"No s¨®lo de miedo vive el hombre"
El suspense (que exist¨ªa como palabra antes de que ¨¦l lo definiera) es una noci¨®n del siglo. Pero estoy seguro de que antes de Hitchcock, m¨¢s o menos antes de 1929, nadie llamar¨ªa, a ciertas situaciones de peligro latente o de incertidumbre inquietante, suspense. Aun el hecho de que la palabra, que tiene exactos equivalentes en espa?ol y en franc¨¦s, se use siempre en su forma sajona, muestra que su procedencia es inglesa, o m¨¢s concretamente americana, venida exactamente del cine. Antes de que Alfred Hitchcock usara esta forma particular de explotar las emociones, el cine conten¨ªa muy poco suspense. Hab¨ªa expectaci¨®n y sorpresa, es verdad, pero no una demorada utilizaci¨®n de la aprehensi¨®n y, ?por qu¨¦ no decirlo?, del miedo.Alfred Hitchcock -ese hombre bajo, calvo, gordito, que todos han aprendido a reconocer en el cine como la aparici¨®n que es marca de f¨¢brica de sus pel¨ªculas- naci¨® en Londres, hijo de un tendero de clase media baja del East End. Todos saben que Inglaterra es un pa¨ªs de tenderos, pero pocos saben que el East End es el coraz¨®n del Londres cockney. Los cockneys son los verdaderos londinenses, pero son tambi¨¦n una clase y una raza. En un pa¨ªs con tanta conciencia de clases que forman clases de conciencias, ser cockney es pertenecer a una casta, si no intocable por lo menos inaudible: su acento es como una condena, y, en Pigmalion, Bernard Shaw mostr¨® c¨®mo alterar el sonido de unas pocas vocales y reunir algunas consonantes ausentes pod¨ªa transformar a un pato con voz de pato en cisne real. Hitchcock tuvo su Pigmalion en su religi¨®n. Cat¨®lico viejo (que en Inglaterra son arist¨®cratas cristianos, y, as¨ª Hitchcock cockney, puede mirar con desd¨¦n al refinado Graham Greene, cat¨®lico reciente, verdadero converso), fue educado por los jesuitas y entr¨® al cine por el camino de la publicidad, cuando el cine era silente y no ten¨ªa que hablar. Su timidez legendaria le hizo escoger estar detr¨¢s de la c¨¢mara, tanto como su gordura, que parece, como el hombre, eterna.
Fue en Hollywood, sin embargo, donde Hitchcock debut¨® con una obra maestra, Rebeca, en que el suspense era capital a la historia. Tambi¨¦n estaba presente su curioso catecismo er¨®tico, ya formulado en Inglaterra, en que la doncella en apuros es siempre una rubia remota que termina v¨ªctima de la adversidad y de uno o dos villanos, antes de ser rescatada por el h¨¦roe, a veces un caballero renuente. Si el amor puede ser central en el cine de Hitchcock (V¨¦rtigo, por ejemplo, es uno de los poemas de amor m¨¢s puros que ha producido el siglo), es el miedo al elemento esencial en sus pel¨ªculas. Acabo de comprobarlo al pasar el domingo viendo tres pel¨ªculas de Hitchcock, homenaje de la televisi¨®n inglesa a su inmortalidad. Estas cifras son 39 escalones (su obra maestra brit¨¢nica), Para atrapar al ladr¨®n (un filme menor, que es un canto del cine a esa rubia g¨¦lida de la Riviera, Grace KeIly) y, ya en la noche tenebrosa, Psicosis, para muchos su obra maestra absoluta. El propio Hitchcock ha dicho que Psicosis es una broma macabra, que la hizo para hacer re¨ªr, pero pocas pel¨ªculas son capaces de generar tanto miedo. Yo la he visto m¨¢s de diez veces, desde que la vi por primera vez en Par¨ªs, en 1960, y me clav¨® a la luneta con sus inn¨²meros cuchillos de horror. Creo que hay pocas pel¨ªculas m¨¢s terror¨ªficas. Tengo su gui¨®n ilustrado, que he le¨ªdo varias veces, me s¨¦ algunas secuencias de memoria, plano por plano, he aprendido c¨®mo realiz¨® Hitchcock muchos de sus trucos, y, sin embargo, no he podido evitar asustarme ahora tanto como la primera vez con la aparici¨®n s¨²bita de la vieja demente con su cuchillo asesino, tanto c¨®mo he sufrido el suspense de esperar su aparici¨®n fatal, como si la m¨²sica agorera viniera a anunciarme mi propia muerte violenta.
Alguien ha llamado a Psicosis la obra maestra de la manipulaci¨®n del espectador. Confieso que me someto a ser manipulado voluntariamente, si voy a ser tan asustado ausente, tan divertido presente, tan ubicuo expectante. Hay que agradecer a Hitchcock, entre muchas cosas que lo hacen un gran maestro del cine, que sea tan experto en el bello arte de meter miedo. Sus ochenta a?os son una ocasi¨®n triste, porque sabemos que no podr¨¢ volver a hacer otra pel¨ªcula (ninguna compa?¨ªa de seguros lo asegurar¨ªa ya), pero son una celebraci¨®n por la existencia de un artista que nos ha regalado en el pasado con algo que es m¨¢s que un trozo de vida, y es el fruto de su imaginaci¨®n g¨®tica, comparable a un Bram Stoker, a una Mary Shelley, a un Poe.
Hitchcock, agradeciendo el homenaje de todo Hollywood en el banquete del American Film Institute, m¨¢s que impasible, impenetrable, declar¨® que el hombre no vive s¨®lo de miedo. El hombre tal vez no, pero sus espectadores, sus fan¨¢ticos hemos vivido a veces s¨®lo de su miedo. Hay que esperar que Hitchcock, cuando se re¨²na con sus augustos antepasados artistas, acabe como comenz¨®, y que convocado por su Dios cat¨®lico, muera de miedo esc¨¦nico.
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