?Reforma o ruptura?/2
Aunque no nos encontr¨¢semos con la realidad, dif¨ªcil de negar, de que las actuales estructuras pol¨ªticas son per se irreformables, cabr¨ªa preguntarse con ansiosa preocupaci¨®n, ?Est¨¢n capacitados los hombres procedentes del r¨¦gimen en liquidaci¨®n para abrir por s¨ª solos el camino de la democracia? ?Tienen suficiente fiabilidad para que el pueblo espa?ol les secunde con decisi¨®n en su tarea?Al formular estos interrogantes no pretendo apuntar en el orden personal la menor sospecha de caracter ofensivo, sino plantear una duda racional que con seguridad asaltar¨¢ a muchos hombres de buena fe.
Un r¨¦gimen de tan implacable rigor doctrinal y pr¨¢ctico como el implantando por el general Franco, forzosamente ha tenido que dejar honda huella en el esp¨ªritu de todos los que le han servido. Gobernar sin fiscalizaciones y sin exigencias de responsabilidad es muy c¨®modo, con independencia del resultado m¨¢s o menos feliz de la gesti¨®n. Contar con unas Cortes organizadas para dar la raz¨®n al que gobierna no es lo mismo que tener que exponerse a las cr¨ªticas y a las exigencias de una asamblea libremente elegida, en la que la m¨¢s reducida de las minor¨ªas tiene el derecho indiscutible de someter a examen p¨²blico la pol¨ªtica de cualquier ministro o la de todo un Gobierno.
No hay comparaci¨®n entre las facilidades que proporciona el monopolio de la verdad oficial ante una opini¨®n despolitizada, que el enfrentamiento con los medios de comunicaci¨®n social actuando en un r¨¦gimen de libertad.
En todos los sistemas dictatoriales se produce un fen¨®meno parecido. La comnipotencia instalada en la cumbre de las instituciones del Estado trasmite su impulso autoritario hasta los ¨²ltimos escalones de la jerarqu¨ªa pol¨ªtica y administrativa. Con sobrada raz¨®n se ha dicho que uno de los mayores males de una dictadura es la multiplicidad de peque?os dictadores que engendra.
A la mentalidad de quien ha encarnado esos poderes, en mayor o menor medida, en una etapa de larga duraci¨®n, durante la cual la negaci¨®n de la libertad pol¨ªtica ha sido un dogma, no le ser¨¢ f¨¢cil evolucionar en un sentido democr¨¢tico. Trocar la comodidad de una gesti¨®n no criticable por el ambiente desapacible de la fiscalizaci¨®n al aire libre es un sacrificio que a muy pocos se puede pedir. Y conste que, al enfocar en estos t¨¦rminos el tema, dejo a un lado, como antes dec¨ªa, el acierto o el desacierto de la gesti¨®n y su mayor o menor pulcritud. Es un fen¨®meno humano que se da y que se ha dado en todos los tiempos y latitudes.
Tampoco quiero entrar en el delicado aspecto de la sinceridad de los prop¨®sitos y de la rectitud de los m¨®viles de qu lenes al producirse un determinado cambio del medio social pasan con pasmosa facilidad del campo del autoritarismo al de la democracia. No quiero caer en la tentaci¨®n de analizar a fondo el espinoso problema de si ha habido o hay deslealtad espiritual en las anteriores o en las nuevas actitudes. Admito que un convencimiento personal puede evolucionar sin claudicaciones; mas no se puede negar que la evoluci¨®n es m¨¢s convincente cuando supone el holocausto de posiciones privilegiadas. Sin embargo, tampoco puede negarse sin m¨¢s ni m¨¢s la sinceridad cuando no se da en la evoluci¨®n ese matiz purificador.
En todo caso, ser¨ªa peligroso desconocer que cuanto m¨¢s r¨¢pida sea la evoluci¨®n y m¨¢s destacados los puestos que antes se ocuparon y ahora se ocupan, mayor necesidad hay de reforzar las garant¨ªas de credibilidad que la opini¨®n exige.
La gran piedra de toque del cr¨¦dito de un pol¨ªtico no es lo que dice, sino lo que hace. Un programa, una declaraci¨®n de principios es tarea relativamente f¨¢cil para quien tiene una cuidada formaci¨®n intelectual y una suficiente vocaci¨®n pol¨ªtica. La traducci¨®n en hechos de ese contenido program¨¢tico es la aut¨¦ntica prueba de fuego a que un hombre pol¨ªtico tiene necesariamente que someterse.
No quisiera que al plantear as¨ª las cosas se me pudiera arg¨¹ir que las encerraba en un c¨ªrculo dial¨¦ctico sin salida. Si el pol¨ªtico -y con m¨¢s raz¨®n el gobernante- que pasa r¨¢pidamente de un campo a otro precisa dar garant¨ªas de credibilidad para que su quehacer sea fecundo, y si esa garant¨ªa ha de basarse en hechos, ?c¨®mo puede el gobernante que ha tomado el nuevo rumbo dar como garant¨ªa unos hechos que a¨²n no ha tenido tiempo de realizar?
En la realidad espa?ola de la reforma democr¨¢tica que aqu¨ª se examina, la salida se encuentra si con buena voluntad se la busca.
Un goberriante actual de convencimiento democr¨¢tico, que antes sirvi¨® al r¨¦gimen opuesto, no debe aspirar, si no se quiere exponer al m¨¢s rotundo de los fracasos, a presentar al pa¨ªs una f¨®rmula personal de evoluci¨®n. Mucho peor ser¨ªa que la presentara revestida de apariencias susceptibles de hacer pensar en un prop¨®sito de sustraerse a tina declaraci¨®n inequ¨ªvoca de la voluntad de los espa?oles.
Un hombre de Estado debe distinguir siempre entre el enemigo irreductible y el oponente de buena fe, que puede y debe ser un colaborador insustituible para una empresa com¨²n.
La pol¨ªtica constructiva en los pa¨ªses maduros y conscientes se hace conjuntarnente por el gobierno y la oposici¨®n. El primero, mediante la acci¨®n y la aceptaci¨®n de las consiguientes responsabilidades. La segunda, por medio de la fiscalizaci¨®n y la cr¨ªtica, que tampoco pueden ser irresponsables.
Si toda pol¨ªtica racionalmente concebida no puede prescindir de la oposici¨®n, mucho m¨¢s obligada es esa colaboraci¨®n cuando se trata de una ref¨®rma constitucional.
Una obra de esta envergadura no puede ser fruto de una improvisaci¨®n y, mucho menos, la imposici¨®n de un grupo que ocupa el poder en virtud de un encadenamiento de circunstancias, en que precisamente falta el eslab¨®n de la voluntad popular formalmente expresada.
Y no se alegue que nadie sabe hoy lo que la oposici¨®n representa y vale. Despu¨¦s de cuarenta a?os de no haber sido consultada v¨¢lidamente la opini¨®n, toda evaluaci¨®n de fuerzas pol¨ªticas tiene que basarse en meras conjeturas. Se trata de un equivalente de lo que en derecho se llama prueba de presun-
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Viene de la p¨¢g 8ciones. Hay que partir de una base suficientemente racional para llegar a una conclusi¨®n l¨®gica.
Existen en Espa?a tendencias ideol¨®gicas que anta?o se sometieron a la prueba de las urnas y que, a pesar de los vac¨ªos producidos en sus filas por la muerte, las defecciones y los desenga?os , y no obstante los cambios y adaptaciones exigidos por la evoluci¨®n de la vida, constituyen una realidad sociol¨®gica y pol¨ªtica dif¨ªcilmente discutible, y menos por aquellos que no han conocido m¨¢s votaciones que las manipuladas por gobiernos totalitarios.
En esos n¨²cleos podr¨¢ cualquier gobernante sensato encontrar interlocutores v¨¢lidos y colaboradores desinteresados, que no pedir¨¢n ni aceptar¨¢n nada para s¨ª, pero que demandar¨¢n Firmemente que no se prescinda de los espa?oles -de todos los espa?oles- a la hora de decidir su futuro. Ese futuro que ser¨¢ tanto m¨¢s s¨®lido y permanente cuanto m¨¢s amplia haya sido la base sobre la que se asiente.
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