La esperanza lleg¨® al amanecer
Un intenso y emocionado aplauso al teniente general Guti¨¦rrez Mellado, ayer en el hemiciclo, y la serenidad y la alegr¨ªa reflejada en los rostros de los diputados han puesto el punto final a la tr¨¢gica noche del lunes. Una larga noche de dieciocho horas, donde la sorpresa dio paso al miedo, el miedo a la confusi¨®n, la confusi¨®n a la angustia, a la desesperanza; despu¨¦s, el ¨¢nimo, fugaces noticias alentadoras iban circulando entre susurros; m¨¢s tarde, otras que parec¨ªan contradecirlas: de nuevo el desaliento, y as¨ª, entremezcladas, todas las sensaciones que pueden sentir unas personas que saben que pueden matarlos, o tal vez no, pero que durante muchas horas estuvieron convencidos de que en Espa?a hab¨ªa terminado la democracia.
Primero fue un ruido, como de explosi¨®n, la votaci¨®n se interrumpe, un ujier sube corriendo por unas escaleras y el ministro en funciones para las Relaciones con la Comunidad Europea, Eduardo Punset, le coge de una manga: ??Qu¨¦ pasa, qu¨¦ es ese ruido??. Casi sin pararse, el conserje tartamudea: ?Unos hombres, acaban de entrar unos hombres armados, pegando tiros?. Punset piensa: ?Ser¨¢n civiles entonces?. Pero no. De pronto brillan los tricornios, irrumpen los uniformes, las pistolas, las metralletas y los fusiles. Todo el mundo al suelo, menos Adolfo Su¨¢rez (¨¦l segu¨ªa siendo el presidente), el teniente general Guti¨¦rrez Mellado, la m¨¢xima autoridad militar de la C¨¢mara, y Santiago Carrillo. ?Por qu¨¦ Carrillo, que adem¨¢s contaba con el agravante de ser comunista? Sus compa?eros de esca?o, Jordi Sol¨¦ Tura y Eulalia Vintr¨®, ya agachados, le tiran de la chaqueta, de los pantalones: ?Baja, baja, no seas loco, Santiago?. Y ¨¦l: ?Dejadme, no pienso moverme?. Despu¨¦s, cuando ya ha pasado todo, Carrillo explic¨® su actitud a EL PAIS: ?Podr¨¢ parecer una chuler¨ªa, pero no lo es. Yo no tuve miedo, son muchos a?os de experiencia pol¨ªtica... Hace ya mucho tiempo que estaba moralmente preparado para una cosa como esta ?.Cuando les ordenaron sentarse, algunos aparecieron misteriosamente en filas bastante m¨¢s atr¨¢s de donde estaban en un principio. Fue un instinto de autodefensa. Rodr¨ªguez Alcaide se alej¨® lo m¨¢s posible ?y no atraves¨¦ la pared porque no poseo ese don, que si no... ?. Fernando Abril y Javier Moscoso tambi¨¦n se levantaron al fondo de la sala. Abril, parapetado detr¨¢s de una columna. As¨ª, cuando le lleg¨® el peque?o transistor de Julen Guim¨®n a Paco de la Torre, ¨¦ste pens¨® inmediata mente que el m¨¢s protegido era Fernando Abril, y a ¨¦l entreg¨® el valios¨ªsimo aparatito, el ¨²nico que en esos momentos les permiti¨® repetirse unos a otros, cuando el teniente coronel Tejero anunciaba que Milans del Bosch era el nuevo presidente del Gobierno, mentira, est¨¢ mintiendo, lo dice la cadena SER. As¨ª, cuando comenzaron los viajes al cuarto de ba?o, Fernando Abril dejaba caer por donde pasaba un leve susurro: ?No tienen el control de la situaci¨®n, Valencia es un caso aislado. Ya ha hablado el Rey.
La diputada Carmen Solano comentaba: ?Fernando ha debido de volverse loco, ?de d¨®nde puede sacar tantos datos? Desvar¨ªa, seguro que se los inventa, pobre Fernando... ?. Horas despu¨¦s, Abril se descuid¨® un momento, puso el volumen demasiado alto y se oyeron las campanillas de Radio Nacional que anuncian los programas informativos. la diputada Solana respiraba. aliviada: ??Ah, ahora lo entiendo todo; qu¨¦ bicho este Fernando! ?.
Claro que en otras filas del Congreso el sistema de comunicaci¨®n funcion¨® mucho mejor. Fernando Abril pon¨ªa cara de cansad¨ªsimo, se derrumbaba sobre el respaldo de la silla de enfrente y cruzaba las manos a la altura del cuello, debajo, perfectamente oculto, el peque?o transistor. Despu¨¦s, un murmullo a su compa?ero Moscoso; ¨¦ste, al de su lado, y as¨ª sucesivamente, bajaba la noticia hasta Leopoldo Calvo Sotelo, ¨¦ste era el encargado detransmitirlo a todos los ocupantes del banco azul, y los ministros de la segunda fila se lo cuchicheaban a los socialistas; ¨¦stos, a los comunistas, y ah¨ª paraba la transmisi¨®n, por imperativos de la sala: topaban con la pared. Los que ocupaban el hueco de la parte de la derecha, hacia arriba, se enteraban mucho peor, o sencillamente no se enteraban. No se pod¨ªa hacer m¨¢s: los secuestradores les hab¨ªan prohibido hablar, escribir y hasta leer, aunque algunos no hicieron caso. Rodr¨ªguez Alcaide, antes de sufrir la lipotimia, se ley¨® un libro entero, otro tanto hizo M¨²gica, y los ministros Punset y P¨ªo Cabanillas releyeron lo ¨²nico que ten¨ªan a mano: un manual de la Constituci¨®n. Cuando ya se sab¨ªan de memoria todos los art¨ªculos, especialmente aquellos que hablan de la inviolabilidad de los parlamentarios, P¨ªo se entretuvo en hacer un laborioso y complicado dibujo abstracto, que se lo dedic¨® a su compa?ero de banco: ?Para Eduardo, en recuerdo de la noche de los cuchillos largos. Dos de la madrugada. Veinticuatro de febrero de 1981 ?."
?D¨®nde est¨¢ Letamend¨ªa?"
Los primeros momentos fueron los peores. Cuando estaban todav¨ªa en el suelo, un guardia civil se acerc¨® a Rodr¨ªguez Alcaide y le pregunt¨®: ??D¨®nde se sientan Solchaga, Bandr¨¦s y Letamend¨ªa??.
?Los dos primeros no lo s¨¦, porque cada d¨ªa se sientan en un sitio?, minti¨®, ?y Letamend¨ªa no suele venir mucho por aqu¨ª?. Ya incorporados, este mismo guardia civil se?al¨® con el dedo a Carrillo y le coment¨®: ?Ahora empieza un largo viaje?. En medio de un tenso silencio, transcurrida aproximadamente media hora, se llevaron a Felipe Gonz¨¢lez, a Alfonso Guerra, a Rodr¨ªguez Sahag¨²n, a Guti¨¦rrez Mellado, a Santiago Carrillo y a Adolfo Su¨¢rez. ?S¨ªgame?, fue la orden escueta. Y de all¨ª a la sala de los relojes, excepto Su¨¢rez, que qued¨® aislado. Se les prohibi¨® hablar entre ellos.
Todo el mundo estaba crispado en aquella dichosa sala que marcaba el tiempo. No sab¨ªan nada, nada del resto del hemiciclo, nada de lo que estaba ocurriendo en Espa?a. ?Eso fue lo m¨¢s torturante?. A las doce de la noche recibieron la primera visita de Tejero; la otra, a las cuatro de la madrugada. En ninguna de las dos cruzaron palabras, ?s¨®lo una mirada de odio hacia nosotros?, recuerda el dirigente comunista.
En el hemiciclo, los diputados se quedaron paralizados cuando vieron, que se llevaban a los l¨ªderes. Las opiniones se dividieron: ?Van a matarlos?, pensaban algunos. Otros, m¨¢s optimistas, cre¨ªan que iban a negociar con ellos el desenlace final.
Mientras tanto, Leopoldo Calvo Sotelo y P¨¦rez-Llorca permanecieron casi toda la noche inm¨®viles. S¨®lo este ¨²ltimo, pidi¨® su abrigo, y Leopoldo, cuando los asaltantes comenzaron a destrozar las sillas, les dijo: ?No deber¨ªan romper ustedes estas sillas. Tienen mucho valor art¨ªstico?. Este fue el momento en que muchos diputados se quedaron sin saliva.
Muchos segu¨ªan pensando en sus familias: ?encontrar¨¢ trabajo mi mujer si me matan?, o recordaban sus cuentas bancarias, para ver cu¨¢nto tiempo podr¨ªan seguir viviendo bien sus hijos.
Todos recuerdan con especial cari?o a Carmen Echabe, una m¨¦dica que se encontraba entre los invitados. y con toda firmeza se neg¨® a salir. Fue ella quien administr¨® colirio a Landelino Lavilla, hizo llegar los dos optalidones que ingiri¨® el teniente general Guti¨¦rrez Mellado, las numerosas aspirinas que tomaron los dem¨¢s y los tonificantes y pastillas para el dolor de est¨®mago. ?No s¨®lo fue nuestra camarera, azafata, m¨¦dica y aguadora, sino tambi¨¦n una valios¨ªsima esp¨ªa?, dijo el ucedista Santiago Rodr¨ªguez Miranda: ?Consigui¨® salir a la calle a por medicinas y colarnos informaci¨®n?. Hasta las cuatro de la ma?ana aguantaron sin moverse cavilando el desenlace: ?un golpe militar incruento como el de Turqu¨ªa? ?Una masacre como en Chile..., o un final feliz? La verdad es que muy pocos cre¨ªan en esta ¨²ltima posibilidad. Sin embargo, hab¨ªa algunos datos esperanzadores: los asaltantes iban perdiendo altaner¨ªa; uno de ellos, cuando el ministro Ros¨®n pidi¨® tabaco, le pregunt¨® amablemente:? Un sargento entr¨® con la edici¨®n especial de EL PAIS bajo el brazo. Javier Solana pudo leer los titulares y transmit¨ªrselos a los otros. Algo del golpe militar estaba fallando. Y entonces comenz¨® la campa?a de desmoralizaci¨®n: los diputados comenzaron a pedir permiso para ir al lavabo. ?Todas las veces que pudimos?, dec¨ªa Fernando Abril.
Era la ¨²nica manera de moverse, transmitirse informaci¨®n e intentar convencer a los guardias civiles de que aquello que estaban haciendo era una barbaridad. ?A algunos tuvimos que explicarles lo que era un delito de sedici¨®n?, manifest¨® Rodr¨ªguez Miranda. Otros constataron que muchos hab¨ªan sido enga?ados.
Francisco Fern¨¢ndez Ord¨®?ez coincidi¨® en el lavabo con Javier Moscoso: ?Es la primera vez que meo con una metralleta apunt¨¢ndome?, le dijo. Moscoso le coment¨®: ?Habr¨¢ que retocar la ley de Divorcio, ?eh, Paco??. ?No me seas, gilipollas, Javier?. ?Bueno, no te pongas as¨ª, te lo dec¨ªa para que levantes un poco el ¨¢nimo?.
Sobre las 21.30 horas dijeron que iban a traer bocadillos y los diputados iniciaron la huelga de hambre. A¨²n hubo dos momentos especialmente tensos: cuando entr¨® la polic¨ªa militar y comprobaron que se aliaban con los secuestradores y cuando ordenaron salir a las mujeres. ?Estos t¨ªos son tan machistas que seguro que las dejan salir para matarnos ahora a todos?.
Despu¨¦s, Fraga estallar¨ªa (en parte, seg¨²n comentaban ayer algunos diputados de UCD y del PSOE, porque, al ser el ¨²nico l¨ªder de partido al que no se hab¨ªan llevado, m¨¢s de uno empez¨® a sospechar). Alvarez de Miranda y Cavero se abrir¨ªan la chaqueta: ?Disparen si quieren?, y los de las filas de atr¨¢s comenzaron a gritar: ?Libertad, libertad?, hasta convertirse en un grito un¨ªsono.
Cuando la pesadilla termin¨®, Calvo Sotelo le dijo a Sim¨®n S¨¢nchez Montero: ?Aunque no me creas, he pensado en vosotros m¨¢s que en nadie, porque erais los que corr¨ªais m¨¢s peligro?. Adolfo Su¨¢rez, sonriente pero insistiendo en que no har¨ªa declaraciones a la Prensa ?hasta el a?o que viene?, comentaba sarc¨¢stico: ?S¨®lo me falta una cosa por vivir: una manifestaci¨®n de curas y la quema de las iglesias?.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.