Seamos machos: hablemos del miedo al avi¨®n
El ¨²nico miedo que los latinos confesamos sin verg¨¹enza, y hasta con un cierto orgullo machista, es el miedo al avi¨®n. Tal vez porque es un miedo distinto, que no existe desde nuestros or¨ªgenes, como el miedo a la oscuridad o el miedo mismo de que se nos note el miedo. Al contrario: el miedo al avi¨®n es el m¨¢s reciente de todos, pues s¨®lo existe desde que se invent¨® la ciencia de volar, hace apenas 77 a?os. Yo lo padezco como nadie, a mucha honra, y adem¨¢s con una gratitud inmensa, porque gracias a ¨¦l he podido darle la vuelta al mundo en 82 horas, a bordo de toda clase de aviones, y por lo menos diez veces.No; al contrario de otros miedos que son at¨¢vicos o cong¨¦nitos, el del avi¨®n se aprende. Yo recuerdo con nostalgia los vuelos l¨ªricos del bachillerato, en aquellos aviones de dos motores que viajaban por entre los p¨¢jaros, espantando vacas, asustando con el viento de sus h¨¦lices a las florecitas amarillas de los potreros, y que a veces se perd¨ªan para siempre entre las nubes, se hac¨ªan tortillas, y hab¨ªa que salir a media noche a buscar sus cenizas del modo m¨¢s natural: a lomo de mula.
Una vez, siendo reportero de un diario de Bogot¨¢, en una ¨¦poca irreal en que todo el mundo ten¨ªa veinte a?os, me mandaron con el fot¨®grafo Guillermo S¨¢nchez a perseguir una mala noticia en uno de aquellos Catalinas anfibios que hab¨ªan sobrado de la guerra. Vol¨¢bamos sobre la plena selva de Urab¨¢ sentados en bultos de escobas, porque asientos no hab¨ªa en aquel sepulcro volante, ni una azafata de consolaci¨®n a quien pedirle el n¨²mero de su tel¨¦fono en el para¨ªso, y de pronto el avi¨®n se meti¨® a tientas por donde no era y se extravi¨® en un aguacero b¨ªblico. No s¨®lo llov¨ªa afuera, sino tambi¨¦n adentro. Agarr¨¢ndose a duras penas, el copiloto nos llev¨® un peri¨®dico para que nos tap¨¢ramos la cabeza, y vimos, con asombro, que apenas si pod¨ªa hablar y le temblaban las manos.
Ese d¨ªa aprend¨ª algo muy alentador: tambi¨¦n los pilotos tienen miedo, s¨®lo que a ellos, como a los toreros, no se les nota tanto en el temblor de las manos como en las supersticiones. Un amigo espa?ol -tan temeroso del avi¨®n que nunca viajaba sentado- lo descubri¨® una mala noche de invierno en que lo invitaron a presenciar el decolaje en la cabina de mando. Era en Nueva York, durante una tormenta de nieve, y la tripulaci¨®n permaneci¨® muy serena en la cabeza de la pista, hasta que le dieron la orden de decolar. Entonces, como si fuera un requisito t¨¦cnico insalvable, todos se persignaron al un¨ªsono. Mi amigo, comprendiendo que en el fondo de su alma tambi¨¦n los pilotos ten¨ªan miedo, le perdi¨® para siempre el miedo al avi¨®n.
Yo tuve una prueba todav¨ªa m¨¢s sutil volando por entre las estrellas sobre el oc¨¦ano Atl¨¢ntico. Hablando de todo, le pregunt¨¦ al comandante por otro piloto amigo que hab¨ªa sido mi compa?ero de escuela. Yo ignoraba, por supuesto, que se hab¨ªa estrellado en el aeropuerto de Tenerife cuando trataba de aterrizar en medio de la borrasca. El comandante me lo dijo de otro modo, pero m¨¢s revelador:
-Se retir¨® de la compa?¨ªa hace tres a?os, en las islas Canarias.
Sin embargo, el buen miedo al avi¨®n no tiene nada que ver con las cat¨¢strofes a¨¦reas. Picasso lo dijo muy bien: ?No le tengo miedo a la muerte, sino al avi¨®n?. M¨¢s a¨²n: hubo muchos temerosos que perdieron el miedo al avi¨®n despu¨¦s de sobrevivir a un desastre. Yo lo contraje como una infecci¨®n incurable volando a media noche de Miami a Nueva York, en uno de los primeros aviones a reacci¨®n. El tiempo era perfecto y el avi¨®n parec¨ªa inm¨®vil en el cielo, llevando a su lado esa estrella solitaria que acompa?a siempre a los aviones buenos, y yo la contemplaba por la ventanilla con la misma ternura con que Saint-Exupery ve¨ªa las fogatas del desierto desde su avi¨®n de aluminio. De pronto, en la lucidez de la vigilia, tuve conciencia de la imposibilidad f¨ªsica de que un avi¨®n se sostuviera en el aire, y me jur¨¦ que nunca volver¨ªa a volar.
Lo cumpl¨ª durante diez a?os, hasta que la vida me ense?¨® que el verdadero temeroso del avi¨®n no es el que se niega a volar, sino el que aprende a volar con miedo. Es una especie de fascinaci¨®n. De todos los temerosos insignes que conozco, el ¨²nico que de verdad no vuela es el arquitecto brasile?o Oscar Niemayer. En cambio, su compatriota George Amado, que es un timorato a¨¦reo de los m¨¢s grandes, ha tenido la audacia po¨¦tica de volar en Concord desde Par¨ªs hasta Nueva York, para all¨ª tomar un barco que lo llevara a R¨ªo de Janeiro. El escritor venezolano Miguel Otero Silva y el director de cine brasile?o Ruy Guerra, por distintos caminos, han llegado a la conclusi¨®n de que la ¨²nica manera de combatir el miedo al avi¨®n es volando con miedo, y lo combaten casi todos los meses. Carlos Fuentes, que no vol¨® durante quince a?os y hac¨ªa unos viajes ¨¦picos de ocho d¨ªas, cambiando de trenes, desde M¨¦xico hasta Nueva York, no s¨®lo ha vuelto a volar, sino que la semana pasada fue a dictar una conferencia en la Universidad de Indiana, en una avioneta de un solo motor. Sin embargo, entre los grandes especialistas del miedo al avi¨®n no hay ninguno mejor que don Luis Bu?uel, que a los ochenta a?os sigue volando imp¨¢vido, pero muerto de miedo. Para ¨¦l, el verdadero terror empieza cuando todo anda perfecto en el vuelo y, de pronto, aparece el comandante en mangas de camisa y recorre el avi¨®n a pasos lentos, saludando a cada uno de los pasajeros con una sonrisa radiante.
Mi madre no ha volado m¨¢s de dos veces en su larga vida. Nunca ha sentido miedo, pero conoce muy bien el de sus hijos -que son doce-, de modo que mantiene siempre una vela encendida en el altar dom¨¦stico para proteger a cualquiera de nosotros que se encuentre en el aire. Su fe es tan cierta, que a uno de sus hijos -que es ingeniero de caminos- se le cay¨® hace poco un buldozer en una cuneta. Mi madre oy¨® decir que el rescate pod¨ªa costar m¨¢s de 100.000 pesos, y le dijo a mi hermano que no gastara ni un c¨¦ntimo, pues ella iba a encender una vela para sacar el buldozer. Mi hermano la reprendi¨®: ?S¨®lo a ti se te ocurre que una vela puede sacar un buldozer de una cuneta?. Mi madre, impasible, le replic¨®:
-?C¨®mo no va a sacarlo, si sostiene un avi¨®n en el aire!
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