El debate de investidura
Profesor agregado de Teor¨ªa del Estado y Derecho Constitucional
A pocos d¨ªas de que se inicie el proceso de formaci¨®n del nuevo Gobierno a¨²n se discute y a¨²n no se sabe si el candidato a la presidencia del Gobierno que el Rey proponga aceptar¨¢ un debate sobre su programa ni si se dignar¨¢ comunicar al Congreso la lista de las personas con las que piensa componer su Gabinete. La cuesti¨®n no carece de importancia, pues las decisiones que en relaci¨®n con uno y otro punto adopte el candidato, adem¨¢s de iniciar una pr¨¢ctica constitucional que puede convertirse en costumbre, podr¨ªan afectar seriamente a la implantaci¨®n del propio r¨¦gimen democr¨¢tico interesando en ¨¦l a la opini¨®n p¨²blica o, por el contrario, ensanchando el abismo cada vez mayor que la separa de la clase pol¨ªtica.
Es cierto que la Constituci¨®n, al regular la votaci¨®n de investidura, no aclara mucho las cosas y por eso no fuimos pocos los constituc¨ªonalistas que subrayamos en su momento, cuando a¨²n hab¨ªa tiempo para corregirlas y subsanarlas, esas lagunas del texto en el que tan s¨®lo se dice que el candidato ?expondr¨¢ ante el Congreso de los Diputados el programa pol¨ªtico del Gobierno que pretenda formar y. solicitar¨¢ la confianza del Congreso?. Nuestros comentarios encontraron poco eco y en este asunto en particular no tuvimos mucha suerte. Por tanto, corresponder¨¢ ahora al candidato a presidente interpretar personalmente el sentido de esa norma y tanto si su decisi¨®n es la de someterse a debate y Presentar su lista de Gobierno como si es la contraria nadie podr¨¢ juzgarla jur¨ªdicamente incorrecta.
Sin embargo, no todo lo que es jur¨ªdicamente correcto lo es t¨¢mbi¨¦n pol¨ªticamente. Y de ah¨ª la importancia de que el futuro candidato resuelva, dejando a un lado intereses partidistas o t¨¢cticos de corto alcance, anteponiendo los intereses generales del propio r¨¦gimen y comprendiendo con claridad el significado que en una democracia moderna, como la que establece nuestra Constituci¨®n, reviste la votaci¨®n de investidura mediante la que se inicia la relaci¨®n de confianza entre el Gobierno y el Parlamento.
En este sentido, todo el mundo sabe que hoy d¨ªa los debates parlamentarios y, entre ellos, el de investidura no cumplen ya la misma funci¨®n que cumpl¨ªan en el siglo XIX. Lo normal es que la dial¨¦ctica parlamentaria sea sustituida por una sucesi¨®n de mon¨®logos que en poco o en nada modifican las actitudes previamente adoptadas por la plana mayor de cada partido cuyas directrices se ven obligados a seguir escrupulosamente los parlamentarios. Sin embargo, no es imposible, ni much¨ªsimo menos, que en el curso o con ocasi¨®n del debate algunos grupos modifiquen su posici¨®n, sea porque encuentren una buena raz¨®n para hacerlo, o sea simplemente porque encuentren un pretexto aceptable. En todo caso, el debate parlamentario cumple adem¨¢s una funci¨®n b¨¢sica en el contexto de las democracias semiplebiscitarias de nuestro tiempo: la de fijar p¨²blicamente, de cara a la opini¨®n, la posici¨®n razonada de cada partido sobre el tema que se discute.
En el caso que nos ocupa, el caso del debate del programa de Gobierno previo a la votaci¨®n de investidura, esa funci¨®n adquiere una importancia muy especial, pues no s¨®lo obliga al futuro presidente a especificar los pormenores del programa, la forma, los medios y el ritmo con que se propone aplicarlo, sino que obliga tambi¨¦n a cada partido a asumir p¨²blica, formal y solemnemente sus propias responsabilidades al acordar o negar su confianza al Gobierno explicando y fundamentando las razones que lo inducen a ello. Y ello, a la vez, permite al resto de los ciudadanos juzgar la coherencia y seriedad de cada grupo, tomar coinciencia de las cuestiones que aproximan y separan a los distintos partidos entre s¨ª y comprender claramente cu¨¢les van a ser los principales problemas en torno a los que ha de centrarse la pugna pol¨ªtica entre el Gobierno y la Oposici¨®n.
Prescindir de ese debate ser¨ªa por eso tanto como renunciar a una de las mejores ocasiones que se presentan, y s¨®lo de tiempo en tiempo, para clarificar el proceso pol¨ªtico, y tanto como desconocer, por otra parte, la naturaleza misma del r¨¦gimen parlamentario. Considerar que la exposici¨®n del programa constituye un simple requisito formal previo a la votaci¨®n equivale a suponer no ya que las decisiones pol¨ªticas fundamentales se toman fuera del Parlamento, sino que la opini¨®n p¨²blica no tiene por qu¨¦ conocer de manera oficial y fehaciente las razones que han inducido en cada caso a la adopci¨®n de tales decisiones, al partido gubernamental y a los dem¨¢s partidos. Y, por supuesto, ning¨²n sentido tiene posponer el debate, hasta despu¨¦s de que el voto haya tenido lugar, pues ello significa la consagraci¨®n formal de la esterilidad de toda discusi¨®n parlamentaria e incluso del Parlamento mismo en donde los problemas se discuten para poder votarlos y no se votan para poder discutirlos.
Por otra parte, el silencio que la Constituci¨®n guarda en este punto quiere decir, por lo pronto, que no se excluye la posibilidad del debate, como se hace, en cambio en la Constituci¨®n alemana, porque la votaci¨®n recae s¨®lo sobre el candidato y no sobre el programa, pero, adem¨¢s, ese silencio y el poco caso que se hizo a las sugerencias de los constitucionalistas tal vez quieran decir algo m¨¢s. Porque tal vez presupongan la convicci¨®n de que, en buena t¨¦cnica constitucional, es innecesario incorporar al texto todo aquello que, de acuerdo con la l¨®gica del sistema parlamentario, resulta obvio. Como, por ejemplo, que ?exponer? el programa al Congreso obliga a discutirlo antes de someterlo a votaci¨®n. Nuestra Constituci¨®n, en este punto, sigue a la francesa de 1946, y aunque tampoco en ella se dec¨ªa nada acerca del debate previo al voto de investidura siempre se consider¨® pertinente y obligado.
Siguiendo tambi¨¦n el ejemplo franc¨¦s no se puntualiza en nuestra Constituci¨®n si el candidato deber¨¢ o no presentar al Congreso, al tiempo que el programa, la lista del Gobierno que se propone formar. Pero ?tiene sentido pronunciarse sobre un programa sin saber qui¨¦n va a encomendarse su aplicaci¨®n y ejecuci¨®n?, ?no es este, por lo menos, un dato importante a tomar en consideraci¨®n antes de inclinarse en uno u otro sentido? ?no puede ser un elemento clave de las negociaciones entre el partido mayoritario y los dem¨¢s cuyo alcance y significaci¨®n debe ser conocida por todos los grupos as¨ª como por la opini¨®n p¨²blica?, ?no debilitar¨¢ la coherencia interna del Gabinete el hecho de que el programa en vez de ser producto de un acuerdo y de un compromiso entre sus miembros les venga impuesto a cada uno de ellos por la omn¨ªmoda voluntad de su presidente?, ?no implicar¨¢ ese procedimiento un deterioro de la categor¨ªa pol¨ªtica de los propios ministros que, elegidos despu¨¦s de aprobado el programa, lo ser¨¢n seguramente m¨¢s por su lealtad personal al presidente que por su capacidad de actuaci¨®n y representaci¨®n pol¨ªtica?
La respuesta a todas esas preguntas no es ya un misterio para nadie. La pr¨¢ctica que gener¨® esa f¨®rmula elusiva en la Francia de la posguerra fue criticada desde todos los cuarteles y se convirti¨® en el principal objeto de la reforma constitucional de 1954 que precis¨®, sin lugar a dudas, la obligaci¨®n de informar a la asambIea al solicitar el voto de investidura, sobre la composici¨®n del Gabinete que el aspirante a presidente se propon¨ªa formar. Reforma que, desde luego, habr¨ªa resultado innecesaria si el texto en cuesti¨®n hubiera sido interpretado en forma m¨¢s adecuada desde el primer momento.
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