Palabras, palabras, palabras
El cap¨ªtulo #21 de ¡®El mundo entonces¡¯ recorre esos tiempos en que la lectura segu¨ªa siendo decisiva. Por primera vez en la historia la mayor¨ªa de las personas sab¨ªa leer. Hab¨ªa m¨¢s universidades y universitarios que nunca. Pero casi no le¨ªan libros y cada vez menos peri¨®dicos. Los medios estaban, como siempre, en plena crisis
Corr¨ªan tiempos de inventos y trasformaciones: las novedades t¨¦cnicas eran decisivas. Y, sin embargo, el gran c¨®digo com¨²n de la ¨¦poca todav¨ªa era la letra escrita.
En ese campo tambi¨¦n se hab¨ªa producido un cambio radical en un lapso relativamente breve: cien a?os antes solo una de cada cinco personas en el mundo sab¨ªa leer y escribir. Se descontaba que eran habilidades propias de las clases acomodadas y, dentro de ellas, de los hombres. Pero en 2022 la cuenta se hab¨ªa invertido: en todo el mundo, solo uno de cada cinco adultos no sab¨ªa leer ¡ªy la diferencia de alfabetizaci¨®n entre hombres y mujeres se hab¨ªa reducido a siete puntos porcentuales.
El proceso hab¨ªa sido largo, impulsado por los sistemas de educaci¨®n p¨²blica obligatoria: todos los pa¨ªses los aplicaban, al menos en el papel. Hab¨ªa, por supuesto, enormes diferencias entre aquellos que pod¨ªan hacerlo eficazmente y los que, por su pobreza y la pobreza de sus ciudadanos, se quedaban en el terreno de las intenciones. En una veintena de pa¨ªses africanos m¨¢s de la mitad de la poblaci¨®n era analfabeta; en todo el continente eran m¨¢s de un tercio. En cambio en Europa, Am¨¦rica y buena parte de Asia, muchos pa¨ªses hab¨ªan alfabetizado a casi todos; la India era una excepci¨®n, con solo tres cuartos de sus habitantes capaces de leer y escribir. Eso no significaba que todos los ¡°alfabetizados¡± pudieran entender plenamente un texto apenas complejo; s¨ª, que pod¨ªan descifrar carteles, firmar sus nombres, acercarse.
Pero, en la teor¨ªa, se asum¨ªa que, desde sus cinco o seis a?os y durante diez o doce, todos los ni?os y ni?as deb¨ªan acudir cinco d¨ªas por semana a unos espacios llamados ¡°escuelas¡±. Eran edificios m¨¢s o menos grandes, idealmente divididos en varias salas, donde los chicos pasaban entre cuatro y ocho horas diarias repartidos en grupos seg¨²n sus edades y recib¨ªan, bajo las ¨®rdenes de esos funcionarios llamados maestros, una serie de lecciones que, para empezar, les ense?aban a leer y, para terminar, los adiestraban en los relatos habituales: lenguajes, matem¨¢ticas, t¨¦cnicas manuales, habilidades sociales, un contacto leve con las ciencias y la persuasi¨®n de que eran parte de un gran colectivo llamado pa¨ªs o patria o reino. Sus sistemas de ense?anza requer¨ªan mucho esfuerzo de recordaci¨®n ¡ªporque era una ¨¦poca en que la memoria todav¨ªa no estaba del todo tercerizada (ver cap.19).
All¨ª tambi¨¦n hab¨ªa habido, en buena parte del mundo, un cambio importante: hasta unas d¨¦cadas antes, distintas ¨®rdenes religiosas hab¨ªan mantenido su hegemon¨ªa sobre la formaci¨®n infantil, que privilegiaba la imposici¨®n obstinada de sus dogmas a unas mentes en pleno desarrollo. En 2022 esa coerci¨®n ya se daba menos en los pa¨ªses cat¨®licos y m¨¢s entre los m¨¢s pobres de los pa¨ªses islamistas. En el resto era rara.
La ¡°escuela¡±, en cualquier caso, cumpl¨ªa un rol decisivo. Con los cambios de condiciones de vida ¡ªla urbanizaci¨®n, la aparici¨®n de m¨¢s y m¨¢s empleos en servicios (ver cap.15)¡ª, no ser capaz de leer se hab¨ªa convertido en un handicap cada vez m¨¢s duro. Es dif¨ªcil exagerar el peso de ese instrumento. Ahora nos cuesta imaginar su poder: baste decir que era la base sobre la cual casi todos los chicos del mundo eran formados para encarar sus vidas adultas, el mecanismo de normalizaci¨®n m¨¢s difundido y eficiente de esos d¨ªas.
La educaci¨®n se hab¨ªa extendido hasta niveles desconocidos: la llamada ¡°universidad¡±, la educaci¨®n espec¨ªfica profesional tras la decena de a?os de educaci¨®n generalista, conoci¨® un desarrollo nunca visto. Las universidades m¨¢s antiguas ya ten¨ªan varios siglos pero, hasta mediados del XX, hab¨ªan sido un refugio para hombres j¨®venes de clase alta y media alta que se volver¨ªan abogados, m¨¦dicos, ingenieros, cient¨ªficos, economistas. Poco a poco empezaron a abrirse a las mujeres y a las clases medias: en el a?o 2000 ya hab¨ªa 100 millones de estudiantes universitarios en el mundo. Pero en 2022 eran 235 millones: m¨¢s del doble. (Si se considera que entonces hab¨ªa en el mundo unos 1.200 millones de j¨®venes entre 18 y 26 a?os, vemos que uno de cada cinco frecuentaba una universidad. Era algo nunca visto.)
Entre ellos, un tercio asist¨ªa a universidades privadas, que sol¨ªan ser las m¨¢s deseadas. Aquellas academias, como todo el resto, estaban claramente divididas: hab¨ªa 30 o 40 instituciones de ¨¦lite ¡ªla mayor¨ªa en Estados Unidos e Inglaterra, donde sol¨ªan ser muy caras, y en Australia, China y Canad¨¢¡ª y unas doscientas de buen nivel en el resto del mundo, entre ellas algunas p¨²blicas, gratuitas. Nadie parec¨ªa capaz de precisar cu¨¢ntas hab¨ªa, pero los c¨¢lculos m¨¢s comunes supon¨ªan unas 30.000: la cifra inclu¨ªa desde las instituciones m¨¢s complejas y prestigiosas hasta miles de peque?os negocios enga?abobos ¡ªque algunos pa¨ªses llamaron ¡°universidades de garaje¡± porque funcionaban en una cochera.
La ense?anza universitaria, de todos modos, se volvi¨® ineludible para cualquiera que quisiera conseguir un buen puesto de trabajo p¨²blico o privado, un lugar de prestigio en su sociedad. Las ¨²nicas personas ¡°exitosas¡± que no necesariamente hab¨ªan pasado por la universidad eran los ¨ªdolos de la cultura pop: m¨²sicos, actores, deportistas (ver cap.20). En los pa¨ªses ricos ¡ªEuropa y Estados Unidos, sobre todo¡ª alrededor del 10 por ciento de las personas ten¨ªa su diploma: con sus grandes diferencias internas eran, sin duda, la capa privilegiada de aquellas sociedades. De distintas formas manejaban el mundo: copaban los gobiernos y legislaturas, dominaban absolutamente la ciencia y la t¨¦cnica, controlaban y operaban bancos y finanzas, sintetizaban las cuestiones que el resto del mundo discut¨ªa, lo contaban.
Y hab¨ªa quienes sosten¨ªan que las universidades eran islotes de pensamiento ex¨®tico. Que esas personas que deb¨ªan timonear la sociedad se hab¨ªan criado en espacios aislados de esa sociedad, que ten¨ªan una visi¨®n sesgada, que ignoraban muchos de sus aspectos pero cre¨ªan que sus ideas eran aplicables al conjunto. Generaciones anteriores hab¨ªan tenido la humildad de suponer que tambi¨¦n deb¨ªan aprender de otros sectores; esta, no: cre¨ªa que solo ten¨ªa que ense?arles. De esa situaci¨®n surgieron muchas de esas ideas que provocaron todo tipo de conflictos. En cualquier caso, es imposible entender aquella ¨¦poca sin estudiar de alg¨²n modo sus universidades, sus sistemas de transmisi¨®n del saber, sus disputas de poder, sus fallos y sus fallas.
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En esos d¨ªas, las letras estaban por todas partes: en diarios y revistas, en carteles y publicidades, en libros, en los mensajes que miles de millones se intercambiaban en sus ordenadores m¨®viles, en las ¨®rdenes que les daban sus usuarios (ver cap.19). La muerte del lenguaje escrito, tantas veces pronosticada en las d¨¦cadas anteriores ante el avance de tel¨¦fonos y televisiones, se hab¨ªa contenido ¡ªaunque m¨¢s no fuera por un tiempo¡ª y las letras gozaban de una circulaci¨®n que nunca antes hab¨ªan conocido aun si, en muchos de esos mensajes, las gram¨¢ticas y escrituras tradicionales dejaban paso a formas de anotaci¨®n m¨¢s laxas ¡ªpero hechas de letras todav¨ªa. Y ya aparec¨ªan los signos que anticipaban su decadencia.
Para empezar, aquellos aparatos ofrecieron la posibilidad de enviar mensajes de voz y empezaron a aceptar comandos e interacciones orales. Pero, mientras tanto, tuvieron su auge unas formas de escritura no alfab¨¦tica muy curiosa: eran todo un nuevo ecosistema de ideogramas llamados emojis ¡ªdel japon¨¦s, donde e significaba imagen y moji, letra. Los emojis ¡ªo emoticones¡ª ten¨ªan todas las caracter¨ªsticas de los viejos ideogramas: dibujos que expresaban un mensaje. Y, como los ideogramas de los egipcios ¡ªjerogl¨ªficos¡ª, manten¨ªan una ambig¨¹edad que las letras no: con ellos, el receptor deb¨ªa imaginar qu¨¦ le dec¨ªa su interlocutor, y sus interpretaciones aceptaban un registro muy amplio ¡ªque hac¨ªa que cada quien entendiera lo que quer¨ªa, una de las grandes ventajas de ese tipo de comunicaci¨®n. Los emojis se adaptaban a esos tiempos m¨¢s alusivos que anal¨ªticos: la sugerencia desplazaba a la precisi¨®n, la evocaci¨®n a la descripci¨®n. Eran una forma de expresi¨®n vaga pero eficiente, f¨¢cil de leer, simp¨¢tica, que pod¨ªa malentenderse m¨¢s all¨¢ de los idiomas: su poliglotismo los acercaba a un lenguaje universal ¡ªy los convirti¨® en un avance de lo que vendr¨ªa.
(Los ideogramas, que aquella cultura imaginaba arcaicos, superados, estaban por todas partes: los n¨²meros, tan decisivos entonces, lo eran. Frente a lenguajes alfab¨¦ticos, donde cada letra reproduc¨ªa sonidos cuyo sentido conjunto depend¨ªa del idioma en que estuvieran, el n¨²mero 6 ¡ªpor ejemplo¡ª era una idea que un castellano llamar¨ªa seis, un alem¨¢n sechs, un ruso §é§Ú§ã§Ý§à, un samoano ono, un nahu¨¢tl chicuac¨¥ y as¨ª de seguido. El signo no supon¨ªa una fon¨¦tica sino un concepto, que cada idioma dec¨ªa a su manera.)
Pero el lenguaje oral y escrito segu¨ªa, por supuesto, sin ser universal: subsist¨ªan seis o siete mil variedades, cada una con sus caracter¨ªsticas y riquezas y dificultades. Algunas ten¨ªan cientos de millones de hablantes; algunas unos pocos miles: de hecho, m¨¢s de 2.500 lenguas estaban, entonces, ¡°en peligro de desaparici¨®n¡±.
Desde mediados del siglo XX la inglesa era la m¨¢s hablada: hab¨ªa ocupado el lugar de lengua com¨²n entre aquellos que no hablaban una lengua com¨²n, una herramienta de comunicaci¨®n facilitada ¡ªseg¨²n un ling¨¹ista italiano de la ¨¦poca¡ª porque era un idioma que, a diferencia de otros, ¡°bien se pod¨ªa hablar mal¡±. Se calculaba que entonces lo practicaban unos 1.500 millones de personas: los 400 millones que la ten¨ªan como lengua materna y los 1.100 que la usaban para entenderse m¨¢s all¨¢ de las suyas. Lo segu¨ªan el chino mandar¨ªn ¡ªcon m¨¢s hablantes nativos, unos 930 millones, pero menos incorporados, alrededor de 200. El hindi y el espa?ol rondaban los 600 millones en total; el franc¨¦s, el portugu¨¦s, el bengal¨ª, el ¨¢rabe y el ruso rozaban los 300 millones de usuarios. El indonesio, el urdu, el alem¨¢n, el swahili y el japon¨¦s estaban entre los 200 y los 100 ¡ªy los segu¨ªan una veintena de lenguas que usaban entre 100 y 50 millones de hablantes. Se aprestaban en esos d¨ªas las primeras m¨¢quinas de traducci¨®n simult¨¢nea: era el inicio del proceso.
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Generaciones enteras de bienintencionados hab¨ªan imaginado que cuando las grandes mayor¨ªas estuvieran alfabetizadas se lanzar¨ªan a leer y consumir eso que entonces llamaban ¡°cultura¡± ¡ªy que sol¨ªa asimilarse a lo escrito. No parece que haya sido el caso. La circulaci¨®n de libros todav¨ªa era importante en el MundoRico, pero parec¨ªa claro que, incluso en ¨¦l, las nuevas generaciones los estaban abandonando frente a otras formas de narrar. Y nunca parecieron imponerse entre las grandes poblaciones del MundoPobre. Qued¨® penosamente claro que, para leer libros, lo decisivo no era saber leer.
La mayor¨ªa de los libros aun era de papel: una cantidad de hojas ¡ªm¨¢s de cien, menos de mil¡ª del tama?o de una mano abierta, unidas por uno de los bordes verticales, cubiertas por sus dos lados de letras impresas y envueltas en un papel m¨¢s grueso, generalmente ilustrado con un dibujo o una foto y el nombre de la obra y de su autor en letras grandes. Se publicaban, cada a?o, en el mundo, unos tres millones de t¨ªtulos ¡ªentre los nuevos y las reediciones de los viejos. El m¨¢s prol¨ªfico era China, con unos 440.000; la segu¨ªa, como siempre, Estados Unidos, con 300.000; mucho despu¨¦s ven¨ªan Jap¨®n y el Reino Unido, con menos de 200.000. Solo nueve pa¨ªses publicaban m¨¢s de 100.000 t¨ªtulos al a?o ¡ªy ni la India ni Alemania ni Espa?a ni Brasil ni Corea, entre otros, estaban entre ellos. La mayor¨ªa no llegaba a los mil t¨ªtulos anuales: los libros eran, como todo lo dem¨¢s, marcas de la diferencia.
Aquellos libros de papel manten¨ªan todav¨ªa cierto prestigio; los el¨¦ctricos avanzaban, pero menos que lo previsto: no se hab¨ªan difundido como al principio amenazaban. Algunos los daban por muertos y no prestaban atenci¨®n a un dato: en los dos pa¨ªses donde circulaban m¨¢s libros ¡ªotra vez China y Estados Unidos¡ª, un cuarto de ellos se le¨ªan en pantallas y m¨¢s de la mitad de sus usuarios ten¨ªa, entonces, menos de 35 a?os. El libro el¨¦ctrico ofrec¨ªa ciertas ventajas: cada texto costaba, seg¨²n los casos, tres o cuatro veces menos que en papel ¡ªy, por supuesto, pesaba tanto menos y estaba siempre disponible, en cualquier lugar y todo momento, y no destru¨ªa ¨¢rboles. El libro el¨¦ctrico representaba una opci¨®n que ya entonces se propagaba en varios campos: que los contenidos no dependieran de un continente ¨²nico sino que pudiesen aparecer en muchos; en su caso particular, que un texto no estuviera encerrado en un libro de papel sino que pudiera leerse en todas las pantallas de su due?o. As¨ª, la ubicuidad de los escritos se sumaba a la ubicuidad generalizada. Era la continuaci¨®n de ese movimiento que, pocos a?os antes, cuando los ¡°cajeros autom¨¢ticos¡± se difundieron por el mundo, un viajero empedernido celebraba diciendo que ¡°antes mi mayor problema en viaje era transportar y esconder y cambiar mi dinero; ahora mi dinero est¨¢ por todas partes¡±. La deslocalizaci¨®n ¡ªla ubicuidad¡ª iniciaba ese camino que nos llev¨® hasta aqu¨ª.
Todo lo cual suced¨ªa bajo las quejas de los nost¨¢lgicos de siempre: deploraban que el libro el¨¦ctrico amenzara tradiciones tan entra?ables como las librer¨ªas, los bosques productores de papel, la tala de esos bosques, las imprentas, los camiones de distribuci¨®n, la quema regular de millones de ejemplares, las grandes bibliotecas materiales y sus diversos operadores. Alguien los parodi¨® lamentando la invenci¨®n de la imprenta desde el punto de vista de los lectores de 1460: c¨®mo se perder¨ªan aquellos maravillosos manuscritos, dec¨ªa, y qu¨¦ ser¨ªa de esos monjes laboriosos que los copiaban con plumas de ganso y una paciencia extrema encerrados en sus conventos congelados. Cualquiera, dir¨ªan entonces, podr¨¢ tener un libro, cualquiera los leer¨¢: no sabr¨¢n interpretarlos, todo ese saber ser¨¢ desperdiciado en una horda de ignorantes. Pero el sarcasmo no les hizo mella: suele pasar con los conservadores.
No argumentaron, en cambio, lo brutal: que el libro el¨¦ctrico era otro ejemplo de la vigilancia del capital (ver cap.18), que por su intermedio las corporaciones pod¨ªan saber cu¨¢nto hab¨ªa tardado cada quien en leer cada texto, qu¨¦ subrayaba o comentaba, hasta d¨®nde hab¨ªa llegado ¡ªy el editor pod¨ªa usar esas informaciones para adecuar sus siguientes ofertas. Los usos de la experiencia ajena ten¨ªan cada vez menos l¨ªmites.
Mientras, empezaba a imponerse otro formato: el llamado ¡°audiolibro¡± era un libro que alguien le¨ªa en voz alta y el ¡°lector¡± escuchaba. El audiolibro instalaba una relaci¨®n completamente distinta con la palabra escrita, una relaci¨®n determinada por la costumbre de la radio y la televisi¨®n, donde el ritmo de lectura ya no estaba definido por el lector sino por el locutor y que permit¨ªa cumplir con una neurosis de la ¨¦poca: no hacer s¨®lo una cosa, simultanear, multitarear. Los oyentes de audiolibros sol¨ªan o¨ªrlos mientras hac¨ªan algo m¨¢s: correr, ejercitarse, ba?arse, manejar, dormir, simular un trabajo. He encontrado comentarios ¡ªpero no pruebas¡ª de que algunos los escuchaban tambi¨¦n durante sus fornicios conyugales.
Pero los libros ¡ªm¨¢s all¨¢ de sus formatos¡ª todav¨ªa conservaban ese lugar de reserva ¨²ltima de los saberes y del arte que hab¨ªan acaparado durante siglos. Lo cual les daba un plus de prestigio que resultaba, por supuesto, una ilusi¨®n: algunos intentaban esfuerzos serios por ofrecer an¨¢lisis y relatos de calidad, pero los que se limitaban a dar consejos para ganar m¨¢s plata o seducir mejor o comer sin consecuencias visibles tambi¨¦n participaban de esa reputaci¨®n y de ciertas ventajas fiscales ¡ªy eran m¨¢s numerosos y se vend¨ªan m¨¢s. Aun la enorme mayor¨ªa que no le¨ªa asum¨ªa de alg¨²n modo confuso que pocas cosas resultaban m¨¢s prestigiosas que ¡°escribir un libro¡±, una forma todav¨ªa com¨²n de integrarse a la ¨¦lite supuestamente educada: empresarios, pol¨ªticos y otros personajes sin nada particular que decir lo hac¨ªan regularmente para darse importancia. Todo lo cual se sintetizaba en la supervivencia de una antigua conspiraci¨®n escandinava llamada ¡°Premio Nobel¡±, que lograba cada a?o que el mundo aceptase con resignaci¨®n que docena y media de acad¨¦micos suecos le dijeran qui¨¦n ser¨ªa, de ah¨ª en m¨¢s, un escritor extraordinario.
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La otra forma tradicional de uso del escrito era el relato de lo ef¨ªmero, eso que la cursiler¨ªa de aquellos d¨ªas llamaba ¡°informaci¨®n¡± ¡ªde informar, dar forma, disciplinar. Se podr¨ªa suponer que la difusi¨®n in¨¦dita de la palabra impresa en los primeros a?os del siglo XXI podr¨ªa haber producido un auge de los ¡°medios de informaci¨®n¡± que la empleaban, pero no.
Durante milenios las personas no hab¨ªan sabido qu¨¦ hab¨ªa m¨¢s all¨¢ de sus pueblos y comarcas: c¨®mo era todo eso, qu¨¦ pasaba. Dedicaban toda su atenci¨®n a los asuntos de su peque?a comunidad: su familia, sin duda, los vecinos, los ricos de la villa, sus se?ores. Lo que les daba, si acaso, cierta idea de cosmos ¡ªde mundo ancho y ajeno¡ª era la religi¨®n, que los llevaba a parajes lejanos, algunos m¨¢s reales que otros, que nunca alcanzar¨ªan pero que escuchaban nombrar con frecuencia: que si all¨ª tal santo hizo tal cosa, all¨¢ la santa cual tal otra, Jes¨²s esto ah¨ª y su padre en el cielo, y ni hablar de Mahoma o Gautama, viajeros entusiastas.
Pero a fines del siglo XIX la ¡°prensa¡± rompi¨®, por lo menos en el MundoRico, ese aislamiento. El proceso fue largo y complicado y no tiene lugar en estas l¨ªneas; lo cierto es que en la Tercera D¨¦cada los cosmos donde viv¨ªan las personas eran dos muy distintos. Estaba, por un lado, la minor¨ªa de los que se consideraban ¡°informados¡±. Esas personas ¡ªmucho MR, un poco de MP¡ª buscaban en los medios un reflejo de cierta marcha del mundo, que inclu¨ªa los gobiernos poderosos, los avatares econ¨®micos, el cambio de conductas, las pruducciones cultas, las muertes de personajes respetables y algunas novedades coloridas: todo eso se presentaba como el acceso a un cosmos m¨¢s o menos oculto que importaba conocer y entender.
Para la mayor¨ªa, en cambio, su cosmos global estaba hecho, si acaso, de hechos que solo exist¨ªan para mostrarse: canciones y estrellas y celebridades y curiosidades y variados deportes, y si acaso cr¨ªmenes horribles y alg¨²n reflejo lejano de todo eso que los primeros consideraban ¡°importante¡±. Su relaci¨®n con las noticias era espor¨¢dica, dispersa: muy de vez en cuando ve¨ªan o escuchaban algo sobre los poderes o los dramas o las cat¨¢strofes del mundo en que viv¨ªan. El primer grupo supon¨ªa que aquello que le interesaba modificaba las vidas de todos ¡ªy por lo tanto era conveniente conocerlo y tratar de influirlo¡ª mientras que el segundo no ten¨ªa esa pretensi¨®n: su cosmos estaba ah¨ª para mirarlo, espect¨¢culo puro (ver cap.20). Por eso el primero supon¨ªa que adoptaba una conducta proactiva mientras que el segundo manten¨ªa la actitud de los antiguos feligreses, espectadores de un olimpo. Era, seguramente, otro ejemplo de la mirada desde?osa que los supuestamente ¡°enterados¡± lanzaban hacia el resto.
Pero m¨¢s all¨¢ del matiz despectivo, la diferencia exist¨ªa y era una de esas que percud¨ªan el tejido com¨²n. La noci¨®n de que todos consum¨ªan informaci¨®n era otra de esas ideas que alg¨²n chusco de la ¨¦poca llam¨® ¡°el rosario de mitos burgueses¡±: cosas que unos pocos cre¨ªan que todos hac¨ªan ¡ªporque solo consegu¨ªan ver su ombligo y lo confund¨ªan con el mundo.
La forma en que esas informaciones circulaban tambi¨¦n estaba en pleno cambio. Ya en la Tercera D¨¦cada los grandes diarios escritos e impresos en papel que hab¨ªan definido las percepciones del sector informado durante el siglo anterior estaban desapareciendo. Hab¨ªa sido un proceso largo y lento: empezaron a perder su monopolio en la primera mitad del XX, con la irrupci¨®n de la radio y, m¨¢s tarde, de la televisi¨®n, que ocuparon su lugar de difusores masivos de noticias, pero a¨²n as¨ª mantuvieron su condici¨®n de referencia seria. Entonces, los grandes ¡°diarios¡± o ¡°peri¨®dicos¡± eran un hato de hojas de papel que med¨ªan entre 800 y 1.700 cent¨ªmetros cuadrados y aparec¨ªan cubiertas de letras divididas en varias columnas, fotos tradicionalmente en blanco y negro y la mayor cantidad posible de ofertas comerciales y pol¨ªticas. Esos fajos se vend¨ªan cada ma?ana ¡ªo incluso cada tarde¡ª en peque?os cobertizos callejeros habilitados para tal efecto, que fueron, durante mucho tiempo, los ¨²nicos comercios autorizados a plantarse en medio de las aceras de las ciudades ¡°modernas¡± ¡ªy que, en 2022, ya estaban desapareciendo.
Aquellos diarios pontificaban con la misma seguridad sobre temas tan diversos como la econom¨ªa internacional, la pol¨ªtica local, la meteorolog¨ªa, los encuentros deportivos, las vidas de los famosos y los santos, los descubrimientos cient¨ªficos, las recetas de cocina, los entretelones del poder, las tendencias indumentarias, los cr¨ªmenes resonantes, los vaivenes astrol¨®gicos. Cada diario ofrec¨ªa un resumen del mundo, todo lo que un lector deb¨ªa saber para saber d¨®nde viv¨ªa ¡ªy determinaban su idea de s¨ª mismo. Cada diario intentaba ser un mundo.
Formaban parte del paisaje: en cada pa¨ªs o ciudad importante hab¨ªa uno que funcionaba como referente de la verdad verdadera y varios m¨¢s que intentaban disputarle ese lugar. Si bien todos ellos hab¨ªan surgido como expresi¨®n de una corriente o partido pol¨ªtico, se arrogaban una manera de mirar y contar el mundo que denominaban ¡°objetiva¡±. Y, aunque todo parec¨ªa desmentirlo, su p¨²blico a menudo lo cre¨ªa. Su influencia era m¨¢s cualitativa que cuantitativa: aun en sus mejores momentos, los diarios de referencia no llegaban a m¨¢s del uno o dos por ciento de la poblaci¨®n de sus pa¨ªses ¡ªpero era el uno o dos por ciento que contaba, que multiplicaba de muchas formas sus opiniones y relatos. El modelo hab¨ªa durado m¨¢s de un siglo, pero entonces su ca¨ªda era dram¨¢tica: en una o dos d¨¦cadas los m¨¢s importantes hab¨ªan pasado de imprimir centenares de miles de ejemplares diarios a mantenerse con dificultades en unas pocas decenas.
Los operaba un personal medianamente especializado, formado en carreras universitarias no muy exigentes que, seg¨²n sus cr¨ªticos, produc¨ªan profesionales cada vez m¨¢s adocenados, entrenados para aplicar con mayor o menor desgana una serie de reglas perfectamente b¨¢sicas. Quiz¨¢ por eso ¡ªy por su colusi¨®n con distintas formas del poder, pol¨ªticos, empresarios e incluso delincuentes m¨¢s caracterizados¡ª los ¡°periodistas¡± sol¨ªan aparecer en los puestos m¨¢s bajos de todas las encuestas de confiabilidad, junto con los citados pol¨ªticos, los banqueros, los publicitarios y los abogados: todos ellos, como se ve, oficios de la palabra.
Los periodistas sol¨ªan quejarse/jactarse de los riesgos que supon¨ªa el ejercicio de su profesi¨®n pero, a la distancia, algunos datos parecen desmentirlo: una organizaci¨®n ad-hoc calcul¨® que en ese a?o 2022 hab¨ªa en el mundo m¨¢s de 500 periodistas presos por su ejercicio; eran, seguramente, muchos menos que los m¨¦dicos o contadores o abogados que hab¨ªan sufrido destinos semejantes. Los periodistas pod¨ªan contestar que a ellos los encarcelaban por hacer bien su trabajo mientras que a otros los encarcelaban por hacerlo mal: el argumento es atendible.
En la prensa de esos d¨ªas, una palabra ¡ªhecha de dos¡ª se hab¨ªa puesto de moda. Siempre ha habido palabras de moda. Quiz¨¢s una de las formas de entender una ¨¦poca, que ninguna historiadora ha acometido todav¨ªa, sea la de producir una colecci¨®n de las veinte o treinta palabras que surgen en cada momento y analizarlas y analizar sus relaciones. Sin ir tan lejos, me interesa recuperar una de ellas: ¡°fake news¡±, as¨ª, en ingl¨¦s en muchas lenguas, fue una palabra porfiada de esos d¨ªas.
El auge de las fake news fue un excelente ejemplo de aquello que un escritor sudamericano del siglo XIX quiso decir cuando dijo que ¡°le tocaron, como a todos los hombres, tiempos dif¨ªciles en que vivir¡±: la idea de que cada momento vive lo mismo que han vivido tantos otros como si fuera la primera vez ¡ªo la peor. De pronto, en esos d¨ªas, millones de personas del MundoRico descubieron que los medios de prensa (les) ment¨ªan. Veinte a?os antes, por ejemplo, algunos de esos medios, los m¨¢s pagados de s¨ª mismos, hab¨ªan sido c¨®mplices de una guerra que produjo un mill¨®n de muertos: sus mentiras facilitaron la invasi¨®n estadounidense de un pa¨ªs asi¨¢tico, Irak, del que aseguraron que ten¨ªa ¡°armas de destrucci¨®n masiva¡± que nunca hab¨ªa tenido ¡ªy entonces nadie hab¨ªa hablado de ¡°fake news¡±. En cambio en 2020, cuando esas mentiras produc¨ªan afortunadamente menos v¨ªctimas, pasaron a ocupar el centro de la percepci¨®n. Y lanzaron una ola de indignaci¨®n biempensante que se parec¨ªa mucho a la ingenuidad boba o la hipocres¨ªa m¨¢s boba todav¨ªa. O, como dec¨ªa aquel fil¨®sofo ignorado: por cada realidad que produce un concepto, diez conceptos producen realidades.
(Era cierto que las ¡°redes sociales¡± aceleraban como nunca antes la difusi¨®n de esas ¡°fake news¡±. Una muestra de su poder ¡ªy el poder de sus mentiras¡ª sucedi¨® hacia fines de ese a?o, cuando una corporaci¨®n farmac¨¦utica perdi¨® en un par de horas 14.000 millones de euros en la Bolsa de Nueva York por efecto de un mensaje supuestamente suyo en Tweeter que dec¨ªa que uno de sus principales productos ¡ªla insulina¡ª se volver¨ªa gratuito. Pero tambi¨¦n era cierto que esas mismas redes permit¨ªan desmentir cualquier enga?o con la misma celeridad, lo cual era imposible en tiempos de los medios hegem¨®nicos.)
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En vista de sus fracasos, los grandes diarios cl¨¢sicos se lanzaron a ofrecer versiones ¡°digitales¡± de s¨ª mismos que intentaban, sin lograrlo, reproducir su hegemon¨ªa de papel (ver cap.18). Esas versiones causaron un da?o colateral inesperado: su tecnolog¨ªa permit¨ªa comprobar al segundo qu¨¦ relatos convocaban m¨¢s p¨²blico y, en esos d¨ªas en que muchos editores no manejaban ning¨²n criterio firme sobre qu¨¦ importaba contar y qu¨¦ no, la cantidad se impuso como la ¨²nica medida. La l¨®gica del rating hab¨ªa llegado a la prensa escrita. Era, tambi¨¦n all¨ª, la dictadura de lo que entonces se llamaba ¡°¨¦xito¡±.
Los directivos lo justificaban por la importancia de su ¡°cuenta de resultados¡± y su influencia en la venta de publicidades; lo cierto fue que empezaron a buscar con avidez esos art¨ªculos que, aunque no tuvieran la menor solidez, inflaban los n¨²meros: sol¨ªan ser sandeces sobre ricos y famosos, cr¨ªmenes llenos de sangre, listas de cositas y consejos para mejorar el cutis de la cara. Fue ese momento que algunos, entonces, llamaron ¡°dictadura del clic¡±, y que tan caro pagar¨ªan. Voces aisladas llamaron a escribir ¡°contra el p¨²blico¡±: no seguir sus supuestos apetitos y ofrecerle en cambio lo que los profesionales consideraran pertinente. Otras dijeron que eso no ser¨ªa escribir contra el p¨²blico sino a favor de un p¨²blico que no siempre exist¨ªa ¡ªpero hab¨ªa, si acaso, que ayudar a formar¡ª: la f¨®rmula no termin¨® de concretarse.
En cualquier caso, gracias a la tonter¨ªa de sus lectores, muchos grandes diarios se volvieron cada vez m¨¢s tontos y entraron en un c¨ªrculo muy vicioso: eres tonto, quieres tonter¨ªa, te doy tonter¨ªa, te hago un poco m¨¢s tonto, quieres m¨¢s tonter¨ªa, te doy m¨¢s tonter¨ªa, te hago otro poco m¨¢s tonto, quieres m¨¢s y m¨¢s tonter¨ªa, te la doy te la doy. As¨ª, no fue de extra?ar que esos lectores ¡ªal fin y al cabo no tan tontos¡ª terminaran por aburrirse y alejarse. Empezaron a aparecer ciertos medios ¡ª¡±nativos digitales¡±, los llamaban¡ª que trabajaban con criterios distintos, m¨¢s propios de la cultura dominante audiovisual y multiforme, pero tampoco terminaban de encontrar un camino realmente propio.
(Ya entonces, en pa¨ªses muy letrados como Alemania, la proporci¨®n de personas que se informaban en los medios impresos hab¨ªa bajado del 63 por ciento en 2013 al 26 por ciento en 2022. No parec¨ªa ser solo un problema del soporte: otra encuesta de ese mismo a?o, en Estados Unidos, dec¨ªa que solo el 11 por ciento ten¨ªa ¡°mucha o bastante confianza¡± en las noticias de la televisi¨®n; en 1991 eran uno de cada dos.)
Les qued¨®, entonces, a los medios, un ¨²ltimo recurso ¡ªque, en realidad, siempre hab¨ªa sido el primero¡ª: servir a un sector determinado las ideas y el tipo de noticias que ese sector buscaba. As¨ª armaban un mundo autorreferente donde todo confirmaba lo que cada cual pensaba, un espacio donde vivir protegido de las ideas distintas; as¨ª reforzaban la sensaci¨®n de pertenecer a una tribu poderosa, henchida de verdades. Pero este mecanismo tambi¨¦n se complicaba en tiempos en que la circulaci¨®n de informaciones y opiniones se hab¨ªa desbocado y erraba sin control por tantas v¨ªas. A¨²n as¨ª, millones de personas se empe?aban en mantenerse en esos reductos, reconfortantes, tranquilizadores: lo intentaban.
El mecanismo, originado en los diarios de papel, se hab¨ªa extendido a sus versiones digitales y, tambi¨¦n, a unidades de televisi¨®n y radio que intentaban replicarlo: creaban refugios seguros donde cada sector encontraba lo que quer¨ªa encontrar. Lo mismo hac¨ªan muchos millones que recurr¨ªan a esas ¡°redes sociales¡±: Google, Twitter, Facebook y compa?¨ªa limitada. Facebook, en particular, se hab¨ªa transformado en uno de los medios de informaci¨®n m¨¢s le¨ªdos del mundo sin haber producido nunca una noticia. Era la quintaesencia del efecto reducto: all¨ª, cada participante le¨ªa los relatos escogidos por su grupo de ¡°amigos¡± (ver cap.19), aquellos que hab¨ªa elegido para reafirmar sus filias y sus fobias y, por supuesto, consegu¨ªa confirmarlas, ratificar que el mundo era lo que ¨¦l cre¨ªa. Y mientras tanto, gracias a su ¨¦xito, esas corporaciones se llevaban la publicidad de las empresas que hab¨ªa mantenido durante d¨¦cadas a los grandes medios. Cada a?o, cientos de diarios cerraban en todo el mundo. La ca¨ªda se aceleraba; se preparaba, como sabemos, un modelo completamente nuevo, diferente, de producir un cosmos.
Algo de ¨¦l ya despuntaba: en esos d¨ªas, cualquier peque?o grupo o individuo pod¨ªa difundir lo que escribiera o filmara o compusiera en cualquier formato sin tener que pasar por el filtro de ninguna instituci¨®n o gran empresa: ¡°publicar¡± ¡ªhacer p¨²blico¡ª se volv¨ªa m¨¢s y m¨¢s f¨¢cil; lo que era cada vez m¨¢s dif¨ªcil, en esa marejada, era encontrar quien lo mirara.