Tres encapuchados se llevaron quince millones en oro y joyas
Alrededor de quince millones de pesetas en oro y joyas cambiaron ayer de due?o en Madrid. Apenas diez minutos tardaron los atracadores que, armados y encapuchados, desvalijaron el taller de joyer¨ªa de la calle del Sol, n¨²mero 5. Eran poco m¨¢s de las ocho de la ma?ana, y los joyeros se quedaron sin existencias.
Jos¨¦, uno de los empleados de ese casi impropio taller de joyer¨ªa que perdura en la calle del Sol, n¨²mero 5, puls¨® el timbre de la entrada con la mala conciencia del retraso. Sus compa?eros trabajaban desde las siete y media; Jos¨¦ hac¨ªa sonar el timbre con el dedo hist¨¦rico de la insistencia.Cuando la puerta se abri¨®, Jos¨¦ ya no se encontraba solo. Tres j¨®venes perfectamente trajeados, con la convicci¨®n inequ¨ªvoca de sus armas -Astra nueve largo decid¨ªan acompa?ar al t¨¦cnico en joyas hasta el interior del taller. Algunos de los empleados no tardaron en comprender el verdadero car¨¢cter de la situaci¨®n. Otros, como Agust¨ªn, el encargado, creyeron que se trataba de una broma. Cuando los nueve empleados tuvieron que besar el suelo sucio del taller, tirados, sin moverse, ya nadie puso en duda las verdaderas intenciones del elegante triunvirato. Los tres atracadores se mov¨ªan con precisi¨®n, a pesar de que sus rostros quedaban ocultos por espesos pasamonta?as de lana. Uno de ellos se dirigi¨® al s¨®tano e hizo subir a los trabajadores que all¨ª se afanaban frente a la pulidora de joyas. El segundo enca?on¨® con una frialdad aprendida en el oficio a los nueve empleados que reptaban a causa de los nervios por el suelo grasiento del taller. El tercero se dirigi¨®, con el encargado, hacia la caja fuerte, una vieja Artes, de poco m¨¢s de un metro y medio de altura.
Agust¨ªn, el encargado, no tuvo m¨¢s remedio que aplicarse con esmero -como si de la talla de un rub¨ª se tratara- para descifrar el misterio de la combinaci¨®n de la caja. Sus nervios s¨®lo superaron su propio r¨¦cord cuando escuch¨® nuevamente el sonido del timbre de la puerta.
Enrique Ib¨¢?ez, el hijo de uno de los due?os del taller, llegaba, como siempre, con la ventaja de media hora m¨¢s de sue?o que el conjunto de los trabajadores. Cuando la puerta se abri¨®, la sorpresa le ayud¨® definitivamente a despertar. El capuch¨®n, la nueve largo y la rotundidad de la voz que oy¨® le espabilaron en pocos segundos:
-?Entra, hijo de p..., y no te muevas! Las tres bolsas deportivas ya estaban repletas, y la caja, absolutamente vac¨ªa. Pero los encapuchados no se conformaban. Recogieron una a una todas las piezas que se encontraban en los tornos y que hasta hac¨ªa muy poco hab¨ªan recibido la caricia de la lima o el calor del soldador. S¨®lo una qued¨® sobre la mesa de trabajo, era una pulsera. El atracador que fue a por ella s¨®lo consigui¨® quemaduras en sus dedos.
Apenas pasaban cinco minutos de las ocho y cuarto. La puerta del taller se cerr¨®. En el s¨®tano, amontonados en los lavabos, sin llave, quedaban todos los empleados. Los atracadores, para entonces, pon¨ªan distancia en un Seat 131 rojo, matriculado en San Sebasti¨¢n, que hab¨ªa permanecido inadvertido a la espera de la huida.
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