El f¨²tbol es pol¨ªtica
Todo empez¨® con Sarkozy, que se apresur¨® a escarmentar a los compatriotas que osaban abuchear ¡®La Marsellesa¡¯
El f¨²tbol ¡ªel deporte¡ª es una manera como cualquier otra de hacer pol¨ªtica. Conviene recordarlo porque este domingo va a producirse el tradicional abucheo del himno espa?ol y porque la pretensi¨®n de impedir el acceso de las esteladas, frustrada in extremis por el buen criterio de un juez, identificaban una coacci¨®n a la libertad de expresi¨®n provista de una evidente intencionalidad pol¨ªtica.
Se trataba de oponer el patriotismo al nacionalismo, aunque las razones pedag¨®gicas que esgrimi¨® el Gobierno en la manipulaci¨®n oficial del debate sobrentienden que los estadios deben preservarse de la contienda ideol¨®gica, transformarse en praderas ad¨¢nicas, bonificarse en ella los valores del amor y de la concordia.
Es una demostraci¨®n bastante obscena del paternalismo de Estado, aunque el aspecto m¨¢s llamativo de esta catarsis sociol¨®gica no radica tanto en los esfuerzos educativos como en el robustecimiento del C¨®digo Penal, hasta el extremo de considerarse delito la pitada del himno y cualquier injuria al Rey o a los s¨ªmbolos de la patria.
La culpa la tuvo Nicolas Sarkozy, sobre todo porque el expresidente franc¨¦s se apresur¨® a escarmentar y arrestar a los compatriotas que osaban a abuchear La Marsellesa. Un himno bastante mejor que el nuestro, admit¨¢moslo, pero saboteado sistem¨¢ticamente en la banlieue de Saint Denis ¡ªall¨ª yergue el Stade de France¡ª como respuesta al desarraigo de los franceses de origen magreb¨ª.
Impuso entonces Sarkozy el delito de vilipendio a la patria. Una decisi¨®n que confund¨ªa el s¨ªntoma con el problema. Y que permiti¨® al jefe de Estado inculcar el patriotismo no desde la devoci¨®n, sino desde las contraproducentes medidas coercitivas.
Los estadios son lugares privilegiados para observar los humores de una sociedad
Parec¨ªa la contrafigura al hermanamiento que sobrevino con la victoria mundialista del 98. La euforia indujo el espejismo de una sociedad integrada. La Francia del musulm¨¢n (Zidane) y del negro (Desailly). La Francia del armenio (Djorkaeff) y del rubio (Petit). La Francia de ultramar (Henry) y del mestizaje vasco (Lizarazu).
El f¨²tbol desempe?¨® entonces un valor positivo, pero no menos pol¨ªtico de cuanto pueda suceder esta tarde en la pugna iconoclasta del Calder¨®n. Porque los estadios no son ¨²nicamente realidades sociol¨®gicas en ebullici¨®n, sino lugares privilegiados para observar los humores de una sociedad. All¨ª se anticipan, aun exagerados, sus inquietudes y sus instintos. Y es mejor verlos, prevenirlos, que encubrirlos.
Hubiera sido la mejor manera de anticiparse a la guerra de Bosnia. De percibir que los tigres de Arkan hab¨ªan formalizado una guerrilla panserbia en las gradas del Estrella Roja de Belgrado. Y que Franjo Tudjman hab¨ªa financiado a los ultras del D¨ªnamo de Zagreb para acunar el embri¨®n en la escalada de la batalla identitaria.
Se explica as¨ª la deriva nacionalista que ha emprendido el Barcelona. Y se entienden ¡ªo no se entienden¡ª las contradicciones de un club que compagina la universalidad y el cosmopolitismo con los resabiados cavern¨ªcolas del ensimismamiento identitario.
Es la raz¨®n que explica la proliferaci¨®n de esteladas, pero la manera de prevenir o de moderar el soberanismo no pod¨ªa consistir en cachear a los aficionados del Bar?a. Menos a¨²n cuando hacerlo fomenta hasta el hartazgo el relato victimista.
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