aniquiladas, silenciadas. Jo, la esposa de Ed Hopper, era m¨¢s conocida que ¨¦l cuando se conocieron, y, sin embargo, no queda rastro de su obra, ni siquiera en el museo donde est¨¢ el legado de su marido. Sus apellidos apenas figuran en los libros de historia, como Judith Leyster, una pintora del siglo de oro holand¨¦s, que tuvo que soportar que sus pinturas fueran firmadas por su marido. Pero sin ir a la prehistoria, est¨¢ Margaret Keane, cuya vida ha sido llevada a la pantalla por Tim Burton, cuyas obras han sido durante a?os atribuidas a su marido. Este la encerraba en el taller, mientras se iba de parranda, mientras saltaba de galer¨ªa en guateque. Y algunas se dejaron la vida en ello, como Camille Claudel, estudiante, amante, musa, de Rodin, que quedar¨ªa recluida hasta su final en un manicomio.
En Francia habr¨¢ que esperar a los ¨²ltimos a?os del diecinueve para que las mujeres puedan graduarse de Bellas Artes. No pod¨ªan estudiar ni dibujar un desnudo, y habr¨¢ que esperar que llegue Paula Modersohn-Becker, una artista alemana, para que una de ellas, por primera vez, en 1905, se autorretrate embarazada, los pechos y el vientre al descubierto. Los hombres no las ayudaron, m¨¢s bien lo contrario, que se lo digan a Alice Neel por ejemplo, que ha sufrido crisis de nervios, depresiones, e incluso tentativas de suicidio. Amaba a los hombres, pero estos la abandonaron a menudo, incluso uno de ellos quem¨® gran parte de su obra. Hoy nos quedan sus desnudos, sobre todo femeninos, sobre todo mujeres embarazadas, atrapadas, pre?adas.
Y ellas, a menudo son sin piedad, la vida en crudo, de carne viva. As¨ª, Neel, se autorretratar¨¢, con ochenta a?os, en pelotas, desnuda, con la carne que blandea, que se balancea, las nalgas fofas, los pechos ca¨ªdos, en picado. Ella, discreta, olvidada, pasada de rosca y de moda, se fue deslizando por las d¨¦cadas, hasta que las historiadoras del arte por fin la rescataron hace unos a?os. O tambi¨¦n Dorothea Tanning, que sigue teniendo apenas cuatro l¨ªneas, tantas como hijos, en su Wikipedia, otro de los nombres perdidos, una de las surrealistas m¨¢s importantes, con ese autorretrato suyo, el pecho al descubierto, la mirada fija, dura, altiva, en libertad. Y, para terminar, para cerrar, s¨®lo basta con leer la poes¨ªa despiadada de Sharon Olds para comprobar que tampoco ellas, cuando escriben, no tienen pelos en la lengua, manejan la nitroglicerina.
Estamos lejos, a mil leguas, de haberlo conseguido del todo, para que el segundo sexo sea el primero, o est¨¦n por igualarlo. Para una ajedrecista iran¨ª jugar sin velo es jugarse la vida. Pero deber¨ªamos darle una pensada, si hace millones de a?os la fuerza imperaba, para poder comer, matar, escapar, atacar, en el mundo de hoy lo que importa para liderar, mandar, es, cada vez m¨¢s, saber crear, innovar, y para ello no necesitamos hormonas, ni tampoco aguarr¨¢s o testosterona. Las m¨¢quinas har¨¢n muchas de las tareas vinculadas a la fuerza, pero esa inteligencia, esa emoci¨®n del arte quedar¨¢ fuera de su alcance. Entonces, quiz¨¢s el poeta franc¨¦s Aragon, el autor del loco de Elsa, su obra ambientada en Granada, ten¨ªa raz¨®n: si queremos salirnos de esta, pensemos, actuemos como si la mujer fuera, lo que es, el porvenir del hombre.
Javier Santiso es escritor y editor, ha fundado la editorial La Cama Sol. Su ¨²ltimo libro publicado es una novela en torno a la vida de Camar¨®n de la Isla, ¡®El sabor a sangre no se me quita de la voz¡¯, (La Huerta Grande, 2022).
Babelia
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