El derecho a la muerte
La larga agon¨ªa del mariscal Tito, conectado al poder demi¨²rgico de las nuevas t¨¦cnicas de control fisiol¨®gico, ha vuelto a traer a la actualidad el problema a¨²n no resuelto del derecho a la muerte, del derecho que debemos tener a que nuestra extinci¨®n sea deseada y no impuesta, y mucho menos ?pilotada?, como con frase siniestra enunciaba ha poco la televisi¨®n al referirse al viejo gobernante yugoslavo.S¨®lo le faltaba al hombre de hoy, manipulado en su vida y en sus ideales, en su econom¨ªa y en su ocio, a que tambi¨¦n su muerte cayera en manos de tecnificadas parcas que dictaminaran c¨®mo, d¨®nde, cu¨¢ndo y en qu¨¦ forma ha de morir. Porque el grave problema que est¨¢ creando la natural asistencia a un enfermo incurable es el de transformar al paciente en el mero objeto de unas encarnizadas pr¨¢cticas de supervivencia. Nuestra agon¨ªa, as¨ª, deja de ser nuestra para convertirse en un cap¨ªtulo m¨¢s de esas t¨¦cnicas m¨¦dicas que con aire l¨²gubre y esot¨¦rico se empieza a llamar en Norteam¨¦rica ?tanatolog¨ªa?. El moribundo, ayudado por el respirador, lavado de sus venenos por el ri?¨®n artificial, alimentado por sondas, conectado a innumerables tubos, aparatos y sustancias qu¨ªmicas, queda encallado entre el ser y el no ser, a voluntad no de sus deudos o amigos, como deber¨ªa ser, sino del due?o de su muerte: el m¨¦dico. Y cuando ya no hay m¨¢s remedio que dejar morir al paciente, la literatura m¨¦dica norteamericana se refiere a este doloroso tr¨¢nsito con una f¨®rmula extra?a, as¨¦ptica y deshumanizada: ?The respirator has been turned off?. O sea, no que el paciente ha exhalado su ¨²ltimo suspiro., ha entregado su alma a Dios o, simplemente, se ha muerto, sino algo as¨ª como ha sido ?desenchufado?.
Y esta muerte controlada adquiere sus m¨¢s espectaculares con notaciones cuando de un hombre pol¨ªtico se trata, sobre todo en el caso de los dictadores. Como su pervivencia suele ser el respaldo de una situaci¨®n pol¨ªtica inestable, se trata de mantenerlo vivo, o por lo menos con apariencia de tal, a toda costa. Esto, sin duda, es lo que est¨¢ ocurriendo con el viejo mariscal. Esto, tambi¨¦n, nos trae a la memoria la atroz agon¨ªa del general Franco, cuyo ?entourage? familiar y pol¨ªtico decidi¨® que siguiera ganando batallas despu¨¦s de muerto. As¨ª, el general Franco, convertido en un personaje de c¨ªencia-ficci¨®n, hubo de presidir una memorable sesi¨®n pol¨ªtica ligado a innumerables mecanismos de control fisiol¨®gico, y m¨¢s adelante, sufrir una demorada y largu¨ªsima agon¨ªa cuyo buen fin no s¨®lo se confi¨® a las modernas t¨¦cnicas m¨¦dicas, sino como deb¨ªa de ser en la machadiana Espa?a ?de cerrado y sacrist¨ªa, devota de Frascuelo y de Mar¨ªa?, a la celestial intervenci¨®n del manto de la Virgen y el brazo de Santa Teresa.
Eutanasia activa y pasiva
El problema se centra, pues, en decidir hasta qu¨¦ punto debe prolongarse la vida de un paciente sujeto al sufrimiento y al dolor y con escasas probabilidades de salvaci¨®n. Y no menor problema es saber qui¨¦n debe tomar la decisi¨®n final, s¨ª la familia, el propio interesado o el m¨¦dico que le atiende. Incluso para ¨¦ste, los l¨ªmites entre la vida y la muerte siguen siendo nebulosos, y la frontera que separa la eutanasia pasiva de la activa es sutil y resbaladiza. La pasiva puede consistir en dejar morir a un enfermo sufriente e incurable, mientras la activa ser¨ªa acelerar su tr¨¢nsito para evitar dolores in¨²tiles a un organismo da?ado irreversiblemente. Sin embargo, la confusi¨®n se introduce subrepticiamente por la puerta trasera de cierta ¨¦tica vacilante de la profesi¨®n m¨¦dica que dice que separar a un moribundo de sus aparatos ser¨ªa eutanasia activa.
Que a menudo se emplea este tipo de eutanasia no lo ignora la profesi¨®n m¨¦dica. El profesor Leon Schwarzenberg, del Instituto de Cancerolog¨ªa de Villejuut, admiti¨® haber ?permitido? morirse a varios enfermos incurables, y en 1974, George Mair, cirujano ingl¨¦s retirado, confesaba haber acelerado el tr¨¢nsito final de numerosos pacientes por razones humanitarias. La raz¨®n de evitar sufrimientos in¨²tiles puede ser un argumento v¨¢lido a favor de la eutanasia activa, pero la sociedad vacila, y con raz¨®n, ante la posibilidad de que se salte de la preparaci¨®n de una ?buena muerte? a la. liquidaci¨®n de tarados y anormales, como ocurri¨® en la Alemania nazi.
Quiz¨¢ el paso m¨¢s decisivo hacia una razonable eutanasia pasiva se produjo en EEUU hace unos a?os, cuando una muchacha de veinte a?os, Karen Quinlan, cay¨® en un coma irreversible como consecuencia de una sobredosis de ?valium? y alcohol. Por muy pronto que se la quiso atender, el cerebro hab¨ªa sufrido destrucciones irreparables debidas a la falta de ox¨ªgeno. Fue conectada a los caros y complicados aparatos al uso, sin que durante varios meses saliera de una existencia puramente vegetativa. Alrededor de ese semicad¨¢ver, que se iba encogiendo y momificando -lleg¨® a pesar treinta kilos-, se enzarz¨® una ¨¦pica lucha entre el criterio m¨¦dico del encarnizamiento terap¨¦utico y el derecho por parte de los padres de Karen de decidir la muerte de su hija. Argumentos cient¨ªficos y consideraciones metaf¨ªsicas llegaron hasta el tribunal de Morristown, que acab¨® pareci¨¦ndose m¨¢s a un Trento americano que a una Sala de-Justicia. El juez, Robert Muir, despu¨¦s de un juicio salom¨®nico, dictamin¨® que separar a Karen Quinlan de sus aparatos ser¨ªa un crimen. La sentencia fue recurrida por sus padres y, finalmente, el Tribunal Supremo de New Jersey, con una sentencia que romp¨ªa por primera vez el silencio oficial sobre la eutanasia, acordaba entregar el destino de Karen a la decisi¨®n de sus padres. Pero esta valiente resoluci¨®n legal no pod¨ªa dejar de exprimir en su lenguaje las dudas y vacilaciones de la Ley al adentrarse en tan dif¨ªcil terreno. ?La muerte que sobrevendr¨¢ al desconectar los aparatos?, dice el Tribunal, ?no ser¨¢ un homicidio sino una extinci¨®n de la vida por causas naturales?. Y m¨¢s adelante: ?Existe un derecho a la vida que podr¨ªa permitir el cese del tratamiento en circunstancias como las de este caso.? En fin, la muerte palsa a llamarse ?extinci¨®n?, y el ?derecho a la muerte? se convierte en ?derecho a la vida?, pero el paso est¨¢ dado, aunque el lenguaje de los jueces contornee los puntos conflictivos montado en eufemismos o definiciones que nada definen.
El proyecto Henri Caillavet
El paso m¨¢s firme dado en direcci¨®n al reconocimiento de un derecho a la muerte es el proyecto de ley redactado por Henri Caillavet, senador por Lot-en-Garonne, que de ser aprobado por la Asamblea Nacional francesa, prohibir¨¢ a los m¨¦dicos prolongar artificialmente la vida de pacientes incurables si ¨¦stos han manifestado anteriormente, mediante escrito ante dos testigos, que no desean verse sometidos a tales t¨¦cnicas. En entrevista concedida a Le Nouvel Observateur, publicada en el n¨²mero de 23 de abril de 1978, Henri Caillavet es m¨¢s expl¨ªcito en cuanto a su proyecto. No se tratar¨ª a solamente de dejar morir en paz al agonizante incurable, sino tambi¨¦n de ?ayudarle a franquear sin sufri mientos el tr¨¢nsito ineluctable?. Dejando aparte problemas ciertos que ha de presentar la aplicaci¨®n pr¨¢ctica de esta ley, no cabe duda de que se trata de un valiente paso hacia una racional y humanitaria aplicaci¨®n de la eutanasia pasiva. Es m¨¢s, el autor de tal ley va m¨¢s adelante de la simple t¨¦cnica m¨¦dica al decir que desea adem¨¢s que su propuesta ?despierte en los ciudadanos una reflexi¨®n sobre este gran problema de nuestra propia muerte, nuestro derecho a la muerte?.
Es estimable la buena intenci¨®n de Henri Caillavet, mas en este problema de la asunci¨®n de la pro pia muerte como un cap¨ªtulo m¨¢s, por m¨¢s que sea el ¨²ltimo, del gran libro de la vida, mucho nos teme mos que nada pueda la ciencia ni la ley. Ning¨²n cuerpo legal podr¨¢ proveer al hombre de este sentido de conformidad y aceptaci¨®n de los l¨ªmites de la vida. S¨®lo esa arm¨®nica integraci¨®n con lo que le rodea, esa ?Ekumene? en la que fueron maestros los griegos, dar¨ªa al ser humano, como dice Ivan Illich en su reciente obra Medical N¨¦mesis, ? la oportunidad de vivir en un me dio que le permita tener hijos, tra bajar, envejecer y morir, sostenido por una cultura que le ense?e a aceptar sus l¨ªmites?.
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