En el fuera de lugar
Marta Sanz recuerda los ocho a?os que pas¨® junto a su familia viviendo en Benidorm, unas eternas vacaciones que ahora le parecen agridulces
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Las peores y las mejores vacaciones de mi vida duraron ocho a?os. Comenzaron en 1972 y acabaron en 1980. Hablo sin ninguna confianza respecto a la fiabilidad de los datos porque en 1972 yo era demasiado diminuta para que estas cosas me importasen y en 1980 me concentraba en salir de la cris¨¢lida para convertirme de una pu?etera vez en mariposa. En 1972 mi padre fue a hacer un trabajo a Benidorm y el trabajo se prolong¨® un poquito m¨¢s de lo previsto. Nos convertimos en algo indefinible. Inquilinos en un eterno lugar de vacaciones, veraneantes cr¨®nicos, mosquitas de la fruta, parientes hospitalarios que acog¨ªan a familiares y amigos cuando estos se tomaban un descanso para pasar unos d¨ªas de playa. ?ramos madrile?os en la costa mediterr¨¢nea y, en el bar Sebasti¨¢n, mi padre ped¨ªa con cortes¨ªa versallesca otra raci¨®n de ensaladilla evitando decir ¡°?Chico!¡± o ¡°?Jefe!¡± -hay que recordar que en los setenta estas cosas se tomaban con mucha naturalidad-, porque los madrile?os llev¨¢bamos impresa en el ¨¢cido desoxirribonucleico la marca del despotismo y la chuler¨ªa. Nosotros deb¨ªamos tener mucho cuidado porque nuestras vacaciones no se acababan nunca y, al d¨ªa siguiente, yo madrugaba para ir al colegio y jugaba con mis amiguitas que tampoco eran nativas de un lugar en el que casi nadie lo era, sino las hijas de migrantes andaluces y murcianos. La hermana de mi amiga Rosi limpiaba casas y yo me quedaba absorta con su l¨¦xico de zagales y zagalas. La madre de mi amiga Juani era de Puerto de B¨¦jar y hab¨ªa servido en Madrid. Despu¨¦s se cas¨® con un hombre que, en su escas¨ªsimo tiempo libre, cultivaba mimosamente su huertecito de Polop. Toda la familia vend¨ªa caramelos en la tienda de chuches de la Palmera.
Con la costra de mis privilegios, vestida de otra manera, sin babi escolar, con faldas de turista anglosajona, luchaba por integrarme. Me daban energ¨ªa las maravillosas canciones de las orquestas que tocaban en las terrazas de la playa. El Miami y sitios as¨ª. Yo quer¨ªa ser del lugar en el que estaba creciendo. Me portaba bien. No me dejaron, aunque cuando escribo ¡°me portaba bien¡± algo me culebrea y me muerde. ¡°Me portaba bien¡± significa que me esforzaba para no ser quien era. Para no ser alguien que se sab¨ªa mejor -o se lo cre¨ªa, al menos- y se somet¨ªa para no disonar y ser, mediterr¨¢nea y luminosamente, feliz. Para no estar de vacaciones perpetuas, sino para estar y en ese asentamiento -acaso en esa conquista- ser. Mi huella como parte de la tierra en que crec¨ªa. Esa aspiraci¨®n hizo de mis largas vacaciones territorio tortuoso. Pese al rumor del mar, la alegr¨ªa de las chiquetas, el naranja fuerte del mejill¨®n y los crocantis de los cines de verano.
Un turista es alguien que debe ser bien atendido. A su vez, un turista no puede cagarse en la ba?era del hotel en que se aloja. Con mi infancia a la espalda, sufro el cortocircuito filos¨®fico de sentirme cliente en el imperio del mercado y la exigencia decolonial. No se preocupen, bajo el tono. Regreso a la humilde redacci¨®n sobre las vacaciones que, cada mes de septiembre, nos ped¨ªa la se?orita del colegio p¨²blico Leonor Canalejas de Benidorm. Nosotros no nos hab¨ªamos ido a ninguna parte. Recib¨ªamos a primas y t¨ªos. ?bamos al cine de verano. El sal¨®n estaba lleno de cubos y de palas. Las toallas se secaban en la barandilla. Yo era tan benidormense que la playa no me despertaba mucho inter¨¦s. Quiz¨¢ me inventase unas vacaciones no vividas y en esa invenci¨®n se pudiera medir el peso exacto de mis desilusiones: ¡°Pasamos un maravilloso mes de julio en los Alpes suizos. Cada ma?ana Russell, mi perro San Bernardo, me despertaba lami¨¦ndome la cara¡¡± Tambi¨¦n fabulaba con una vida madrile?a que relataba a mis amiguitas como mi aut¨¦ntica vida: ¡°Mira, Rosi, en Madrid tenemos una casa con una terraza llena de flores y tres cuartos de ba?o¡¡± Mi delirio inmobiliario viene de lejos.
Nos fuimos de all¨ª porque ni mi madre ni mi padre confiaban en aquel lugar. No confiaban en lo que aquel lugar pudiera hacer de m¨ª, de modo que tampoco hab¨ªa sido tan extra?o que aquel lugar-est¨®mago me hubiese expulsado de ¨¦l un d¨ªa tras otro. Yo hab¨ªa sido una c¨¦lula extra?a atacada por los linfocitos. Una enfermedad. Cuando regresamos a Madrid, me sent¨ª exiliada de la luz. Exiliada de la infancia. Es curioso c¨®mo se puede echar de menos y sentir como propio un lugar en el que nunca se fue bien recibida o se fue recibida con cierto escepticismo. ¡°La hija del soci¨®logo¡±, dec¨ªan a mis espaldas, y aquel susurro ten¨ªa para m¨ª el significado de un defecto enorme. Sin embargo, ya residentes en Madrid, volv¨ªamos a Benidorm cada verano. Quer¨ªa ver a mis amigas. Me negaba a perder aquellos v¨ªnculos y, quiz¨¢ de un modo inconsciente o quiz¨¢ porque las vacaciones a menudo enmarcan eso que se llama el primer amor, mis primeros enamoramientos fueron de all¨ª. Antes ya hab¨ªa amado a un Errol Flynn en miniatura, con fidelidad de ni?a obcecada, desde parvulitos hasta quinto de EGB. Por Errol desatend¨ª a B, un ni?o que me trataba much¨ªsimo mejor. B se hizo ginec¨®logo. Alguien me lo dijo. En el cole de Madrid, un chaval me cantaba Hola, mi amor, soy yo tu lobo moviendo fren¨¦ticamente la pierna derecha, y otro me regal¨® el single de Groenlandia de los Zombies. Era una nena que ten¨ªa mucho ¨¦xito. Pero me daba igual, yo me enamoraba de los chicos de Benidorm. Puede que lo hiciera para volver a casa. A la casa que nunca me permitieron ocupar. Puede que estuviera as¨ª de loca. As¨ª de escindida. O puede que, siempre colonialista y depredadora, quisiera conquistar el territorio a trav¨¦s de los cuerpos que lo habitaban o quisiera exhibir mi bondad de madrile?a capitalina que renunciaba a los madrile?os capitalinos y se mostraba generosa al poner sus ojos en los muchachos de Benidorm.
La primera vez que volv¨ª como veraneante oficial y dej¨¦ de ser veraneante residente, lleg¨® M., que trabajaba con la ferralla y no fumaba porros en los conciertos porque sab¨ªa que a m¨ª me daba miedo que lo hiciera. En 1982 o en 1983, otro chico me regal¨® un single de B-Movie, Nowhere girl. Dio en el clavo. Hicimos muchas cosas este otro chico y yo, pero la que recuerdo con m¨¢s horror y gozo simult¨¢neos, es decir, la que recuerdo como mi propia infancia en Benidorm, fue aquella en que nos marchamos a pasar unos d¨ªas al campo en una tienda de campa?a. En una tienda de campa?a no hay escapatoria. No hab¨ªa escapatoria para m¨ª, que depend¨ªa de sus habilidades para todo. Yo no sab¨ªa usar una navaja, tensar una cuerda, hacer papiroflexia con una lona, preparar un fuego. Tampoco hab¨ªa escapatoria para ¨¦l, que deb¨ªa observarme mientras yo nadaba desnuda en una poza cristalina o mientras posaba haciendo el amor, porque en aquella ¨¦poca intu¨ªamos que follar era posar y no tanto buscar el propio placer. En qu¨¦ escorzo colocamos la pierna para que la imagen se pueda congelar en una fotograf¨ªa. C¨®mo deslizar un mech¨®n de pelo hacia la comisura de los labios sin dar la sensaci¨®n de que padeces tricofagia, enfermedad tambi¨¦n llamada s¨ªndrome de Rapunzel -Flor que da fulgor, Veo en ti la luz, cantan los dibujos animados-. Hab¨ªa que calcular hasta qu¨¦ punto humedecerse o contraer los pezones. ?l, acaso agobiado por tener que mirar tanto todo el d¨ªa, consigui¨® lo peor que pod¨ªa conseguir: que me sintiese fea mientras follaba. Que sintiese que una mujer joven y hermosa podr¨ªa provocar en otro cansancio y repelencia. Quiz¨¢ fui hipersensible. Pero ¨¦l, pese a mis esfuerzos de habitaci¨®n o conquista, tampoco me permit¨ªa quedarme. Me expulsaba. Volvimos a Benidorm desde un paisaje id¨ªlico del interior de Valencia haciendo dedo. ?l, feliz de la aventura autoestopista, y yo, profundamente acojonada. Con una conciencia monstruosa respecto a mi vulnerabilidad. El miedo no nac¨ªa de la hip¨®tesis de que el conductor fuese un asesino en serie. La vulnerabilidad proced¨ªa de otro sitio. Al volver de aquella escapada, que se produjo dentro de una de mis vacaciones a Benidorm, ¨¦l le habl¨® de su malestar a mi mejor amiga. Mi mejor amiga hab¨ªa sido su novia en el invierno benidormense. No creo que este detalle revista mayor importancia. Puede que ¨¦l le dijera que la echaba de menos. No lo s¨¦. Escuch¨¢bamos Wish you were here. En realidad, ¨¦ramos unos ni?os. Unas ni?as, tambi¨¦n.
La escapada dentro de la escapada fue el agujero que deja el comp¨¢s sobre la hoja al trazar la circunferencia. Todo pod¨ªa haber quedado ah¨ª. Porque yo volv¨ª a mis asuntos e intent¨¦ dejar de ser una chica de vacaciones. Olvidarme y proseguir. Pero, entonces, ¨¦l comenz¨® a ponerme canciones de Aute ¨C Siento que te estoy perdiendo y cosas parecidas. No entiendo por qu¨¦ no me dej¨® en paz. As¨ª que emprendimos m¨¢s viajes horrorosos a lugares incre¨ªbles como Par¨ªs, Londres o Venecia. Gasteiz, Bilbo y Donosti. La sierra de Cazorla. C¨®rdoba. Barcelona. Todos los viajes eran el mismo viaje. La misma lucha por prevalecer. Todas las ciudades, incluso las m¨¢s hermosas, se transformaron en escenarios hostiles, que he recuperado para el placer en vacaciones m¨¢s serenas. Con otro amor. Pero en aquel momento, como nowhere girl profesional, buscaba puntos intermedios en mi itinerario. Mi cuerpo siempre en los trayectos. Arriba y abajo. Madrid pas¨® a ser una ciudad estacional para m¨ª. Y el amor fue tambi¨¦n la lucha entre las c¨¦lulas. Las c¨¦lulas extra?as cercadas por los linfocitos. No es cierto que las luchas sean m¨¢s f¨¢ciles en tierra de nadie. La violencia se exacerba en el fuera de lugar.
Para salvarme de la sensaci¨®n de ser repugnante que me hab¨ªa atenazado en un paisaje id¨ªlico -pozas de aguas cristalinas, olor de los pinos al sol-, pens¨¦ que aquel ni?o era homosexual. No era un pensamiento tan descabellado y yo no ten¨ªa nada en contra de los homosexuales siempre y cuando no me hicieran sentir sucia con sus represiones. En realidad, no pens¨¦ que fuera homosexual con una palabra tan fina, sino que pens¨¦ que era maric¨®n con ese resentimiento que nace, cargado de razones, de las personas normales. Chicas blancas de Madrid, heterosexuales, limpias, cumplidoras de sus obligaciones acad¨¦micas, saludables, con dos piernas y dos brazos, sin alergias incapacitantes, amantes de los animales de compa?¨ªa, familiares e intr¨¦pidas, razonablemente liberadas. Para protegerme, le puse un nombre a ese chico. No me comport¨¦ como el arc¨¢ngel que ahora se supone que somos. En este nuevo comportamiento tambi¨¦n nos arrancamos la piel a tiras. No sabr¨ªa decir si es un desollamiento o una exfoliaci¨®n.
Annie Ernaux afirma algo as¨ª como que lo autobiogr¨¢fico es infinito -tambi¨¦n es ineludible- porque nunca alumbramos la experiencia vivida desde el mismo lugar. Yo ya hab¨ªa contado estas cosas en La lecci¨®n de anatom¨ªa y en El fr¨ªo con el impulso de la desubicaci¨®n. Aquella mirada espacial hoy adquiere una textura de tempus fugit. Hoy mi rabia permanece, pero es distinta. Se ti?e con los matices de las violencias nuevas. Se vuelve, sobre todo, contra m¨ª.
As¨ª que las peores y las mejores vacaciones de mi vida duraron ocho a?os. Comenzaron en 1972 y acabaron en 1980. Luego viv¨ª otras extra?¨ªsimas vacaciones que comenzaron en 1983 y no recuerdo exactamente cu¨¢ndo terminaron. Consistieron en un rosario de escapadas. En un calvario de escapadas. Las vacaciones dentro de las vacaciones me estiraron los huesos. Una contracci¨®n y, despu¨¦s, luz. Ahora, cuando veo que otras artistas escriben o ruedan pel¨ªculas sobre Benidorm, siento que alguien me est¨¢ robando algo de lo que solo yo estoy legitimada para hablar, porque es m¨ªo, me pertenece y no estoy dispuesta a prestarle mi juguete a nadie. Por supuesto, este sentimiento solo es una pataleta. Una fantas¨ªa infantil.
Babelia
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