Otros tiempos, otros problemas,...
El 2 de noviembre de 1929, es decir, pocos, d¨ªas despu¨¦s de aquel 29 de octubre que hab¨ªa presenciado el mayor colapso conocido en la Bolsa de Nueva York, la Sociedad Econ¨®mica de Harvard afirm¨®: ?La actual ca¨ªda burs¨¢til no es un signo precursor de una depresi¨®n de los negocios. ? La Sociedad, tras anunciar varias veces una cercana recuperaci¨®n de la econom¨ªa, se disolvi¨® a finales de 1931, mientras se hac¨ªa cada vez m¨¢s profundo el desplome de la demanda, la producci¨®n y los precios. En 1933, el producto nacional en t¨¦rminos reales de Estados Unidos hab¨ªa descendido m¨¢s de un 25 % respecto de su nivel en 1929, y la ca¨ªda de la producci¨®n industrial hab¨ªa sido superior al 40%; los precios y los salarios hab¨ªan descendido, respectivamente, un 30% y un 25% en el mismo per¨ªodo; y el paro afectaba al 27 % de la poblaci¨®n activa, es decir, a unos trece millones de personas -de las que apenas una cuarta parte estaban recibiendo alg¨²n tipo de asistencia- En Europa, el n¨²mero de parados alcanzaba, por entonces, los quince millones.Pocos pensaron que la ca¨ªda de la Bolsa neoyorquina abriera un per¨ªodo de catastr¨®ficas consecuencias para la actividad econ¨®mica real. Sin embargo, la pol¨ªtica monetaria expansiva iniciada en 1927, hab¨ªa prolongado artificialmente el auge de los negocios y hab¨ªa respaldado un vertiginoso proceso de especulaci¨®n financiera, cuyo brusco colapso condujo a un hundimiento inmediato de las expectativas en una econom¨ªa que ya ven¨ªa dando muestras de debilidad. El desmoronamiento de aquel endeble tinglado trajo consigo p¨¦rdidas financieras cuantiosas que se llevaron por delante a muchos bancos y que, ante la pasividad de las autoridades, acabaron conduciendo a una crisis bancaria de grandes proporciones. En 1929 quebraron, en Estados Unidos, 659 bancos; en los dos a?os siguientes siguieron la misma suerte m¨¢s de 3.600 bancos; en 1933 hab¨ªan cerrado casi la mitad de los bancos del pa¨ªs. Las autoridades no se creyeron obligadas a intervenir y aceptaron una reducci¨®n de un 50% en la cantidad de dinero, entre 1929 y 1933, mientras tomaban el descenso de los tipos. de inter¨¦s resultante del desplome de la demanda de fondos de pr¨¦stamo, como indicador de una situaci¨®n monetaria holgada. Las, consecuencias de esta brutal contracci¨®n monetaria para la demanda y la actividad hubieron de ser grav¨ªsimas y constituyen, sin duda, una explicaci¨®n sustancial de la profundidad adquirida por la depresi¨®n.
Los economistas de la ¨¦poca ni entendieron esto ni se dieron cuenta de que el proceso contractivo estaba escapando a todo control y adquiriendo una intensidad muy superior a la observada en depresiones anteriores. Interpretaban los hechos desde una teor¨ªa de las fluctuaciones econ¨®micas, que atribu¨ªa a las fases de contracci¨®n una funci¨®n de ajuste tras las distorsiones y los desequilibrios generados durante los per¨ªodos de auge: las fuerzas del mercado se encargaban de inducir los reajustes necesarios, de modo que las depresiones, aunque dolorosas, mejoraban la eficacia del sistema econ¨®mico, eran transitorias y acababan llevando a un nuevo movimiento de recuperaci¨®n y expansi¨®n. Cualquier intervenci¨®n de los
Gobiernos para acortar una de presi¨®n mediante actuaciones estimulantes de la actividad, se denunciaba como un artificio que impedir¨ªa los reajustes saludables y generar¨ªa -nuevas distorsiones, que agravar¨ªan la crisis siguiente; y esas denuncias eran especialmente en¨¦rgicas si el medio elegido para combatir la depresi¨®n era una expansi¨®n del dinero y el cr¨¦dito generadora de inflaci¨®n -temor muy reforzado por la experiencia de las grandes inflaciones sufridas por varias econom¨ªas europeas en la primera posguerra.
La raz¨®n monetaria
Resulta dif¨ªcil de entender, hoy, que se aplicasen tales ideas a una econom¨ªa, cuya depresi¨®n superaba en intensidad a todas las recordadas y cuyo problema no era la inflaci¨®n, sino la contracci¨®n monetaria y la deflaci¨®n de precios. Y, sin embargo, Schumpeter a¨²n pod¨ªa escribir en 1934: ?Sustancialmente nos enfrentamos s¨®lo con problemas que el mundo ha abordado ya en otras ocasiones. En todos los casos el restablecimiento vino por s¨ª mismo. ?
Cab¨ªa confiar en la capacidad de recuperaci¨®n del sistema e incluso en el car¨¢cter saludable de las recesiones, mientras ¨¦stas se mantuvieran dentro de ciertos l¨ªmites. Pero si la contracci¨®n superaba esos lim¨ªtes -tal vez como resultado de los errores de la pol¨ªtica econ¨®mica-, la econom¨ªa pod¨ªa sumirse en zonas de incertidumbre en las que la coordinaci¨®n del mercado fallase y en las que las fuerzas dislocadoras del sistema dominasen sobre su capacidad de recuperaci¨®n. En tal caso, la intervenci¨®n estimulante del Gob¨ªerno resultar¨ªa necesaria. Este era el n¨²cleo del mensaje de Keynes, y la gran depresi¨®n de los a?os treinta fue su realidad inmediata de referencia. Pero ese mensaje y el esquema te¨®rico que lo sustentaba, s¨®lo quedaron formalizados hacia 1936, y s¨®lo comenzaron a ejercer influencia algunos a?os despu¨¦s. Las ideas de Keynes no lograron abrirse paso con eficacia durante la gran depresi¨®n: los economistas carec¨ªan de un modelo te¨®rico que les permitiera interpretar adecuadamente la din¨¢mica de la depresi¨®n -punto que suelen olvidar quienes se apresuran, hoy, a expedir el acta de defunci¨®n de Keynes-; y la inmensa mayor¨ªa de los aconomi.stas y los pol¨ªticos siguieron resisti¨¦ndose a aceptar la ampliaci¨®n del gasto p¨²blico con d¨¦ficit presupuestario, y la pol¨ªtica monetaria expansiva por temor a la inflaci¨®n, aunque el gasto p¨²blico s¨®lo representaba el 2% del producto nacional de Estados Unidos en 1930, y el problema m¨¢s acuciante de los precios era detener su ca¨ªda.
Claro que la depresi¨®n alcanz¨® unos niveles que hac¨ªan imposible continuar con los brazos cruzados. Pero la principal respuesta americana a la gran depresi¨®n, el New Deal de Roosevelt, iniciado en 1933, fue m¨¢s la expresi¨®n de una disposici¨®n pragm¨¢tica a experimentar que un programa inspirado en ideas claras coherentes. Su actuaci¨®n simult¨¢nea en m¨²ltiples direcciones, a veces contradictorias, aglutin¨® ideas procedentes de los m¨¢s variados campos: movimientos populistas, la tradici¨®n progresista americana e incluso el reformismo alem¨¢n de fin de siglo, con su curiosa mezcla de cartelizaci¨®n de la econom¨ªa y seguridad social. Muchas de las reformas introducidas por el New Deal fueron valiosas y duraderas; pero su eficacia para conseguir una recuperaci¨®n de la econom¨ªa fue bastante limitada. S¨®lo la segunda guerra mundial liquid¨® la gran depresi¨®n de los a?os treinta.
En el pasado todo era diferente
La mayor¨ªa de los economistas y los pol¨ªticos cometiron el grave error de interpretar y tratar la gran depresi¨®n recurriendo a experiencias anteriores con las que ten¨ªa poco o nada que ver: su intensidad la hac¨ªa cualitativamente distinta de las contracciones observadas en anteriores movimientos c¨ªclicos y dif¨ªcilmente cab¨ªa invocar el fantasma de las inflaciones posb¨¦licas en medio de una profunda defiaci¨®n de los precios. Al recordar, hoy, aquel cataclismo econ¨®mico iniciado por el colapso de la Bolsa neoyorquina hace cincuenta a?os, hay que procurar no caer en el mismo error y evitar el establecimiento apresurado de semejanzas entre la actual crisis econ¨®mica mundial y la gran depresi¨®n, con la que apenas tiene algo que ver.
En primer lugar, el mundo no se enfrenta hoy con una grave depresi¨®n ni con una deflaci¨®n de precios: las econom¨ªas no padecen hoy un hundimiento de sus niveles de actividad, sino tan s¨®lo una reducci¨®n sustancial de sus ritmos de crecimiento -aunque las consecuencias sean, ciertamente, dolorosas-; y las expectativas est¨¢n sensibilizadas no a un descenso de los precios y los costos, sino, por el contrario, a unas tasas de inflaci¨®n muy elevadas. Pero estas diferencias son simple expresi¨®n de otras m¨¢s profundas en el nivel de las causas. La gran depresi¨®n fue un fen¨®meno t¨ªpico de ca¨ªda de la demanda, agravada por una contracci¨®n monetaria americana sin precedentes; la crisis actual tiene su causa fundamental en shocks por el lado de la oferta, con el encarecimiento de la energ¨ªa a la cabeza, que generan cuatro tipos de efectos: de un lado, efectos contractivos sobre la actividad; de otro, encarecimientos de precios y costes capaces de inducir y alimentar procesos de inflaci¨®n de rentas m¨¢s o menos intensos; en tercer lugar, variaciones de precios relativos que conducen a importantes modificaciones en la estructura de la demanda y la oferta mundiales; y, en fin, una importante incertidumbre sobre el futuro.
Ricardo y la teor¨ªa de la oferta
Si se trata de llegar al n¨²cleo de los problemas que caracterizan la actual crisis econ¨®mica mundial, no hay que volver los ojos a Keynes ni los economistas neocl¨¢sicos; hay que ir m¨¢s atr¨¢s, hasta la teor¨ªa que David Ricardo elabor¨®, hace m¨¢s de siglo y medio, sobre las consecuencias de la escasez de un factor natural de producci¨®n b¨¢sica: la tierra agr¨ªcola, en la Inglaterra de su tiempo; los recursos energ¨¦ticos, en el nuestro. Ricardo se?al¨® que la presi¨®n de la demanda sobre las disponibilidades del factor natural escaso, generar¨ªa rentas r¨¢pidamente crecientes en favor de los poseedores de dicho factor; que, en consecuencia, la renta disponible para ser distribuida entre el capital y el trabajo tender¨ªa a verse comprimida; que ello llevar¨ªa, en el curso normal de las cosas, a un progresivo descenso del tipo de beneficio sobre la inversi¨®n; y que, como resultado de todo ello, la persistente escasez del factor natural b¨¢sico impondr¨ªa un paulatino descenso en la tasa de crecimiento de la econom¨ªa. O el avance tecnol¨®gico acababa ofreciendo una salida -conclu¨ªa Ricardo- o la econom¨ªa avanzar¨ªa lentamente hacia el estancamiento en caso de no eliminarse la escasez. Al an¨¢lisis de Ricardo s¨®lo habr¨ªa que a?adir, para acercarlo a la reaEdad actual, que la lucha del capital y el trabajo por asegurarse una participaci¨®n en las menores tasas de crecimiento econ¨®mico conducir¨¢, con toda probabilidad, a procesos inflacionistas de intensidad dependiente de las actitudes sociales y de la pol¨ªtica econ¨®mica; y que las bajas tasas de crecimiento se abrir¨¢n paso a trav¨¦s de fluctuaciones condicionadas por el comportamiento de los precios relativos del factor escaso -la energ¨ªa-.Si las cosas son as¨ª -y yo creo que lo son-, tiene poco sentido volver, hoy, la vista a la gran depresi¨®n en busca de lecciones y remedios. Ser¨ªa muy c¨®modo que la soluci¨®n a los males actuales estuviese en un simple est¨ªmulo de las demandas agregadas; pero la reaEdad es m¨¢s compleja y dificil. El mundo depende, hoy, de un avance tecnol¨®gico incierto y de la lenta adaptaci¨®n a formas de producci¨®n y de vida, que nadie est¨¢ en condiciones de prever y, menos a¨²n, de controlar. La suerte de las sociedades depender¨¢, en estas condiciones, de su lucidez colectiva, de su flexibilidad y de su recuerdo de la frase con la que Roosevelt inaugur¨® su mandato en 1933, en plena depresi¨®n: ?Lo ¨²nico que hay que temer es el miedo.?
Angel Rojo Duque 45 a?os, economista, catedr¨¢tico de Teor¨ªa Econ¨®mica en la Universidad Complutense de Madrid desde 1966. Gan¨® su c¨¢tedra en una re?ida y famosa oposici¨®n. T¨¦cnico comercial del Estado. Hace diez a?os se incorpor¨® al servicio de estudios del Banco de Espa?a, dondefue luego designado director general. Se le considera una autoridad en temas monetarios y como uno de los economistas m¨¢s cualificados del pa¨ªs.
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