41 juzgados para tres millones y medio de madrile?os
Varios millares de madrile?os pasan a diario por las dependencias del nuevo edificio judicial de la plaza de Castilla. Veintid¨®s juzgados de instrucci¨®n y diecinueve de primera instancia, servidos por seiscientas personas, resuelven infinidad de pleitos y corrigen los delitos espec¨ªficos de la capital, es decir, sobre todo delitos contra la propiedad. Los expertos consideran muy bajas estas dotaciones; sin embargo, la vida en el interior del edificio es una extensa relaci¨®n entrejuristas, reos, testigos y v¨ªctimas. Entre convecinos de una segunda ciudad.
A primera hora de la ma?ana, cuando el ret¨¦n de guardias civiles ocupa los puestos de vigilancia y custodia detr¨¢s de las puertas met¨¢licas del gran edificio judicial de la plaza de Castilla, gentes venidas de lugares no identificados de Madrid toman posiciones en el exterior. ? Entre las nueve y las nueve y media?, dice el ordenanza m¨¢s pr¨®ximo, ?comienzan a operar los juzgados; puede usted resolver sus asuntos cualquier d¨ªa, de nueve a dos; o, mejor, de 9.30 a 13.30 horas, para mayor seguridad?. Los litigantes m¨¢s puntuales y madrugadores suelen ser personas sencillas, t¨ªmidas y preocupadas. Llegan pronto para reprimir vagos complejos de culpa o para establecer sin m¨¢s tardanza su rectitud, como si pensaran que la puntualidad es el primer aval de la honradez. Hay una mayor¨ªa de hombres vestidos con trajes de dril y de pana, y adornados con viejas corbatas apenas usadas en bodas, comuniones, funerales y, como ahora, en litigios.El nuevo edificio ha reunido veintid¨®s juzgados de instrucci¨®n y diecinueve de primera instancia, y convoca a diario a casi todos los madrile?os que cometen o sufren el delito-medio, que, seg¨²n los estad¨ªsticos del Ministerio de Justicia, es casi siempre un delito ni grave ni leve contra la propiedad, o un pleito por accidente de tr¨¢fico. Pero tambi¨¦n acuden familiares que luchan por asumir o evitar una tutela, matrimonios mal avenidos, beneficiarios de partijas y autores de hechos dudosos entre la falta y el delito. Casi todos proceden de comisar¨ªas, porque, como dicen varios jueces, ?una comisar¨ªa es una especie de filtro. En ella se deshacen los peque?os equ¨ªvocos.Y se nos env¨ªan los asuntos que cubre nuestra jurisdicci¨®n?. Las v¨ªas de llegada al juzgado son la denuncia, la querella o la de oficio. Denuncian el perjudicado, los cuerpos de polic¨ªa o, por ejemplo los m¨¦dicos de hospital; se querellan ciudadanos que delegan en un abogado y .act¨²an de oficio jueces que llegan al conocimiento de delitos por otros caminos; ?si leo en la Prensa que un ni?o ha sufrido malos tratos, actuar¨¦ de oficio para investigar y resolver el caso?, explica en su despacho el titular de uno de los juzgados de la edificaci¨®n que, a las diez de la ma?ana, va a trasladarse a su sala de audiencias para presid¨ªr varios juicios orales.
Juzgado de guardia: a veces setecientos asuntos diarios
Los corrillos se deshacen en la acera y se desplazan lentamente hacia el vest¨ªbulo. All¨ª, denunciantes, reos, testigos y curiosos descubren dos p¨®rticos de seguridad con detectores de metales. Hay, por tanto, que cumplir el rito de desarmarse y entender que aqu¨¦lla es la aduana entre, la calle y los libros de leyes; acaso entre pa¨ªses infinitamente distantes para esos miles de usuarios que buscan febrilmente llaves, monedas y hebillas que sirvan como coartada ante el detector. Luego preguntan d¨®nde est¨¢ tal juzgado y los ordenanzas responden: ?N¨²mero cinco de los de instrucci¨®n, en la tercera planta?, y otras cosas parecidas.A partir de entonces, los pasillos se pueblan de personas impacientes y dentro de los despachos los jueces apresuran sus tr¨¢mites menores. El secretario, el forense, cuatro oficiales, cinco auxiliares y dos agentes judiciales, ?la dotaci¨®n completa de los juzgados de plantilla totalmente cubierta?, traen y llevan monta?as de expedientes, hacen aclaraciones a consultantes, buscan fichas en los archivos y, en los ratos libres, suspiran por la falta de personal. ?Los actuales 550 trabajadores en n¨®mina y los cincuenta eventuales para todo el edificio son muy pocos, poqu¨ªsimos; tambi¨¦n en esto disponemos de una dotaci¨®n parecida a la de comienzos de siglo. Roma tiene cien juzgados, y La Haya, por mencionar una ciudad europea con menos de un mill¨®n de habitantes, sesenta o setenta. Faltan, m¨¢s que dotaciones de juzgados, juzgados en s¨ª mismos?.
Hay un momento especialmente dif¨ªcil para cualquier juzgado y veinticuatro horas imposibles para el juzgado de guardia. ?Las guardias se desempe?an por turno rotatorio y son una abrumadora jornada de trabajo casi siempre. Han llegado a entrar en el juzgado de guardia hasta setecientos asuntos en un solo d¨ªa, y no se puede olvidar que el juzgado de guardia es el punto de partida de todas las v¨ªas de distribuci¨®n judicial: los casos de naturaleza civil han de ser remitidos a los de primera instancia; los de responsabilidad penal, a los de instrucci¨®n, y los de inferior cuant¨ªa -menos de 50.000 pesetas-, a los de distrito. Todo ello en un solo d¨ªa Un largo d¨ªa procurando aplicar leyes y reglamentos sin equivocar se. Setecientos asuntos han llegado a entrar?. Termina de firmar una serie de impresos el juez de instrucci¨®n. Pasa fugazmente la tinta morada de los sellos y desaparece el auxiliar con la monta?a de expedientes.
El proceso
Con un movimiento de prestidigitador, el juez se despoja de su corbata de calle, una fr¨ªa y oscura banda de seda. Abre el armario ropero, descuelga otra inmensamente negra y, uno, dos, tres, le hace un nudo geom¨¦trico. Luego se ci?e una toga con las bocamangas bordadas en blanco, mira el reloj, saluda al fiscal y ocupa su sill¨®n en la sala de audiencias. Detr¨¢s del respaldo de terciopelo rojo hay una fotografia del Rey en traje civil, y dos ventanas ?insonorizadas, ya era hora?; a su derecha, el fiscal; a la izquierda, el abogado defensor. Delante, tres filas de bancos partidas por un pasillo central, y al fondo, la puerta principal de acceso.Eljuez ta?e tres o cuatro veces la campanilla, que est¨¢ sobre la carpeta negra, m¨¢s ac¨¢ del crucifijo de bronce. ?Que entre el acusado?. Comienza el ritual.
El acusado es un muchacho en edad militar. El fiscal lo considera responsable de un delito de imprudencia temeraria. Hace dos a?os conduc¨ªa un autom¨®vil por la calle de Arturo Soria hacia Ciudad Lineal. Parece que, al llegar al desv¨ªo de la avenida de Am¨¦rica, el maldito disco se le puso en ¨¢mbar, ?o fue en rojo? Por un mal reflejo equivoc¨® el pedal. De pronto embest¨ªa a una hilera de coches que hab¨ªan girado hacia el desv¨ªo, y media docena de personas se vieron en mitad de una tormenta y, sobre todo, de una ferreter¨ªa.
Llega el muchacho con su pelo rapado. ?De pie?. El juez le pregunta si promete decir la verdad sobre lo que sepa o se le pregunte. Con el tiempo, los juramentos han ido qued¨¢ndose en promesas, quiz¨¢ porque quien no jura no puede cometer perjurio. El muchacho promete. Se le se?ala una silla separada de los bancos, ?porque hab¨ªa que acabar con el viejo mito del banquillo?, de aquellos escabeles tan bajos que convert¨ªan a los acusados en pigmeos. Hoy, el juez est¨¢, m¨¢s o menos, en el lugar y a la altura de un maestro de escuela, los bancos de madera crudas son de una factura id¨¦ntica a la de los pupitres y las f¨®rmulas han perdido ¨¦nfasis. ??Se reconoce culpable de estos cargos? ?No? ?Audiencia p¨²blica! ?. A¨²n conservan, sin embargo, una leve dosis de severidad.
Cuando el acusado es un gitano, siempre entran a la sala diez o doce personas: su mujer, sus hermanos y hermanas, algunos vecinos y casi siempre cinco o seis chiquillos de pecho ?que muchas veces han pedido prestados para movilizar la compasi¨®n?, dice el juez. Acaso Forque saben que los jueces de instrucci¨®n han de actuar a la vista de personas tanto como por estudio de documentos, y las conciencias suelen ablandarse ante los ni?os. Cuando el acusado es un ejecutivo, suele venir en presencia de su abogado; dos hombres, uno con traje de oto?o y otro con toga y malet¨ªn, esperan en el pasillo su turno para hablar de cierto tal¨®n impagado.
El chico del accidente ha venido, al parecer, s¨®lo. Dice que prefiri¨® acelerar ?por temor a que un coche que iba detr¨¢s delsuyo lo embistiera?. Cuando lleg a su turno, un testigojura levantando la mano, tal como ha visto hacer en los telefilmes. Cuando consigue darse cuenta de que nadie le ha pedido gestos manuales, decide que es demasiado tarde para rectificar y mantiene la mano en alto durante un rato. Dos de cada quince testigos, probablemente viejos lectores de Stanley Gardner, o tal vez televidentes medios, repiten el mismo gesto con resoluci¨®n.
Ni el fiscal ni el abogado defensor deciden modificar sus conclusiones. ?Visto para sentencia?, dice el juez. El ejecutivo se inquieta en el pasillo, revisa la hora en un reloj de pared y se dirige a la puerta.
Antes de ordenar el comienzo del juicio siguiente, el juez se hace una breve reflexi¨®n. ?Contra lo que pudiera pensarse, los accidentes de tr¨¢fico provocados por imprudencias no son los delitos espec¨ªficos de Madrid: en Madrid prima el delito contra la propiedad?. Delitos en busca de autor.
De nuevo en la calle, los participantes en los juicios hacen un inevitable gesto de poder¨ªo. Ahuecan los hombros y tienen la irresistible sensaci¨®n de que han conocido el purgatorio.
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