Mar¨ªa Dolores Pradera, dulce p¨¢jaro de pulcritud
Acompa?ada por Los Gemelos, la cantante Mar¨ªa Dolores Pradera est¨¢ ofreciendo una serie de recitales en la madrile?a sala de Florida Park. Su actuaci¨®n incluye veintid¨®s canciones, pulcramente interpretadas, con predominio de temas pertenecientes al folklore latinoamericano.
En la desmesurada penumbra del Florida Park, Los Gemelos rasguean sus guitarras a manera de pr¨®logo amoroso. Junto a ellos, el morenote Pepe Ebano, Eduardo Garc¨ªa al contrabajo, el gitano Miguel Mart¨ªn y ?el m¨¢s joven, pero el m¨¢s alto?, sencillamente Fernando. Al fondo del escenario, una especie de diminuto altar de sacrist¨ªa donde se amontonan ponchos, pa?uelos y otras menudas prendas exteriores. Con ligeruela naturalidad, ataviada de un honesto vestido de colorido pr¨®ximo al burdeos (sin alcohol, pero con flor del mismo tono en la mitad del pecho), se escurre hasta el micr¨®fono central, sonrisa dulce y mano diestra acariciando el pelo, Mar¨ªa Dolores Pradera. Aplausos dilatados en el acogedor recinto.Silencio no usual. La cantante lo rompe con el vuelo del noble gavil¨¢n, tao-tao. Hace s¨®lo unos d¨ªas, en ese mismo lugar, Raphael sacaba rojas chispas de esas alas, se?ores, coloradas. La Pradera prefiere tomar al gavil¨¢n por gallina, acariciarlo con sus manos avispadas, dulcificar el pico con sus labios. Yo recordaba esos labios y recordaba esas manos en una muy lejana e inolvidable interpretaci¨®n de Unamuno. Pensaba entonces que la int¨¦rprete, inmersa en un pa¨ªs de rasgos esperp¨¦nticos, prefer¨ªa la enso?aci¨®n, el murmullo y la econom¨ªa de medios al tosco griter¨ªo nacional. Hoy, desde los comienzos de su nocturno recital, pienso si aquella econom¨ªa a¨²n mantenida no ser¨¢, pura y simplemente, limitaci¨®n ilimitada.
Por lo pronto, la Pradera se adentra por veredas donde poda o arranca -con cuidado infinito, eso s¨ª- las hierbas m¨¢s silvestres del folklore, so pretexto gracioso de fluidez virginal. Y es una castraci¨®n de tomo y lomo, una lamida helada y de buen gusto por las aristas montaraces, una manera como otra cualquiera de transformar al gato en liebre. Sus sabias manos la delatan cuando utiliza el dedo ¨ªndice con obsesi¨®n muy pendular, como maestra de escuela que decide mostrarle a sus alumnos la pericia que tiene para recitar todo, de Machado a Dar¨ªo y pasando por Gabriel y Gal¨¢n.
Suave, amable, fina. Uno se lo desea, pese a nada y bostezos: ?Ojal¨¢ que te vaya bonito ... ?. Es un deseo in¨²til. O demasiado ¨²til. Su ternura de espl¨¦ndido alcanfor despierta el entusiasmo babeante del boquiabierto y respetable p¨²blico: ?? Maravillosa! ?. A las mil maravillas, ay, cambia el lienzo por seda y evidencia con toque de campanas que su fuego es muy lento.
Esperamos. Mas uno empieza ya a inquietarse ante esa dama de bonita voz y de tranquilas muecas, porque emplea el lenguaje popular con tantas pinzas de ros¨¢ceo pl¨¢stico que termina por ser el eco de esos miembros de la nobleza entregados a parodiar con mimo los decires plebeyos.
Decididamente, le encanta la finura generosa. Amansa en cierto instante a una potranca, ayudada con gracia por los m¨²sicos, que lucen relucientes pajaritas. El embeleso de los espectadores trota pl¨¢cidamente al comp¨¢s de un caballo azabache. Ni tr¨¢gica ni fr¨ªvola, ni mucho menos todo lo contrario, va de la Ceca a la Meca sin arrugarse ni perder la confianza en la meta.
Quereres, picard¨ªas, rosarios maternales, palomas y jazmines. Todo lo adoba ella con santa pulcritud. Va de madre adoptiva, de reina de una tuna imaginaria. Es siempre irreprochable. Y limpia. Y fija. Y da esplendor
Babelia
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