El cuento del cuento (Conclusi¨®n)
Me doy cuenta de que el lugar en que se cometi¨® el crimen ha sido idealizado por la nostalgia. Era inevitable: all¨ª pas¨¦ los a?os de mi adolescencia, que fueron los m¨¢s libres de mi vida, hasta que la familia tuvo que cambiar de aires. Despu¨¦s volv¨ª dos veces, siempre en relaci¨®n con el proyecto del libro. La primera fue unos quince a?os m¨¢s tarde, tratando de rescatar de la memoria de la gente las numerosas piezas desperdigadas del rompecabezas del crimen, y tratando sobre todo de encontrar el final que todav¨ªa la vida no hab¨ªa resuelto. No me pareci¨® que el tiempo hubiera sido demasiado severo con nadie, ni con nada, salvo con la casa de placer de Mar¨ªa Alejandrina Cervantes, que hab¨ªa sido transformada en escuela de monjas. Fue una experiencia perturbadora ver un tropel de ni?as con uniformes celestiales entrando por el mismo port¨®n de trinitarias por donde toda mi generaci¨®n hab¨ªa entrado a perder la virginidad. La segunda vez que volv¨ª fue a escribir esta cr¨®nica. Fui inducido por el embeleco, tan com¨²n entre los realistas te¨®ricos, de
capturar en caliente para escribirla, la misma vida que se est¨¢ viviendo. Escrib¨ª en calzoncillos de nueve de la ma?ana a tres de la tarde durante catorce semanas sin treguas, sudando a mares, en la pensi¨®n de hombres solos donde vivi¨® Bayardo San Rom¨¢n los seis meses que estuvo en el pueblo. Era un cuarto escueto con una cama de hierro, una mesa coja que deb¨ªa nivelar con cu?as moscardones de papelitos en las patas, y una ventana por donde se met¨ªan los moscardones aturdidos por el calor y la pestilencia de las aguas muertas del puerto antiguo. Esa fue la ¨²nica contribuci¨®n de la vida circundante a mis esfuerzos de escritor comprometido. A medida que escrib¨ªa me daba cuenta de que la realidad inmediata no ten¨ªa nada que ver con la que yo trataba de escribir, ni tal vez tampoco con la que recordaba, y estaba tan confundido que llegu¨¦ a preguntarme si la vida misma no era tambi¨¦n una invenci¨®n de la memoria. El doctor Dionisio Iguar¨¢n, primo hermano de mi madre y nuestro ¨²nico m¨¦dico en la ¨¦poca del drama, muri¨® entre esas dos visitas. Su prestigio bien ganado queda repartido entre varios m¨¦dicos nuevos, y en especial el doctor Crist¨®bal Bedoya, a quien llam¨¢bamos Cristo, que hab¨ªa hecho el tercer a?o de Medicina en el momento del crimen, y que es un protagonista ejemplar de esta cr¨®nica. Fue el amigo ¨ªntimo que acompa?¨® a Santiago Nasar hasta unos minutos antes de su muerte, y el ¨²nico de los 20.000
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El cuento del cuento
habitantes del pueblo que se propuso y estuvo a punto de impedir que lo mataran. Sus testimonios fueron los m¨¢s inteligentes y entra?ables. Fue ¨¦l quien me record¨®, al t¨¦rmino de nuestras evocaciones incansables, uno de los datos m¨¢s raros de esta desgracia: la autopsia de Santiago Nasar no la hizo un m¨¦dico, sino el cura de la parroquia.Se llamaba Carmen Amador, se preciaba de haber nacido en un risco de Galicia donde nunca se habla la lengua castellana, y bastaba con o¨ªrselo decir para saber que era cierto. Yo lo recordaba con cierta amargura porque siendo muy ni?o me hac¨ªa repetir de memoria los falsos poemas gallegos de Gabriel y Gal¨¢n y fue quien me dijo m¨¢s tarde que Dios hab¨ªa prohibido leer a Gil Vicente. Fue nuestro ¨²nico p¨¢rroco hasta donde me alcanza la memoria, pero cuando volv¨ª de adulto por primera vez se hab¨ªa ido sin dejar rastros.
Nunca trat¨¦ de encontrarlo. Sin embargo, durante un verano que pas¨¦ hace doce a?os en la playa de Calafell, muy cerca de Barcelona, alguien me habl¨® de un cura retirado en la tenebrosa casa de salud del lugar, que dec¨ªa haber perdido media vida en mi tierra. Lo reconoc¨ª de inmediato, aunque s¨®lo hubiera sido por sus ojos de ternero de vientre y su castellano rupestre con cadencias del Caribe. Hablamos mucho y muchas veces hasta el final del verano, y era evidente que no hab¨ªa logrado asimilar el mal recuerdo de aquella autopsia.
Un a?o despu¨¦s de que Alvaro Cepeda Samudio me dio la clave, final, el libro estaba listo para ser escrito. Sin embargo, por algunos de esos motivos demasiado simples que los escritores no logramos entender, pasa todav¨ªa mucho tiempo sin que lo escribiera; m¨¢s a¨²n: hubo una ¨¦poca en que lo olvida por completo. De pronto, en el oto?o de 1979, Mercedes y yo est¨¢bamos en la sala oficial del aeropuerto de Ar gel, esperando que nos llamaran para embarcar, cuando entra un pr¨ªncipe ¨¢rabe con la t¨²nica inmaculada de su alcurnia y con un halc¨®n amaestrado en el pu?o. Era una hembra espl¨¦ndida de halc¨®n peregrino, y en vez del capirote de cuero de la cetrer¨ªa cl¨¢sica llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acord¨¦ de Santiago Nasar, que hab¨ªa aprendido de su padre las bellas artes de la altaner¨ªa, al principio con gavilanes criollos, y luego con ejemplares magn¨ªficos trasplantados de la Arabia feliz. En el momento de su muerte ten¨ªa en su hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un nebli escoc¨¦s adiestrado para la defensa personal.
Sin embargo, la evocaci¨®n de Santiago Nasar no fue tan comprensible como me pareci¨® cuando vi entrar la monarca del desierto con su animal de volater¨ªa coronado de oro. Fue m¨¢s bien un zarpazo del destino. En el avi¨®n de regreso comprend¨ª que la historia tantas veces diferida hab¨ªa vuelto esta vez a quedarse para siempre, y que no podr¨ªa seguir viviendo un solo instante sin escribirla. La sent¨ªa entonces con tanta intensidad como no la hab¨ªa sentido nunca en 32 a?os, desde el lunes infame en que Mar¨ªa Alejandrina Cervantes irrumpi¨® desnuda en el cuarto donde yo continuaba dormido a pesar de las campanas de incendio, y me despert¨® con su grito de loca: "Me mataron a mi amor".
A prop¨®sito: George Plimpton, en su entrevista hist¨®rica para The Paris Review, le pregunt¨® a Ernest Hemingway si podr¨ªa decir algo acerca del proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje de novela. Hemingway contest¨®: "Si yo explicara c¨®mo se hace eso algunas veces ser¨ªa un manual para los abogados especialistas en casos de difamaci¨®n".
Copyright 1981, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-
ACI.
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