Un verano andaluz / 1
Los vascos, al parecer, no sabemos lo que somos, racial y ling¨¹¨ªsticamente, pero s¨ª que sabemos lo que no somos; por ejemplo, que no somos latinos. Por ello tenemos m¨¢s afinidades con otros pueblos, como los n¨®rdicos. Debe ser este condicionamiento racial la causa de mi descarga emocional y est¨¦tica en cuanto piso Andaluc¨ªa, que me hace comprender y participar de los estados de ¨¢nimo; por ejemplo, de Goethe viajando por Italia -Kens du ein land who die citronen bluhen?-, de Byron en Venecia, de Shelley en Roma, incluso de don Jorgito Borrows vendiendo biblias por Espa?a y hasta del entusiasmo de Te¨®filo Gautier. S¨ª. Para un vasco, Andaluc¨ªa es algo muy entra?able, que nada tiene que ver con el turismo y el folklore. Pero al decir Andaluc¨ªa deb¨ªa decir las Andaluc¨ªas, que, como lo dijo Federico Garc¨ªa Lorca en una luminosa conferencia -cito de memoria-, son tres: la Andaluc¨ªa del duende y el romero. La Andaluc¨ªa del ¨¢ngel y la ca?a de az¨²car. La Andaluc¨ªa de la musa y la sal. 0 lo que viene a ser lo mismo: C¨®rdoba, Granada y Sevilla como cabeceras de S¨¦neca y G¨®ngora, Feder¨ªco Garc¨ªa Lorca y Ganivet, Rafael Albert¨ª y Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, respectivamente.Yo he pasado unos d¨ªas en una zona de transici¨®n, entre la sal y el az¨²car, frente al Mediterr¨¢neo. Pese a la aglomeraci¨®n de turistas, a las playas que cada a?o os ensucian m¨¢s los pies con un asfalto que Ulises no tuvo que vencer, y a otras incomodidades banales, conservo el recuerdo inolvidable de ir tierra adentro, cada a?o un poco m¨¢s lejos ciertamente, hasta encontrar esos maravillosos pueblos tendidos como blanqu¨ªsimas palomas en la roca, bajo las ruinas del castillo moro con su leyenda del tesoro oculto donde instalar mis b¨¢rtulos de acuarelista. Rodeado de chiquillos, cuya ayuda al pintor es fundamental, pues le liberan de tentaciones abstractas al consignar "oiga, que est¨¢ muy bien, pero se le ha olvidado pintar la escuela, el monumento a Blas Infante, o lo que sea", uno, agradecido, va y lo pinta, como supongo ocurrir¨ªa con el arquitecto al que un ni?o -que son los que dicen las verdades- le advirtiese que su edificio tapa la vista del mar o no tiene hueco de escalera.
Lejos de esa muralla de cemento que a lo largo de nuestra costa mediterr¨¢nea han elevado unos supuestos arquitectos que, en realidad, deben ser los ingenieros alemanes militares que en la segunda guerra mundial levantaron desde Noruega hasta Hendaya una cosa parecida, o qui¨¦n sabe si los mandarines de la gran muralla china, lejos de "pueblos andaluces" que es la est¨¦tica neopopulista introducida para nuestra verg¨¹enza por arquitectos extranjeros y que comparada con la muralla es el Parten¨®n, metido en el coraz¨®n de unos pueblos a¨²n intactos -?por cu¨¢nto tiempo?- que huelen a aceite de oliva incontaminado y sin refinar, donde la brisa juguetea con la ropa tendida en la calle, y las mujeres siguen vistiendo de negro, escuchando eI di¨¢logo de los pocos visitantes cultivados de esos que se saben de memoria la arquitectura ¨¢abe del siglo XII y suelen ser, generalmente, catalanes; en esos pueblos, digo, para¨ªso para un pintor amante de la vida, he pasado ratos inolvidables, perdida la noci¨®n del tiempo, que es una forma de levitaci¨®n m¨ªstica, aunque comprenda que alg¨²n lector diga que todo eso no es m¨¢s que costumbrismo ya cultivado por los acuarelistas ingleses del siglo XIX, como David Roberts, en busca del exotismo.
He dicho mujeres vestidas de negro y a ello vuelvo. ?Qu¨¦ irresistiblemente er¨®ticas resultan, tras la depreciaci¨®n del desnudo en las playas all¨¢ abajo! Ustedes dir¨¢n que soy un viejo verde, o en este caso un viejo negro, y puede que tengan raz¨®n, aunque en esto del erotismo no hay nada escrito. Recuerdo aquella an¨¦cdota del embajador Jos¨¦ F¨¦lix Lequerica, quien al saber que un distinguido sacerdote se deten¨ªa todos los d¨ªas a contemplar un escaparate lleno de fajas ortop¨¦dicas y otras cosas femeninas exclam¨®: "Envidiable erotismo el del padre J. J.". S¨ª. Y a m¨ª no hay quien me quite de la cabeza que si los refinados papas del Renacimiento mandaban vestir los desnudos del Vaticano era para desnudarlos mentalmente en un prodigio er¨®tico.
Alguna vez cog¨ªa los b¨¢rtulos y me instalaba en alg¨²n rinc¨®n desierto de la costa a pintar ese viejo mar, para que mis descendientes sepan que a fines del siglo XX todav¨ªa no hab¨ªa muerto definitivamente, ni hab¨ªa adquirido el color gris¨¢ceo del mar Muerto. Pero mi paz interior se turbaba cuando aparec¨ªa en el horizonte una sombra maciza. Adi¨®s el sortilegio. El pe?¨®n de Gibraltar me transportaba de la intemporalidad al hoy, del arte a la reflexi¨®n, de la acuarela al aguafuerte. Por eso, para cambiar los b¨¢rtulos de pintar, dejo lo que sigue para otro art¨ªculo.
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