"La Merope", de Terradellas
El siglo XVIII espa?ol y buena parte del XIX est¨¢n dominados por la ¨®pera italiana. A decir verdad, con la llegada de los Borbones, llega tambi¨¦n el melodrama, pues hacia ¨¦l se inclinaban, preferentemente, los gustos reales y los cortesanos. Cierto que se produce, en alguna medida, la l¨®gica reacci¨®n nacionalista, defensora de las tradiciones propias -Literes, Mis¨®n, Nebra, Hita-, pero en el campo oper¨ªstico, si queremos sintetizar, la ¨®pera espa?ola no llega a hacerse realidad. Si contamos con dos formidables operistas italianos nacidos en Espa?a: el catal¨¢n Terradellas y el valenciano Mart¨ªn y Soler.Pero, a todos los efectos, funcionan al margen de la problem¨¢tica nacional, ya que pertenecen, de lleno y por derecho, a las escuelas de Italia. No en vano, durante mucho tiempo, hasta sus nombres se usaron escritos a la italiana: Terradeglias y Martini lo Spagnuolo. Bien es verdad que en algunas p¨¢ginas del segundo (nacido cuarenta y tantos a?os despu¨¦s que su compatriota) pueden advertirse signos de identidad nacional, aunque no es el caso de las ¨®peras.
Teatro de la Zarzuela
La Merope, de Terradellas. ?ngeles Chamorro, Manuel Cid, J. Molina, P. P¨¦rez ??igo, I. Rivas, C. Sinovas y A. Leoz. Directores: M. Roa y A. Guti¨¦rrez.
Entre los dramas de aquel formidable personaje qu¨¦ fuera Apostolo Zeno (como Soler, cultivador de la numism¨¢tica), La Merope fue puesta en m¨²sica varias docenas de veces, como suceder¨ªa con la Dido, de Metastasio, el contin uador de Zeno. Repasar algunos autores es, a la vez, reconstruir el mundo a que perteneci¨® Terradellas.
Ten¨ªa un a?o nuestro m¨²sico cuando Gasparini present¨® su Merope, a la que siguen las de Orlandini, Predieri, Giacomelli, Jomelli, Terradellas, David P¨¦rez, Sciroli, Jos¨¦ Scarlatti y tantas otras posteriores ya a la existencia de Terradellas. No existe bibliograf¨ªa de f¨¢cil alcance sobre el autor de La Merope que acaba de representarse (?de estrenarse? Posiblemente) en el teatro de la Zarzuela, Por lo mismo es l¨¢stima que no se reedite y traduzca al castellano el conciso y muy serio estudio de Joseph Rafel Carreras (Barcelona, 1908), que todav¨ªa se encuentra, de vez en vez, en las librer¨ªas anticuarias de la calle de la Paja, en la Ciudad Condal. En 1934, Joan Roca public¨® un ensayo en la Revista musical catalana que no deja de ofrecer matices de inter¨¦s.
Lo importante es la belleza de la partitura, absolutamente ce?ida a los h¨¢bitos de su tiempo -lo mitol¨®gico, lo heroico, lo pastoril, lo caballeresco, como dice Wiell- en cuanto se trata de largos recitativos. coronados por arias, pero tocada de invenci¨®n personal y aportaciones de hondo dramatismo.
Pero eso s¨ª, al escuchar La Merope pensamos con frecuencia en Pergolesi. no pocas veces el recuerdo va hacia Gluck y, hasta t¨ªmidamente, se siente el preeco de Mozart. No hablemos de Haendel, pues las dos personalidades espa?olas citadas. tan desconocidas, se empiezan a explicar al auditor si se recuerda que Terradellas es el contempor¨¢neo del m¨¢s maduro Haendel (¨¦ste nace veintiocho a?os antes, pero muere ocho a?os despu¨¦s que el catal¨¢n), en tanto Mart¨ªn y Soler lo es de Mozart.
Con todo, ante La Merope casi puede hablarse de inicial transici¨®n del barroco al clasicismo: ah¨ª est¨¢ su modesta importancia hist¨®rica. Nada modesta es la belleza de tantas arias e, incluso, la mayor significaci¨®n Y sustantividad de los recitativos si los comparamos con otros anteriores y coet¨¢neos. Desde el punto de vista del relieve orquestal, creo que acierta plenamente Angl¨¦s cuando apunta concomitancias con Hesse.
Brava haza?a la de la Compa?¨ªa Espa?ola de Opera Popular al ofrecer La Merope, m¨¢s a¨²n cuando la versi¨®n super¨® la dignidad para alcanzar la brillantez. Ese talento inquieto, ese esp¨ªritu azogado que es Miguel Roa, llev¨® la direcci¨®n musical con fidelidad y buen sentido pr¨¢ctico; quiero decir que desde el primer momento olvid¨® tentaciones museales para hacer m¨²sica teatral viva. Recort¨® la larga partitura original (el tempo es hoy otro) y se atuvo a la revisi¨®n publicada, en 1936, por Robert Gerhard. Muy bien la escena a cargo de Angel Guti¨¦rrez: sobria, expresiva, directa, con el elemental pero certero decorado.
En cuanto al reparto, hay que se?alar la belleza de l¨ªnea, la fuerte expresividad, tan incisiva, de ?ngeles Chamorro; la maestr¨ªa estil¨ªstica de Manuel Cid, que, como gran oratorista, dio lecciones en materia de ?recitativos?; la buena comprensi¨®n, el buen arte l¨ªrico y dram¨¢tico de Paloma P¨¦rez ??igo, en lo que se distingui¨®, con peculiar personalidad Carmen Sinovas, en tanto Isabel Rivas compon¨ªa muy hondamente su personaje.
Juli¨¢n Molina, tan vers¨¢til, adapt¨® sus conocidas cualidades a las necesidades de la obra con agilidad de pensamiento y de t¨¦cnica, y Alfonso Leoz volvi¨® a mostrarsus facultades art¨ªsticas innatas. La orquesta rindi¨® al m¨¢ximo de sus posibilidades y Perera al clave se comport¨® con maestr¨ªa. Todos, con los directores al frente, fueron largamente ovacionados.
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