El Poder y la verdad
La de tinta que se ha consumido ¨²ltimamente, en este pa¨ªs, a prop¨®sito de los llamados l¨ªderes pol¨ªticos, e, indirectamente, a prop¨®sito de las relaciones entre el intelectual y el poder. Un asunto complejo y enojoso; un asunto, dicho sea de paso, que confirma las secretas afinidades entre el poder y el eros, su comunidad de origen m¨¢s all¨¢ de las legitimaciones. El poder, lo mismo que el eros, siempre est¨¢ de moda. El poder siempre est¨¢ en el centro de las atracciones o las repulsiones. El poder se relaciona con la coacci¨®n de las conductas, con los paradigmas de referencia, con el suelo ideol¨®gico que pisamos. La gente, cuando discute de pol¨ªtica, pone en juego sus absolutos de referencia. Se comprende su apasionamiento.S¨ª, todo est¨¢ impregnado de poder; siempre bailamos en la ¨®rbita de alg¨²n centro de poder, y -como lo apunt¨¦ en un anterior art¨ªculo- no se trata tanto de que el poder est¨¦ monopolizado por alguien cuanto de que el poder es monopol¨ªstico en s¨ª mismo. Tener poder es tener alg¨²n monopolio de poder. Tener poder implica que alguien carezca precisamente de este poder. Tambi¨¦n dijimos que entre el poder y el antipoder, entre la coacci¨®n y la libertad, se configura el pluralismo, la relativizaci¨®n general progresiva. Nos pregunt¨¢bamos si ese pluralismo puede alargarse indefinidamente y comentamos que ¨¦sta era una cuesti¨®n perenne de la filosof¨ªa, algo m¨¢s que un rompecabezas procedente de un mal uso del lenguaje.
Pues bien, lo que hoy nos importa es aproximarnos a las relaciones entre el poder y la verdad, entre el intelectual y la pol¨ªtica. Cuando la reciente dimisi¨®n de Enrique Fuentes Quintana record¨¦ -mutatis mutandis- mis propias cavilaciones en la ¨¦poca en que renunci¨¦ a mi acta de diputado. Hice entonces unas declaraciones que hoy me agradar¨ªa matizar. El caso es que uno sigue pensando que la pol¨ªtica es algo demasiado importante para dejarla exclusivamente en manos de los pol¨ªticos. Uno estima que cient¨ªficos, intelectuales, soci¨®logos, administrativos, t¨¦cnicos y artistas -en el orden que se prefiera, y a ser posible sin demasiado orden- deber¨ªan encontrar una nueva estructura interdisciplinaria de poder. Ahora bien, lo que ocurre es que -por el momento- una cosa es la dimensi¨®n pol¨ªtica de las acciones humanas y otra el ejercicio cotidiano de la pol¨ªtica como profesi¨®n. Y aqu¨ª es donde el intelectual tiende a deslindarse. Pongamos por caso las campa?as electorales. En ellas lo que priva es una determinada t¨¦cnica de persuasi¨®n. Y es obvio que ello resulta particularmente desalentador para el intelectual en tanto que intelectual: El tipo de racionalidad del lenguaje pol¨ªtico tiene aqu¨ª poco que ver con la racionalidad del lenguaje cient¨ªfico. Aqu¨ª se trata de vencer y de convencer. La verdad es la victoria, el error es la derrota. La verdad de un pol¨ªtico en campa?a es como la verdad de un vendedor; casi todo se reduce a colocar un producto. La lucha por el poder cobra entonces aspectos de agresividad y pantomima particularmente enfadosos. Inevitablemente se piensa en los rituales de las luchas entre animales. La arena pol¨ªtica es un espacio donde se equilibran las agresividades y donde uno se mantiene en pie a fuerza de tensi¨®n y adrenalina. Ir a un mitin pol¨ªtico para escuchar la ?verdad? de un l¨ªder es casi un contrasentido: lo que se va a escuchar, a presenciar, es el poder de persuasi¨®n de este l¨ªder, su energ¨ªa y su capacidad proselitista.
Es, pues, un juego estrictamente aut¨®nomo el de las luchas electorales, y el de la lucha pol¨ªtica en general; un juego que obedece a un reglamento sui generis. As¨ª que procede distinguir entre las reglas de juego del intelectual y las reglas de juego del pol¨ªtico, y en particular del pol¨ªtico de partido. Desde luego, nada impide que un intelectual pueda asumir responsabilidades pol¨ªticas, comprometerse y ensayar una praxis social. Ahora bien, la ejecuci¨®n diaria y cotidiana de un programa pol¨ªtico obedece a un tipo de racionalidad digamos pragm¨¢tica, y s¨®lo remotamente te¨®rica. El pol¨ªtico se enfrenta con intereses, pasiones, c¨®digos de convivencia, y cuando usa las palabras es en un contexto m¨¢s operativo que denotativo. El arte de un pol¨ªtico se inscribe en la pragm¨¢tica de la comunicaci¨®n.
Y, sin embargo, conviene comprender que, a un nivel m¨¢s profundo, el poder y la verdad, el conocimiento y la pol¨ªtica, vienen siempre interrelacionados. No s¨®lo la teor¨ªa de las ideolog¨ªas, sino la propia epistemolog¨ªa cient¨ªfica nos ilustra sobre ello. Sabemos desde Popper, Bachelard, Koyr¨¦, Plaget, Kuhn, Foucault, que incluso la experiencia es un momento de la teor¨ªa y que la teor¨ªa no encuentra jam¨¢s unos hechos, sino que los construye. Pero esta construcci¨®n es tambi¨¦n sociocultural y en ella juega un importante papel el consenso pol¨ªtico de los expertos. En su conocida obra sobre la estructura de las revoluciones cient¨ªficas, Thomas Kuhn llam¨® la atenci¨®n sobre los mecanismos sociales que acompa?an a las revoluciones cient¨ªficas, y sobre la manera como cada una de estas revoluciones altera m¨¢s o menos brutalmente una cierta ortodoxia establecida, es decir, un paradigma. El caso es que el an¨¢lisis del lenguaje cient¨ªfico incide con la sociolog¨ªa de las ciencias, con la etnolog¨ªa de las ciencias, etc¨¦tera; lo cual explica que muchas teor¨ªas cient¨ªficas se hayan mantenido a lo largo de la historia, a pesar de haber sido descalificadas por la experiencia. Para que una revoluci¨®n cient¨ªfica tenga ¨¦xito se requiere un cierto consensus entre los cient¨ªficos o, al menos, entre un n¨²mero suficiente de mandarines de la cultura. Como lo ha escrito Pierre Thuillier, la formulaci¨®n y la validaci¨®n de las teor¨ªas cient¨ªficas se apoya en un arri¨¨re plan hist¨®rico-social. La relaci¨®n entre s¨ªmbolos l¨®gicos y hechos observables es mucho m¨¢s ambigua de lo que creyeran Newton y los primeros positivistas l¨®gicos. No existe, por definici¨®n, ning¨²n criterio absoluto para separar lo que es observaci¨®n de lo que es teor¨ªa, y, en este contexto, la ciencia incide pr¨¢cticamente en el arte.
Con el arte y con la pol¨ªtica. Pues el poder se relaciona con la verdad, a trav¨¦s del c¨®digo y del paradigma. El sometimiento a un c¨®digo supone un poder que coacciona y que condiciona la inteligibilidad. Las relaciones entre el poder y la verdad son as¨ª ¨ªntimas y permanentes. A la cl¨¢sica tipolog¨ªa establecida por Weber habr¨ªa que a?adir hoy la del c¨®digo comunicativo, como un poder en s¨ª mismo. Cualquier modelo de racionalidad posee un poder de seducci¨®n sobre las mentes por el mero hecho de ser inteligible. Sucede, pues, que no s¨®lo por cuestiones pr¨¢cticas, sino tambi¨¦n te¨®ricas, el poder y la verdad se encuentran estrecha mente entrelazados. Manifiesta o latentemente, por debajo de toda pol¨ªtica subyace un esquema te¨®rico, y por debajo de todo esquema te¨®rico se configura una pol¨ªtica. Dentro de este contexto, la misma distinci¨®n entre intelectual y pol¨ªtico es superflua. El entramado de la realidad (de la realidad culturalmente construida) es tanto praxis te¨®rica como teor¨ªa pr¨¢ctica. Precisamente porque la verdad objetiva no existe en parte alguna (salvo en el cerebro de los escol¨¢sticos), todo es a la vez te¨®rico y pr¨¢ctico.
No, no es contradictorio que los Intelectuales se mezclen con la pol¨ªtica. La objeci¨®n no es de fondo; s¨®lo es de m¨¦todo. El pol¨ªtico profesional -al menos en el actual estado de cosas- tiene que atenerse a unas reglas de juego esencialmente pr¨¢cticas y estrat¨¦gicas. En ello est¨¢ entrenado y en ello est¨¢ curtido. El pol¨ªtico profesional carece de tiempo, y probablemente de apetito, para investigar. En cambio, el Intelectual quiere sentirse libre y descargado de la ganga de los forcejeos cotidianos con los intereses, las ideolog¨ªas y las estrategias. Ahora bien, ello no obsta -sino al contrario- para que el intectual pueda influir indirectamente (a nivel de paradigma, c¨®digo y conciencia colectiva) en las decisiones relacionadas con la cosa p¨²blica, en la construcci¨®n cultural de la realidad.
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