El Pacto de El Pardo
Las gentes de la oposici¨®n alimentamos, durante mucho tiempo, la ilusi¨®n de que el r¨¦gimen del general Franco terminar¨ªa por desintegrarse. ?Esto se hunde?, dec¨ªamos cada vez que alg¨²n personaje oficial se pasaba a nuestras filas, afloraban una huelga o un conflicto universitario, o se produc¨ªa una manifestaci¨®n anti R¨¦gimen en las calles de Bruselas o Mil¨¢n. Confi¨¢bamos en un suceso milagroso que provocara la deseada reacci¨®n popular, preferiblemente pac¨ªfica uero, si no hab¨ªa m¨¢s remedio, violenta, o bien en que los hombres del R¨¦gimen acabaran por tirarse los trastos a la cabeza y autoaniquilarse: las famosas ?contradicciones internas?. Cada vez que el factor desencadenante del hundimiento no produc¨ªa los efectos deseados, nuestro entusiasmo, como el de aquellos viejos anarquistas andaluces, tocados de un impresionante mesianismo a que se refiere D¨ªez del Moral, se enfriaba un tanto pero pronto volv¨ªa a renacer de sus cenizas: ?Hasta ahora no, pero pronto, s¨ª? nos empujaba a decir nuestro entusiasmo renovado.Por su parte los hombres del R¨¦gimen so?aban con su eterna pervivencia: los m¨¢s viejos recordar¨¢n co¨®mo algunos consideraban a Franco poco menos que inmortal y ni siquiera toleraban que se mencionara su posible desaparici¨®n.
A algunos nos parece que los dos bandos nos equivocamos. El R¨¦gimen, pese a todos sus esfuerzos, no consigui¨® desterrar definitivamente a la ?otra?. Espa?a que, poco a poco, fue reinstal¨¢ndose en el pa¨ªs. Al principio asom¨® t¨ªmidamente la cabeza, semiclandestina o semitolerada... Luego fue saliendo a la luz p¨²blica. Pasaron los a?os y, al cabo del tiempo, volvieron la UGT y la CEDA y los viejos exiliados: Llopis, S¨¢nchez Albornoz, Madariaga (por riguroso orden de aparici¨®n en escena), s¨ªmbolos de esa ?otra? Espa?a que el R¨¦gimen no consigui¨® aniquilar. Y es posible que si, por un azar de la historia, la oposici¨®n llegara ia imponerse al R¨¦gimen e intentara destruir sus ¨²ltimas ra¨ªces, nuestros hijos contemplar¨¢n at¨®nitos a unas gentes extra?as que vistiendo camisas azules y semielandestinos o semitolerados, cantar¨¢n, brazo en alto el viejo ?Cara al sol?.
Al cabo de los a?os, algunos llegamos a la conclusi¨®n, no s¨¦ si conservadora o realista, de que ?esto no se hund¨ªa? y de que, por tanto, no ¨ªbamos a poder hacer tabla rasa de un R¨¦gimen firmemente establecido y apoyado en tantos intereses creados, y de que el R¨¦gimen tampoco iba a hundirnos definitivamente, intentando establecer, en medio de una Europa democr¨¢tica, un islote fascista.
Y es que, en determinadas circunstancias hist¨®ricas, el viento de la historia parece empujar a los rivales a la larga lucha a vida o muerte. Pero, aqu¨ª y ahora, cuando ninguno de los dos posee la fuerza necesaria para eliminar al otro (en el caso de que eso fuera deseable), no se ve otra posibilidad de convivencia que la integraci¨®n de ambos en un ¨¢mbito pol¨ªtico en que cada uno pueda ocupar su lugar, es decir, en la democracia.
Todo parece empujar la conclusi¨®n de un nuevo ?Pacto del Pardo?, semejante al que firmaron en el siglo pasado conservadores y progresistas. Es obvio que el decorado es distinto: sociedad agraria, entonces, sociedad industrial, ahora. Tambi¨¦n han cambiado los personajes: aristocracia y burgues¨ªa, antes; burgues¨ªa, clase media y proletariado, ahora. Pero el esp¨ªritu habr¨¢ de ser el mismo: disposici¨®n a deponer las armas y a aceptar el derecho a la vida del enemigo.
Es cierto que con el esp¨ªritu no hasta. Se necesitar¨¢n instituciones adecuadas y l¨ªderes de talla, capaces de hacer respetar (?c¨®mo no lamentar, una vez m¨¢s, la falta de Dionisio!), preocupados de encontrar el camino que convenga al pa¨ªs y no de deslumbrar asus seguidores con demagogia barata. Pero tambi¨¦n es cierto que sin el esp¨ªritu moderado y conciliador nada podr¨¢ hacerse, pues sin ¨¦l no vendr¨¢ja democracia a este pa¨ªs, y si, viene, no gozar¨¢ de larga vida.
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