Leonardo Torres Quevedo
M¨¢s de un lector se preguntar¨¢ cu¨¢l es el motivo de la presente referencia a Leonardo Torres-Quevedo en una secci¨®n de arte. La explicaci¨®n resulta sencilla. Se trata, sin duda, del m¨¢s claro ejemplo nacional entre las figuras que pudieron despertar el inter¨¦s de esas vanguardias que, durante las tres primeras d¨¦cadas del siglo, se sintieron fascinadas por la mec¨¢nica. Futuristas, cubistas, dada¨ªstas, constructivistas y, m¨¢s cercanos a nosotros, esa suerte de glosadores que se llaman ultra¨ªstas, todos acordaron cantar a la m¨¢quina como depositaria de la belleza moderna. En pleno apogeo de la arquitectura del hierro, los ingenios mec¨¢nicos comenzaron a perder la verg¨¹enza de sus formas naturales y, abandonando los complejos caparazones art nouveau que las ocultaban, mostraron sus entra?as. Es el momento en que las discusiones est¨¦ticas se deciden a dignificar la labor del ingeniero. Lo bello y lo ¨²ltil se hermanan. Un complejo de t¨¦cnicas que se revela eficaz para crear una realidad espec¨ªficamente humana, artificial, dar¨¢ al traste con los sue?os medievales de William Morris, al tiempo que roba los corazones de los hombres del nuevo siglo. El protagonista de este hecho es el inventor, y no el cient¨ªfico a quien hoy estamos acostumbrados, pues aquel t¨¦rmino alude m¨¢s al art¨ªfice capaz de maravillar que a la utilidad que de ello se consiguiese. Dentro del ¨¢mbito nacional es Torres-Quevedo quien mejor encarnar¨¢ esa imagen cantada por la vanguardia. Su Husillo sin fin bien podr¨ªa pasearse por un lienzo de Picabia. Asimismo, el Transbordador sobre el Ni¨¢gara de las lunas de miel americanas forma parte del paisaje t¨®pico estadounidense como los rascacielos de Manhattan o los colosales bustos de los presidentes.Pero lo que resulta seguramente m¨¢s interesante entre las creaciones de Torres-Quevedo, bien que a un nivel conceptual m¨¢s que formal, son sus aut¨®matas. Desde siempre ha sido ¨¦ste el tipo de artificio mec¨¢nico menos cercano a una finalidad utilitaria. Su lugar era el gabinete de curiosidades, y su funci¨®n, la de maravillar. Por su capacidad de mimetizar a la naturaleza, creando una realidad aut¨®noma, se acercaban prodigiosamente al lenguaje de la pintura y la escultura, aportando una dimensi¨®n nueva: la del movimiento desarrollado en el tiempo, que ser¨ªa reintroducida m¨¢s tarde por el cine. Pero los Ajedrecistas de Torres Quevedo suponen el nacimiento de un concepto de aut¨®mata moderno. El Flautista de Vaucanson y los Escribientes de Jaquet-Droz y Von Knaus eran tan s¨®lo habilidosos simulacros que se ve¨ªan condenados a repetir una melod¨ªa o un texto fijado de antemano. El Ajedrecista, sin embargo, va m¨¢s all¨¢. Su autor se inspir¨®, sin duda, en el famoso Turco, jugador de ajedrez, del bar¨®n Von Kempelen, que Poe (y Robert Houdin, en forma m¨¢s rocambolesca) se dedicaron a desenmascarar como supercher¨ªa. Frente a las objeciones fundamentales de Poe, que se centraban en que el Turco no ganaba siempre, ni segu¨ªa un ritmo regular (lo que lo apartaban de la idea de m¨¢quina), Torres-Quevedo presenta un artilugio real que cumple la primera condici¨®n y supera la segunda. En efecto, centr¨¢ndose en un final de partida, gana siempre y se permite aceptar el ritmo de su contrincante. Frente a los juguetes mec¨¢nicos del pasado, el Ajedrecista no se limita a reproducir, sino que es capaz de responder a problemas concretos nuevos, dentro del sistema de juego. Como dir¨¢ Norbert Wiener de ordenadores m¨¢s complejos: ?La m¨¢quina que juega se transforma continuamente en una m¨¢quina diferente.?
Leonardo Torres-Quevedo
Palacio de Cristal Parque del Retiro
Babelia
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