Nueva York
Estoy en, Maxwell, el bar elegante que puso de moda Frank Sinatra, a?os ha, estoy en Maxwell, entre llamas que nos iluminan desde las paredes, el p¨²blico m¨¢s snob de Nueva York, que hace cola para cenar, y las rubias m¨¢s rub¨ªsimas de la calle setenta y tantos, que unas me miran y otras no me miran.Nueva York. Hemos vivido la noche ancha de la Bowery, en cuyas esquinas los alcoh¨®licos hacen hogueras de tablas para dormir sobre la nieve, al amor de la botella de alcohol puro de noventa grados, porque las brujas del Ej¨¦rcito de Salvaci¨®n les dan cama gratis, pero les cachean el alpiste, o sea, la bebida. Y ahora estamos aqu¨ª, en Maxwell, en este barrio de Salamanca neoyorquino. La ciudad se divide implacablemente por barrios, por zonas, por distritos. La capital de la democracia es un reino de castas y clases que nadie puede saltarse. Cada uno en su barrio y Carter en todos:
-Aqu¨ª viene la americana sola a ligar compa?¨ªa estable o inestable. Y efectivamente, a mi lado hay una joven rubia gorda con gafas, yo dir¨ªa incluso que con bigote, que hace esfuerzos por pasar de su ingl¨¦s neoyorkino y su espa?ol de Torremolinos a mi ingl¨¦s herm¨¦tico y mi espa?ol cansado. Que hace esfuerzos por pasar de su gordura a mi coraz¨®n viajero: ?Vivo aqu¨ª cerca (indicaci¨®n de clase) y tengo un apartamento para m¨ª sola? (indicaci¨®n sexual). Pero hemos estado en Washington Square, cruzando la plaza de todos los peligros y todas las violaciones, donde Ra¨²l del Pozo dijo una vez:
-Yo debo tener m¨¢s cara de delincuente que nadie, porque a m¨ª nunca me han atracado, ni siquiera en esta plaza.
Pero los morenos, los oscuros, los silenciosos, se acercan peligrosamente en la noche, en una noche de las cinco de la tarde, penetrada de rascacielos iluminados -?aqu¨ª la luz es muy barata?-, como ve¨ªa Lorca alfilereado de agujas de luz un muslo de la gran ciudad. En la plaza de la Universidad, el monumental Busto de Sylvette, de Pablo Picasso, que es un hermoso retrato en piedra de una de aquellas musas con cola de caballo, tipo BB, que tuvo Picasso en los cincuenta. La gorda insiste.
En el Greenwich Village, la taberna m¨¢s vieja de la ciudad, una taberna irlandesa con insignias y fotos desastrosas. La mezcla juvenil de sangres ha dado en Nueva York la quinta raza de Vasconcelos, un entrecruce brillante y desconcertante del que afloran, como an¨¦monas on¨ªricas y sexuales, los rostros dulces de las negras blancas, los rostros maternales de las blancas rojas, los rostros bellos de la americana pura.
-Que vive aqu¨ª cerca y que tiene el apartamento para ella sola. Que esto se anima mucho un poco m¨¢s tarde. Que no nos vayamos todav¨ªa.
-Vale.
Margaret Mead, Betty Friedan, Valerie Solanas. Lo que ustedes quieran. Todo el poderoso feministo yanqui no podr¨¢ redimir nunca a esta pobre chica de domingo, gorda y fea, que necesita amor, compa?¨ªa, continuidad, algo. Las razas mezcladas triunfan m¨¢s y mejor, y la nieve espesa de Nueva York cae del cielo cercano, de ese cielo que acercan los rascacielos, purificando en blanco intenso los pecados m¨²ltiples de la sangre cloacal de la ciudad.
Hemos estado en la planta cien de unas famosas torres, tras recorrer un tapiz de Mir¨® de la extensi¨®n de un Congreso de UCD. Dice el americano tranquilo:
-Desde aqu¨ª, en d¨ªas claros, se ven hasta cuatro Estados.
-Y en d¨ªas muy claros, ?se alcanza a ver la base de Torrej¨®n?
Negro renegro el Brookling de Henry Miller y Maxwell Grant. Luminoso y travolta el Broadway de siempre, como un sue?o de Jorge Fiestas. Barroco el bar Maxwell, irreal de llamas, vitrales y l¨¢mparas broqueladas. Jos¨¦ Mar¨ªa Carrascal ha escrito una novela en ingl¨¦s sobre los sefarditas de Nueva York. La primera y densa nevada de noviembre es la comuni¨®n de todos los santos, de esta ciudad de pecadores, jud¨ªos y puritanos. La chica, la eterna americana sola y solitaria, insiste: ?Vivo muy cerca, soy de este barrio, tengo apartamento.? Albert Ellis lo llam¨® La tragedia sexual norteamericana. S¨®lo Sylvette, busto de Picasso, me ha enamorado en Nueva York.
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