Armstrong o los trucos de J¨²piter
En el bar del barrio, a la hora del caf¨¦, coincid¨ªamos todos los d¨ªas los mismos, la mirada puesta all¨¢ arriba, en el televisor, y un deseo compartido hasta por las tazas y las cucharillas de que por fin un ciclista, el que fuera y como fuera, consiguiera batir a aquel norteamericano invencible al que apenas era posible imaginar sino vestido de amarillo.
Armstrong nos ca¨ªa mal. No porque ganara siempre, abuso que sin duda le habr¨ªa sido perdonado si hubiera ¨¦l tenido, al menos cuando corr¨ªa el Tour, la deferencia de ser espa?ol. No, ca¨ªa mal a la parroquia por una especie de atm¨®sfera antip¨¢tica que lo envolv¨ªa y que todav¨ªa lo envuelve cuando, exquisitamente trajeado, se dedica a negar evidencias en p¨²blico.
?l, si ganaba el Tour, era disput¨¢ndolo sin ventajas y sin marruller¨ªas de ning¨²n tipo. He ah¨ª un caballero, dec¨ªamos
Se le admiraba a rega?adientes, con una admiraci¨®n no exenta de reproches. Dec¨ªan que se reservaba para el Tour, que en su cabeza y en sus piernas s¨®lo exist¨ªan las tres semanas de carrera en Francia. El resto del a?o lo dedicaba a prepararse. As¨ª cualquiera. Tambi¨¦n que era muy autoritario y gobernaba a su equipo como un c¨®mitre a los condenados a galeras. A fulano lo contrato, a mengano lo despido. En ese plan.
Y tambi¨¦n se dec¨ªa que hac¨ªa extensivo su dominio al pelot¨®n. Si Armstrong se paraba a echar la inevitable meadita en el borde de la ruta, todo el mundo, incluyendo el director de carrera en su coche, hac¨ªa lo propio o, si la necesidad no apretaba, reduc¨ªa la marcha. Y hab¨ªa como que pedirle permiso al J¨²piter de los ciclistas para intentar la escapada y esperar una se?al suya de asentimiento: bueno, chaval, esc¨¢pate, pero s¨®lo seis kil¨®metros.
Al final, a?o tras a?o, ocurr¨ªa lo mismo. Siempre ganaba ¨¦l. La contrarreloj decisiva, el puerto con repechos casi verticales, los descensos en picado: no hab¨ªa quien le hiciera sombra. O quiz¨¢ s¨ª, este o el otro se atrev¨ªan a rodar un par de etapas a su lado con su consentimiento para crear una ilusi¨®n de rivalidad y que la carrera no perdiese inter¨¦s.
Para colmo, se permit¨ªa gestos de nobleza. Se cay¨® Beloki delante de sus narices. ?l se meti¨® con la bici por las piedras de la ladera, como solidariz¨¢ndose en el infortunio del rival. Y despu¨¦s, en la meta, ante los micr¨®fonos, ?con cu¨¢nta gentileza derramaba elogios y se mostraba apesadumbrado!
Mir¨¢bamos al pelot¨®n y no ve¨ªamos a ninguno como ¨¦l. Hasta de las ca¨ªdas masivas se libraba
Y lo mismo cada vez que, plaf, se ca¨ªa Jan Ullrich, a quien la ley de la gravedad parec¨ªa profesar una particular inquina. Pues nada, Armstrong lo esperaba pedaleando a lo cicloturista por la campi?a gala porque, eso s¨ª, ¨¦l jugaba limpio. ?l, si ganaba el Tour, era disput¨¢ndolo sin ventajas y sin marruller¨ªas de ning¨²n tipo. He ah¨ª un caballero, dec¨ªamos. Y su flanco noble contribu¨ªa a incrementar la filIa que le profes¨¢bamos, por cuanto no nos dejaba m¨¢s opci¨®n que venerarlo.
Entonces, para justificar esta que parec¨ªa debilidad nuestra, record¨¢bamos que Armstrong hab¨ªa vencido al c¨¢ncer. Ese viene de luchar como un le¨®n contra la mayor de las adversidades. A quien ha vencido a la muerte, ?qu¨¦ m¨¢s le dan cuatro cuestitas pirenaicas y cinco repechos alpinos? La perseverancia, la disciplina a ultranza, el desprecio del sufrimiento, la falta de temor a los esfuerzos descomunales y una preparaci¨®n adecuada explicaban sin duda su naturaleza de deportista invencible. Y si sonaban rumores de dopaje, los acall¨¢bamos afirmando que no, que es que toma unas pastillas para que no le vuelva el c¨¢ncer.
Mir¨¢bamos al pelot¨®n y no ve¨ªamos a ninguno como ¨¦l. Hasta de las ca¨ªdas masivas se libraba. Los locutores, con su modesta imaginaci¨®n, lo tildaban de extraterrestre, de hombre de otra galaxia. Y as¨ª, todos los d¨ªas, mientras duraba el Tour, los reunidos en el bar recib¨ªamos complacidos nuestra dosis diaria de mitolog¨ªa moderna, con su dios central vestido de amarillo por los Campos El¨ªseos. Con puntualidad la televisi¨®n nos procuraba a diario los episodios de un h¨¦roe que protagonizaba proezas subido a una bicicleta.
La magia dur¨® lo que duran todas las magias, hasta que uno mira detr¨¢s de la mesa del prestidigitador y averigua c¨®mo funcionan los trucos. Durante a?os, Lance Armstrong puso por obra los suyos con m¨¦todo, ayudantes y c¨®mplices, y con la amenaza de terribles abogados por si alguno osaba abrir el pico. Que se haya descubierto que fue un embaucador acaso perjudique a sus finanzas y su orgullo. A nosotros, en el bar, nos da lo mismo. Nuestra atenci¨®n est¨¢ ahora puesta en otros magos.
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