Caperucita ya no se pincha
Entra la ma?ana quebrada en grandes ¨¢ngulos de sol entre los vol¨²menes e ilumina las vomitonas, diez, veinte, cuarenta bofes, fragmentos de conciencia arrojados en el pavimento sin necesidad de acariciarse la campanilla, botellas de cerveza estalladas, papeles pringados, sudor del vino y orina solidificada en la pared de la iglesia. Un barrendero de la comunidad se lleva los deseos irrealizados de la noche anterior en una carretilla a las once de la ma?ana. Los bares, las tabernas, los pubs, las cafeter¨ªas y los clubs americanos est¨¢n cerrados. No se abren hasta el atardecer, cuando el aire va cogiendo otra vez un perfume de hierba y los nuevos buscadores de oro vuelven a los fosos del laberinto de Creta a seguir excavando. Entonces se oye la oraci¨®n del traficante: ?A la rica marihuana, oiga; tengo nieve de la mejor calidad, ¨¢cido de tres sabores y chocolate afgano, billetes abiertos para un viaje a Gan¨ªmedes.?El centro Arg¨¹elles lo forman dos patios comunicados, trenzados de pasillos, pasarelas y galer¨ªas que constituyen los s¨®tanos de la nueva cultura en sesenta aulas o garitos, bajo tres bloques de viviendas de una burgues¨ªa media con horario fijo, camisa planchada y la duda met¨®dica puesta a enfriar en el frigor¨ªfico junto a los supositorios de los ni?os, que oyen todas las noches los jadeos de Ariadna cuando es violada met¨®dicamente por los freakies en riguroso turno.
A las diez de la noche, el laberinto ha cogido toda su densidad. Los camellos trabajan a pleno rendimiento entre los nudos de carne alucinada contra las barras, en la escombrera de muslos y senos de los divanes, bajo un polvo rojo donde la ¨²ltima generaci¨®n forma una red de piernas, la trama de una almadraba que enreda, cada vez m¨¢s, los atunes, los penes y las vulvas escarchadas de unos adolescentes llenos de felicidad anfetam¨ªnica. Esta es una cultura gobernada por un lejano rey de Cnosos, bajo un rock que te hace vibrar el intestino sacro y el alarido de Janis Joplins, la dulce pecosa que salt¨® la tapia con la sobredosis, un grito de p¨¢nico que dice m¨¢s que cualquier estad¨ªstica y raya el acantilado por donde se despe?a acompa?ada por los cuervos hasta el fondo del cauce seco.
Los buenos burgueses de arriba quieren dormir tranquilos sin ese malvado griter¨ªo de los buscadores de la nueva cultura, sin el reflejo de las navajas que traspasa los dulces visillos, sin el aullido del hombre lobo en estado de ¨¦xtasis, que se mete en el dormitorio del se?or notario cuando la esposa est¨¢ colocando el camis¨®n rosa sobre la l¨¢mpara de la mesilla para preparar una tierna escena de amor sabatino. Abajo se oye la oraci¨®n del traficante: ?Tumbaos panza arriba, hermanos, y esperad el santo reino de las ladillas. Llenad el mundo de placeres, arrojad flores en el engranaje de las m¨¢quinas.? El traficante pone el meg¨¢fono en su morro de mulato y desde la pasarela del centro Arg¨¹elles adoctrina a un grupo de buscadores de oro en la boca de la mina.
Sabed que debajo de cada religi¨®n o cultura hay una droga, un zumo de fruta o un extracto de planta. El vino fermenta la alucinaci¨®n greco-latina y los sacerdotes y los poetas lo han convertido en dios. El hinduismo ha alcanzado el desvar¨ªo glorioso de la anemia a trav¨¦s del dulce ca?am¨®n que te inciensa el cerebro y te afloja las v¨ªsceras. Lo diab¨®lico es la mezcla. El demonio no es m¨¢s que un genio que une dos culturas, que te frota la gl¨¢ndula pineal con la corriente alterna de una lija que segrega un concepto de culpa. ?A la rica marihuana, oigan.?
En ese momento, el notario del sexto interrumpe furiosamente el d¨¦bito conyugal y arroja desde la terraza una botella de gaseosa sobre el orador, pero el casco se estrella contra la cabeza de Caperucita que estaba all¨ª en el aula oyendo al catedr¨¢tico con la cestita llena de metadona para llev¨¢rsela a la abuelita. Al d¨ªa siguiente ha salido la noticia en los peri¨®dicos. En la Universidad han matado a Caperucita, una alumna ejemplar.
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