Eliud Kipchoge sufre su mayor derrota en el marat¨®n de Boston
El doble campe¨®n ol¨ªmpico y plusmarquista mundial termina sexto el marat¨®n m¨¢s duro y antiguo, en el que se impone el keniano Evans Chebet, ya ganador en 2022
Con un boom lleg¨® Eliud Kipchoge, un ni?o de 18 a?os entonces, al gran atletismo, terciando en la apuesta entre dos de los m¨¢s grandes, El Guerruj y Bekele, dioses entonces, el mejor de la historia en 1.500m, el mejor en 10.000m, y venci¨¦ndolos a ambos en los 5.000m del Mundial de Par¨ªs 2003. Veinte a?os despu¨¦s, el dios es ¨¦l, el mejor maratoniano de la historia, y hace mucho que ¨¦l se considera, y todo el mundo con ¨¦l, su ¨²nico enemigo, y el marat¨®n de Boston, los 42,195 kil¨®metros corridos a 20 por hora donde busca, como todos los h¨¦roes tr¨¢gicos, la derrota que le libere.
La encuentra. Gana el keniano de 34 a?os Evans Chebet (2h 5m 54s) el 127? marat¨®n de Boston, el marat¨®n m¨¢s antiguo, el m¨¢s duro, el mismo maratoniano que gan¨® hace un a?o y que, break invencible en los monumentos, tambi¨¦n gan¨® en Nueva York en noviembre pasado, y sus Adidas naranja, calcetines rosa, brillan y se reflejan en los charcos entre las v¨ªas del tranv¨ªa, que con destreza supera, y no chapotea. Kipchoge es sexto (2h 9m 23s), el peor tiempo de los 18 maratones que ha disputado (y 15 los ha ganado, y es dos veces campe¨®n ol¨ªmpico y su r¨¦cord del mundo, vigente, es de 2h 1m 9s), peor a¨²n que el tiempo de su anterior derrota, cuando fue octavo en Londres 2020. Gabriel Geay, el tanzano cuyo ataque en el kil¨®metro 30 rompi¨® a Kipchoge, es segundo (2h 6m 4s).
En categor¨ªa femenina se impuso la keniana Hellen Obiri (2h 21m 38s), de 33 a?os, dos veces medallista ol¨ªmpica de plata en 5.000m, que corre con las zapatillas On, las mismas que el mediofondista salmantino Mario Garc¨ªa Romo, y es de su club, y corr¨ªa solo su segundo marat¨®n.
Los campeones de Boston tienen que cruzar solos la ¨²ltima esquina, el giro a la izquierda a la recta final de Boylston Street. Nadie delante, nadie detr¨¢s a donde la vista alcance. Y as¨ª lo hace Kipchoge. No ve a nadie delante, nadie parece seguirle. No se deja enga?ar. No siente la soledad del campe¨®n, sino la del abandonado. La carrera ha seguido sin ¨¦l, que, siempre fiel a s¨ª mismo, se niega a abandonar. Termina serio. Abatido. Casi sin fuerzas. Le tienen que ayudar a ponerse un chubasquero mientras ¨¦l intenta sonre¨ªr, su gran sonrisa que esconde el sufrimiento cuando gana tambi¨¦n, y a uno que parece preguntarle al o¨ªdo qu¨¦ le ha pasado, por qu¨¦ no ha ganado, le responde con su simple gesto de la mano se?al¨¢ndose la pierna izquierda. Echa andar hacia la tienda vestuario y lo hace cojeando vistosamente. Todos le aplauden, campe¨®n. Una vida de monje en Kaptagat, en las monta?as de Kenia.
Todos los grandes campeones del pasado, tambi¨¦n, caen un minuto justo despu¨¦s de parecer invencibles. Alcanzan sus l¨ªmites y los sobrepasan, y sucumben con un boom inesperado justo cuando se preparan para atacar. Hace siete meses, en el marat¨®n de Berl¨ªn, Kipchoge lleg¨® a su cima con su r¨¦cord del mundo, y sucumbe con un boom Kipchoge, el atleta que cre¨ªamos sin l¨ªmites, al pie de la colina Heartbreak (rompecorazones), kil¨®metro 32, una tarde de bruma y lluvia en las carreteras empinadas que llevan al coraz¨®n de Boston, 10 grados, 93% de humedad, ligero viento del este, de cara al grupo de los mejores que Kipchoge, pastor del reba?o de todos los mejores maratonianos, conduce con su ritmo de metr¨®nomo desde el primer minuto. Todo el aire para ¨¦l, todo el peso, toda la responsabilidad. Aceras atestadas tras las vallas. Polic¨ªas grandes como armarios y grandes chalecos hiviz cada 10 metros en el d¨¦cimo aniversario de las bombas que mataron a tres espectadores.
Un escenario en el que Kipchoge no se mueve a gusto. Las cuestas. La lluvia. Est¨¢ nervioso. Hace gestos a los dem¨¢s, les pide que hagan algo, que no solo le sigan. Se quita la bandana de la cabeza, se quita los guantes y los arroja al suelo, y todos le imitan. Se acerca al momento con las manos desnudas que, torpes, no logran agarrar una botella de avituallamiento, unos gramos de glucosa preciosos, necesarios para evitar el desfallecimiento. La botella cae sobre la mesa.
Como si fuera la se?al, Geay acelera. Kil¨®metro 30. Minuto 90. Kipchoge cede. Dos kil¨®metros m¨¢s adelante, en la colina, rompe el coraz¨®n a todos su incapacidad para seguir la carga de Chebet, de Kipruto, de Geay, de todos a los que pastoreaba hasta hac¨ªa nada. Chebet y Kipruto, ambos kenianos, ambos miembros del mismo club, trabajan en com¨²n, desactivan al tanzano. Hablan entre ellos, Maquinan. Como si fuera un ciclista, Kipruto se come el viento y tira de Chebet, que a falta de dos kil¨®metros lanza su ataque definitivo.
El sentimentalismo est¨¢ prohibido. Kipchoge encuentra la soledad total en Boston, donde choc¨® ya Abebe Bikila, donde solo un campe¨®n ol¨ªmpico, el italiano Gelindo Bordin (1990), ha ganado. No el m¨¢s grande. ¡°Vivo por estos momentos en los que me lanzo a desafiar los l¨ªmites. Nunca est¨¢ garantizado el ¨¦xito, nunca es f¨¢cil¡±, tuite¨® Kipchoge horas despu¨¦s. ¡°Ha sido un d¨ªa duro. Lo intent¨¦ con todas mis fuerzas, pero tendr¨¦ que aceptar que hoy no era el d¨ªa para elevar las barreras m¨¢s alto a¨²n¡±. Los desaf¨ªos imposibles siguen existiendo, y los aficionados lo agradecen. Y lloran.
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