Sin Aurora
La Aurora es un local del viejo Madrid, ah¨ª, cercano a Luna, entre callejas estrechas y esquinadas. La Aurora es un peque?o bar y mucho m¨¢s, un refugio amigo en el que sentirse menos solo, un lugar para o¨ªr m¨²sica en directo, y entre sus paredes maquilladas de colores di¨¢fanos e ingenuos hay sitio para magos, para ciclos de jazz y de flamenco, para sesiones de cine experimental, para representaciones teatrales para ni?os, que los de La Aurora estaban incluso a punto de conseguir una subvenci¨®n ministerial para estos menesteres infantiles. A La Aurora acud¨ªa una clientela pac¨ªfica y barba da, profesionales j¨®venes y diputados de izquierdas, m¨²sicos en paro (o sea, todos) o actores, y, en definitiva, esa masa de gente que est¨¢ rebasando la treintena con alg¨²n que otro sobresalto, gente toda que quiere demostrar y demostrarse que el crecer no implica envejecer ni traicionarse. Y ah¨ª estaban, encontr¨¢ndose en La Aurora, ote¨¢ndose mutuamente, sinti¨¦ndose acompa?ados, y por las tardes Agust¨ªn Garc¨ªa Calvo deshac¨ªa verbalmente el mundo y reventaba ortodoxias a lomos de su tertulia, y, en resumen, La Aurora era una isleta de fantas¨ªa en medio del tedio y la rutina urbana. Bueno, pues La Aurora fue cerrada el 29 de marzo.
Llevaba el local cuatro meses de andadura, nada m¨¢s, cuando un mal d¨ªa lleg¨® la polic¨ªa cargada de papeles, p¨®lizas, precintos y denuncias. La autoridad trajo un cierre inmediato de quince d¨ªas y una lluvia de multas insensatas: La Aurora fue castigada porque actuaban tres m¨²sicos en ella. Y es que el local, como tantos otros, est¨¢ sujeto a una ley desfasada y delirante, una ley del a?o 1930, que tan s¨®lo le permite tener un piano o una guitarra, una ley que, entre otras cosas, proh¨ªbe ir embozado o mantener el sombrero puesto en interiores. Es, pues, una reglamentaci¨®n a?eja y boba bajo la que sobreviven mal que bien los peque?os bares con ansias novedosas, hasta que alguien desempolva el articulado, echa mano de los preceptos con af¨¢n punitivo y represor y sepulta estos locales bajo una burocracia acartonada.
Aguantaron los de La Aurora el cierre y recurrieron a las multas, pero hete aqu¨ª que al ir a pedir el permiso de reapertura se encontraron con una nueva suspensi¨®n de un mes (tambi¨¦n por la actuaci¨®n de tres m¨²sicos en vivo), que les convierte en reincidentes, sin haber tenido siquiera oportunidad de abrir; reincidentes, sin haber tenido reincidencia. Dicen que todo esto viene de la obcecada denuncia de un vecino, de un abogado de edad y color pol¨ªtico incierto, pero aun as¨ª resulta sorprendente. Porque es curioso que la polic¨ªa responda con tal tajante prontitud a esta denuncia y que ignore, por ejemplo, la ilegalidad tozuda de las salas de fiestas, denunciadas repetidas veces por el sindicato porque no tienen la plantilla m¨ªnima de m¨²sicos exigida por la ley. Y as¨ª, se permite, de hecho, que los grandes negocios de la noche roben puestos de trabajo y, sin embargo, amparados en una ley caduca, cierran aquellos locales que ofrecen empleo -y precisamente por ofrecerlo- a una rama profesional masacrada Y sangrante, como es la de los m¨²sicos, que est¨¢ en un 90% en paro.
As¨ª estamos, pues, con La Aurora cerrada y la vida entornada, viendo una vez m¨¢s c¨®mo los de siempre -un peque?o grupo- son poseedores no s¨®lo del dinero, sino de las leyes y del privilegio de su desigual aplicaci¨®n, viejos conocedores de triqui?uelas burocr¨¢ticas, reyezuelos de un mundo kafkiano que manejan a su servicio y beneficio. La Aurora no es m¨¢s que un s¨ªmbolo de que todo est¨¢ atado por rutinas, prepotencias y asfixiantes desigualdades, de que es dif¨ªcil la supervivencia siendo distinto, permaneciendo al margen del poder. De que todo sigue igual porque en este pa¨ªs a¨²n no se permiten las auroras, en este pa¨ªs en el que vivimos un crep¨²sculo continuo.
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