Una enfermedad infantil de la escultura
Conven¨ªamos, en una conversaci¨®n reciente, con Carlos Vilardebo (autor de los filmes exhibidos en la muestra de la Maeght barcelonesa) que nada podr¨ªa ser dicho, en rigor, de Alexander Calder. Y ello es cierto; por escrupuloso que fuera nuestro discurso, Calder hubiera considerado que cada una de nuestras palabras era una palabra de m¨¢s. Consciente de que este texto no podr¨¢ sustraerse a la traici¨®n intentar¨¦ desentra?ar, en la medida de lo posible, la figura del escultor.
El inter¨¦s de sus obras puede resultar dudoso —se trata, al fin y al cabo, como siempre, de una cuesti¨®n de gustos— pero el de su actitud frente a ella es, en buena medida, incuestionable en funci¨®n de lo ins¨®lito de su posici¨®n l¨ªmite. No se trata, empero, de un caso ¨²nico (recu¨¦rdese a Duchamp) mas s¨ª su peculiar elementalidad lo convierte en un ser especialmente exasperante para los amantes de lo te¨®rico. Calder, literalmente, ?se fout du monde?. Eugenio D'Ors se equivocaba radicalmente cuando le supon¨ªa verdadero ingeniero al que la tentaci¨®n de las formas utilitarias le vedaba la regi¨®n del puro juego. Todo su empe?o se centra en rebelarse contra lo que su educaci¨®n —art¨ªstica por parte del padre, escultor e ingenieril por sus propios estudios— supone de renuncia al goce de la pura creaci¨®n de objetos indiscriminados a partir de los materiales de desecho que la sociedad puso desde siempre a su alcance. Su vocaci¨®n de Peter Pan nace de la toma de conciencia de que el mundo de los adultos no puede ofrecerle un lujo mayor al que ¨¦l mismo descubri¨® en su taller infantil de Pasadena. A lo sumo se avino a explotar, en funci¨®n de que es preciso vender siempre algo a cambio de nuestra vida, el respeto de sus camaradas de juego, evocado en su autobiograf¨ªa, por lo que sab¨ªa hacer con madera, cuero, ¨²tiles y sus propias manos. Pero se neg¨® firmemente a condescender en dar el paso que separa el bricollage de objetos no utilitarios, que centran su raz¨®n de ser en la fascinaci¨®n por sus formas caprichosas, del arte que se justifica por medio de un torrente de palabras.
Sin pretensiones culturales
De sobra sab¨ªa Calder hasta qu¨¦ punto las vanguardias modernas se privaban de lo que hab¨ªan ganado en libertad por obra y gracia de la rigidez de su edificio te¨®rico. No en vano cuando le sugiri¨® al escrupuloso Mondrian que hiciera oscilar un poco sus rect¨¢ngulos, ¨¦ste, aconsejado por su mala conciencia de racionalista, se excus¨® objetando que su pintura iba ya demasiado aprisa. No era ¨¦ste problema para Calder, nada le imped¨ªa hacer su real gana. Su camino, dice Giovanni Carandente, se dirige hacia una invenci¨®n sin pretensiones culturales. Los vocablos que definen sus obras (m¨®viles, st¨¢biles, flechas) son, como es sabido, de invenci¨®n ajena; ¨¦l las llama simplemente ?cosas?, pues sabe que lo que nace del juego no puede ser definido sino a riesgo de perderse en explicaciones infinitas que nos convertir¨¢n, como al aprendiz de brujo, en esclavos de nuestro propio delirio. Y es en esta medida que resulta un personaje ahist¨®rico, como han hecho notar Alain Jouffroy y Pierre Descargues. No cabe pensar que Calder pueda ser prendido en las redes del an¨¢lisis, condici¨®n esencial para que la creaci¨®n se convierta en su historia, pues previamente se cuida de desmentir lo que sobre ¨¦l se afirme.
S¨®lo resultar¨ªan tolerables aquellas definiciones que, haciendo hincapi¨¦ en lo po¨¦tico, compartir¨ªan con Calder la capacidad de maravillarse como motor de creaci¨®n, ?no significando realmente nada?. Tal es el caso de la espl¨¦ndida denominaci¨®n que concede Descargues a esos juguetes improvisados para los amigos (que considera, agudamente, lo m¨¢s bello del escultor americano), a los que llama ?chatarra amaestrada?. Junto a su inmoderada pasi¨®n por el puro juego, otro elemento atraviesa de parte a parte la vida del artista. Se trata de la iron¨ªa, arma que le permite desenvolverse en la tierra de nadie que separa la producci¨®n art¨ªstica del quehacer maniaco del alienado y que motiv¨® el equivoco de su primera aparici¨®n p¨²blica europea en el ?Sal¨®n de los Humoristas? parisiense de 1927 (al igual que hiciera su compinche Marcel Duchamp veinte a?os antes). Y es esa misma iron¨ªa la que impregnaba sus palabras al afirmar: ?La pereza llega con el ocio. Es necesario poseer la habilidad de aprovechar nuestros ocios: resulta un clima propicio a la invenci¨®n?. ?Mal pod¨ªa permitirse aleccionarnos contra la pereza quien hizo un arte de prolongar los juegos de su ni?ez!
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