Yo que t¨² no lo har¨ªa, forastero
Ministro adjunto al presidente del GobiernoComo el anuncio de Osborne en las carreteras nacionales, as¨ª no m¨¢s se recortaba la imagen del becerro de oro en la estepa mesetaria. Hasta all¨ª llegaban de todos los rincones de la periferia con incienso y mirra para postrarse a Sus pies -a los suyos, se?ora- y obtener la licencia, la rebaja arancelaria, la subvenci¨®n al desempleo y el decreto de tierra contaminada. Calcinada ser¨ªa la palabra si las pulgas del becerro no se encabritasen al o¨ªrla.
Fuera del Estado no hay salvaci¨®n, se repet¨ªan unos a otros, para darse ¨¢nimos, mientras hac¨ªan cola de varios kil¨®metros a la redonda imantados por las ventanillas de las p¨®lizas y el papel timbrado. Un Estado fuerte era lo que solicitaban un¨¢nimes los peregrinos que caminaban en fila india por aquel desierto de cactos y arena que hab¨ªa sido declarado ?zona verde? por orden ministerial. En este ambiente festivo avanz¨® el forastero, enmascarado con un sombrero Stetson de la mejor calidad, fabricado en Terrasa (antes Tarrasa), gracias a una subvenci¨®n con cargo al FORPPA, secci¨®n de lanas y derivados. Lleg¨® entre los indios de la fila interminable, al hombro una maleta de piel de alpaca, dise?ada y construida en un polo de desarrollo con los beneficios de la ley 622 barra mil novecientos y pico, maleta que ocultaba los escritos de un profesor de lat¨ªn, de nombre Garc¨ªa Calvo, y un libro de Peyrefitte, mas¨®n donde los haya. Aqu¨ª se relata la historia de su vida en tierra inh¨®spita de trigo y amapolas a coraz¨®n abierto y cajas destempladas por el viento del desierto. ? Forastero en su tierra, exiliado de dentro?, as¨ª reza en la Mancha el epitafio escrito de su mano antes de que le cerrasen la caja los Servicios de Saneamiento de la Direcci¨®n General competente un d¨ªa de 42 grados a la sombra que el parte meteorol¨®gico hab¨ªa declarado bueno y apacible. Que en su lucha contra el Estado, perd¨®n, contra el becerro, perdiese la vida no hubiese motivado esta cr¨®nica, porque en Llerena, no m¨¢s, hab¨ªa cad¨¢veres para parar un tren, si es que los trenes del Estado hubiesen necesitado cad¨¢veres para pararse, que no fue nunca el caso.
Esta cr¨®nica se justifica y publica con el visto bueno del departamento de ideas generales, secci¨®n cuarta romano, porque es el testamento de toda una ¨¦poca y el relato de las costumbres que han hecho posible que individuos como usted y como yo hayamos hecho buena la profec¨ªa de Orwell a cinco a?os vista de su onom¨¢stica.
El forastero respond¨ªa a las siglas de rigor; JGW (?otra vez?), aunque todo el mundo le conoc¨ªa por su su nombre y apellidos, que, como f¨¢cilmente puede adivinarse, no eran otros que Javier G¨®mez Wenceslao, celt¨ªbero, de pura cepa por mucho que intentara disimularlo para satisfacer las demandas de su imagen cosmopolita adulterada por los viajes a Totana (provincia de Murcia, Spain), en busca de sus ra¨ªces con la misma intensidad y emoci¨®n con la que los yanquis descubr¨ªan en Irlanda la casa del bisabuelo que nunca existi¨®. Era alto y delgado, para lo que se estilaba en aquellos pagos, y su miop¨ªa se resolv¨ªa y ocultaba detr¨¢s de unas gafas que a?ad¨ªan a su aspecto un aire de intelectual tan falso como el origen de su famoso Stetson. Eso s¨ª, en cuestiones de Estado se lo hab¨ªa le¨ªdo todo, porque desde peque?o le intrigaba el aparato burocr¨¢tico, el boato y esplendor desproporcionados, a su parecer, con las estrecheces de los indios que habitaban el altiplano, quienes, ello no obstante, contribu¨ªan sin cesar para que aquella m¨¢quina infernal aumentase en cantidad, ya que no en calidad. Digo, y miento, que se lo hab¨ªa le¨ªdo todo, cuando en verdad no resultaba dif¨ªcil comprobar que sus lecturas en materia tan ¨¢rida se limitaban a los siguientes autores por orden alfab¨¦tico y sin hacer distingos del origen de su respectiva comunidad aut¨®noma: empez¨® con Aleixandre (Vicente), para evitar a Alberti (Rafael), y sigui¨® con Bergam¨ªn (Jos¨¦), Cernuda (Luis), Felipe (Le¨®n), Garc¨ªa Lorca (Federico), Guill¨¦n (Jorge), Hern¨¢ndez (Miguel) -no confundir con ninguno de los dos Machados-, y as¨ª hasta llegar a Vivanco (Luis Felipe), porque tampoco consist¨ªa la cosa en reeditar la gu¨ªa po¨¦tica sin mencionar a Spencer (erbert) y a todos los liberales del XIF, que eso s¨ª que eran liberales, y no los de ahora, que se hac¨ªan llamar socialdem¨®cratas.
Los libros de estos autores y otros que, por pudor, no mencionaba le hab¨ªan proporcionado el respaldo cient¨ªfico que su causa necesitaba para convencerse de que los gigantes eran molinos de carne y hueso, aspas que mov¨ªan los funcionarios del Estado para que los individuos como ¨¦l sintiesen en su sangre el viento helado de la meseta y el fuego huracanado de las ortigas. S¨ª, hab¨ªa que tener muchas agallas para enfrentarse con aquel aparato que crec¨ªa por semanas y cada a?o doblaba sus impuestos con la excusa de mejorar la calidad de los servicios que nadie solicitaba, salvo los propios bur¨®cratas, que as¨ª justificaban las colas de los indios por falta de medios para financiar m¨¢s ventanillas, p¨®lizas y papel timbrado, am¨¦n del personal contratado.
El Estado, ah¨ª es nada, cualquier cosa. Y sus gentes almidonadas, con el cors¨¦ de las circulares amontonadas en los palacios isabelinos, construidos en la tercera mitad del siglo XX, para instalar las ibemes y las computadoras capaces de codificar en clave los nombres y apellidos de los indios contribuyentes, las viviendas oficiales protegidas contra las heladas y el granizo y los quintales m¨¦tricos de trigo y amapolas almacenadas en la campa?a del ¨²ltimo plan elaborado con las tablas imput/ out put.
El becerro se hab¨ªa instalado en el epicentro de la meseta, equidistante de todos por igual para que las fuerzas centr¨ªfugas se equilibrasen con las centr¨ªpetas, como dictan las leyes de la metaf¨ªsica, y los indios cantonales no tuviesen otra alternativa que avanzar hacia el kil¨®metro cero o arrojarse a la mar. El Estado, ah¨ª es nada, cualquier cosa. Casi quinientos millones de a?os, cerca de 2.000 desde el a?o cero de nuestra era -la suya, se?ora-
(Pasa ap¨¢gina 10.)
Yo que t¨² no lo har¨ªa, forastero
(Viene de p¨¢gina 9.)
se han consumido en el debate entre el Estado y nosotros. Nos oprime, nos defiende, nos beneficia, nos perjudica, es nuestro padre, no lo es, y as¨ª siempre, hasta llegar al Estado de derecho -la burgues¨ªa, al poder- frente al Estado marxista -el proletariado, al poder-, buscando el hilo conductor de nuestras libertades individuales y colectivas por la ley -igual para todos- (una voz: mentira) o por la superaci¨®n de la lucha de clases -el Estado somos todos- (otra voz: mentira), con argumentos que el forastero resume a continuaci¨®n para beneficio de sus detractores.
Se sit¨²a la cosa en un escenario ingl¨¦s, de un siglo cualquiera entre el XVI y el XVIII, por m¨¢s se?as, con las primeras batallas entre el rey y la aristocracia, craso error de la aristocracia; gana el rey, con la ayuda de los burgueses; craso error del Rey, porque los burgueses ponen condiciones y nace el Parlamento; el rey reina, pero no gobierna; la mayor¨ªa gana, la minor¨ªa pierde, los poderes se dividen; cuanto m¨¢s divididos, m¨¢s libertades, m¨¢s garant¨ªas para m¨ª y para usted, se?ora, y as¨ª no m¨¢s nacen los tres de Montesquieu. No acab¨® ah¨ª la cosa, porque ya se supo entonces que los poderes abusan siempre, un poco m¨¢s un poco menos, pero siempre, y nuestros antepasados burgueses acordaron que s¨®lo la Ley, con may¨²sculas y en singular, podr¨ªa liberarnos de la inconstante y arbitraria voluntad de los poderes ben¨¦ficos del Estado, el Parlamento incluido, para que los dem¨®cratas del pueblo no sonr¨ªan satisfechos, mirando al banco azul con aire de suficiencia. Y el otro Estado, el que iba a desaparecer cuando la sociedad de gentes como usted, se?ora, se hiciera socialista hasta los tu¨¦tanos y no quedase un burgu¨¦s para contarlo, ah¨ª lo tiene, m¨¢s robusto que nunca, m¨¢s... ?corta el rollo?, le gritaron al forastero los indios m¨¢s j¨®venes que se adornaban con plumas rojas fabricadas por una empresa nacional en r¨¦gimen de monopolio. M¨¢s conservador que Marx, m¨¢s vivo que Engels, a pesar de tantas promesas de muerte s¨²bita para cuando la sociedad abortase al capitalismo decadente, que no acaba de decaer del todo, ?maldita sea!, gritaron los indios de la fila colorada, y esta vez s¨ª, esta vez el forastero enmudeci¨® para no entrar en la pol¨¦mica que se escurr¨ªa entre las dunas de la tormenta, all¨¢ a finales de septiembre, tormenta que luego se vio quedar¨ªa en agua de borrajas.
Aquellas alusiones resultaron demasiado obvias para que continuase reinando la calma; as¨ª que los m¨¢s pr¨®ximos le empezaron a insultar: fr¨ªvolo, ligero, insustancial, liberal, porque este ¨²ltimo ep¨ªteto algunos lo consideraban un insulto, y ?es que acaso no lo era? No se puede hablar de cosas tan serias y trascendentes con aire de suficiencia, le increp¨® un se?or mayor que viv¨ªa en las m¨¢s puras esencias del desierto. Fr¨ªvolo, m¨¢s que fr¨ªvolo. El Estado, ah¨ª es nada, cualquier cosa, y con esta ¨²ltima sentencia se apag¨®, el incendio de las pasiones tan torpemente desatadas por el forastero. Y, sin embargo, fue s¨®lo el principio. En su breve, pero intensa y conflictiva disertaci¨®n, ni tan siquiera hab¨ªa mencionado a la Burocracia, con may¨²scula, que ah¨ª estaba la madre del cordero, y nadie nunca jam¨¢s pudo contra ella, pues a sus pies -a los suyos, se?ora- murieron los liberales del XIX, los dem¨®cratas del XX y los marxistas de todos los tiempos, a pesar de tanta pol¨¦mica y tanto enrolle, que se lo pregunten, si no a Trotski, a Luxemburgo, a Michels y a Bujarin, para no mentar a Marx, Engels y Lenin y no herir susceptibilidades ahora que esta troika ha perdido la pol¨¦mica para despejar la alternativa; pues mucho identificar a la Burocracia con el Estado burgu¨¦s y mucho alardear de cargar se a la una para acabar con el otro y, al final, te encuentras con una Burocracia que para s¨ª la quisiera el Estado prusiano en sus momentos de esplendor. Los liberales, ya me contar¨¢s, que en este desierto nuestro de cada d¨ªa son cuatro gatos mal contados, porque, si me apuras, te quedas con Bret¨®n de los Herreros, Canga Arg¨¹elles, Ganivet y Bravo Murillo, que fue ministro de Obras P¨²blicas, y un colega siempre se agradece, aunque luego te pregunten que qu¨¦ hac¨ªas en un sitio como este. Todo este pensamiento tan erudito e improvisado se lo hizo a s¨ª mismo el forastero en voz baja, para no desencadenar la tormenta, ahora que los alisios empezaban a dibujar las dunas del desierto, una y otra vez -aqu¨ª las hac¨ªan, all¨ª las deshac¨ªan, para volverlas a rehacer-, entre las chumberas y los cactos salteados cada cien kil¨®metros cuadrados y entre millones de liberales de la nueva ola, que al atardecer cubr¨ªan sus verg¨¹enzas -bien pocas, por cierto- con etiquetas socialdem¨®cratas importadas de Alemania con el Wolkswagen.
Las filas de indios cantonales avanzaban en desorden hacia el centro, fieles al eslogan ?El centro cumple? -no te r¨ªas, que tampoco est¨¢ nada mal lo de ?Socialismo es libertad?-, cada quien con sus papelas al hombro y las p¨®lizas en la mano izquierda, camino de la ventanillas correspondiente, que al sol crepuscular imantaban con mayor fuerza si cabe, y camuflado entre todos ellos, el forastero, con su inconfundible aire tejano, maldito sombrero y sus esperanzas depositadas en aquella instancia, como todo quisq¨¹e, que dijo un d¨ªa el general.
Toda su santa vida -ya ser¨¢ algo menos- embarcado en la cruzada de los derechos y libertades individuales, y ah¨ª lo tienes ahora, en el tumulto de la caravana, con todas sus esperanzas depositadas en el Estado, providencia que al trasluz, all¨¢ en el horizonte, se recortaba como un anuncio. Y no pudiendo m¨¢s con la pena de su alma, se subi¨® a un taburete que alguien hab¨ªa abandonado a la deriva, carraspe¨® para aclararse la voz y el voto que le hab¨ªan otorgado por expreso mandato del se?or D'Hont, amigo de la infancia, y se arranc¨® por soleares: ?Ciudadanos; las libertades que andamos persiguiendo son nuestras de toda la vida. Las conquistas de la humanidad entera son producto de la fantas¨ªa y de la imaginaci¨®n de hombres y mujeres como nosotros, pobres diablos de carne y hueso. El progreso y el bienestar de nosotros y de nuestros hijos lo llevamos en las entra?as de nuestros cerebros.? Los indios circulaban a su vera, ajenos a su verbo, porque ya para entonces sab¨ªan que en el altiplano eran frecuentes los casos de desvar¨ªo, mucho m¨¢s, sobre todo, si soplaban los alisios con la fuerza con que ahora (las 5 p.m.) lo hac¨ªan. ?No dejaos arrastrar por los ¨ªdolos que nosotros mismos hemos creado. No entregad vuestras almas a la concupiscencia de los poderes p¨²blicos. No rend¨ªos ante la f¨¢cil tentaci¨®n de que el Estado os proteja hasta el punto de que suprimas vuestras libertades.? Aquello parec¨ªa un serm¨®n m¨¢s que una soflama pol¨ªtica, y los indios pasaban de los sermones -?de qu¨¦ no pasaban los indios?-, porque ten¨ªan el r¨¦cord mundial de audiencia en la materia. ?Todos los problemas que el Estado os resuelva ser¨¢ a costa de vuestra iniciativa e independencia. Cuando el Estado se agiganta vosotros decrec¨¦is y vuestros hijos trabajar¨¢n para ¨¦l y a ¨¦l adorar¨¢n como al becerro de oro. No confi¨¦is en los hombres p¨²blicos, no les entregu¨¦is vuestras libertades, ni vuestras esperanzas; luchad, hermanos, para que la prosperidad sea producto de vuestro esfuerzo y no regalo ni d¨¢diva de los falsos profetas.?
Cuando termin¨® estas palabras, las columnas de los indios se confund¨ªan con el horizonte a una distancia que ni el eco alcanzaba a, dominar, por lo que descendi¨® del taburete e inici¨® el paso de jogging a un ritmo que le permiti¨® unirse a la comitiva justo a tiempo para escuchar su nombre declamado por la voz an¨®nima de la ventanilla seis, pasillo siete, escalera tres, de la secci¨®n cuarta romano.
Jadeante y con calambres de tercer grado -el jogging mata como la droga, seg¨²n descubrir¨ªa luego m¨¢s tarde un sabio australiano al servicio de la multinacional-, el forastero. se acerc¨® a la ventanilla, repitiendo su nombre a la vez que presentaba la p¨®liza con el motivo de su solicitud en actitud suplicante y la voz en tono menor, como explicitan los reglamentos. Andale ya, ah¨ª lo tienes despu¨¦s de su preg¨®n, como cada cual, en la espera desesperada de obtener la papela con la p¨®liza.
Cuando volvi¨® en s¨ª, a por la licencia -cinco a?os y un d¨ªa-, el personal de la ventanilla hab¨ªa triplicado sus efectivos y en la misma proporci¨®n hab¨ªa reducido su eficacia e incrementado la carga impositiva a tenor de un apartado tercero de una ley cualquiera; pero los indios segu¨ªan desfilando con igual cadencia, algo menos de fe y la esperanza perdida en los cuernos del becerro, que por aquel entonces alcanzaban los cr¨¢teres descubiertos en la Luna. La voz de la ventanilla se pronunci¨®, a la vez que el tamp¨®n, con ruido seco; como la tinta que lo inspiraba, imprimi¨® en la licencia la palabra: denegada.
Ni se movi¨® siquiera, ni perdi¨® los nervios de acero sueco -licencia de importaci¨®n n¨²mero 4322-, ni la calma de sus alisios interiores. Se lade¨® el Stetson, encendi¨® el cigarrillo de importaci¨®n autorizada y jur¨® ante los evangelios que renunciaba a la licencia y a toda suerte de subvenciones. ?Condenados indios, condenado yo; somos nosotros quienes, piedra a piedra, levantamos el becerro por la maldita man¨ªa de ponernos en fila para que nos resuelva los problemas que, si te fijas bien, podr¨ªamos resolver sin entregarnos de pies y manos, no m¨¢s, sin esperarlo todo de aquella providencia a la que adoramos con tanto fervor.?
Demasiado tarde, error que mata, timbres que suenan, trasfondo de trompetas imperiales, angustias de las gargantas secas. Para qu¨¦ seguir si se adivina la respuesta de la ventanilla an¨®nima: ?Yo que t¨² no lo har¨ªa, forastero.?
Como el anuncio de Osborne en las carreteras nacionales...
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