La guerra de los derechos
Los derechos humanos, entre los cuales es fundamental el derecho a la autodeterminaci¨®n de los pueblos, fueron nuevamente sacados a relucir, en v¨ªsperas de la cat¨¢strofe, como cuesti¨®n primordial en el conflicto anglo-argentino sobre las Malvinas por la primera ministra brit¨¢nica, Margaret Thatcher. De la actitud de la se?ora Thatcher se hizo eco la mayor¨ªa en el Parlamento, incluyendo a una parte sustancial de la oposici¨®n.Los habitantes de las Malvinas -de eso no qued¨® lugar a dudas al terminar la sesi¨®n que le otorg¨® el voto de confianza al Gobierno conservador- deben disfrutar del derecho a la autodeterminaci¨®n. Esta es, despu¨¦s de todo y antes que nada, una batalla por la democracia y la civilizaci¨®n.
"Estamos dispuestos a luchar", dijo en un editorial el diario brit¨¢nico Daily Telegraph, "precisamente porque somos civilizados".
Si hoy dejamos que los argentinos pisoteen los derechos de los isle?os, el d¨ªa de ma?ana otras dictaduras har¨¢n lo mismo con otros pueblos: esta es, esta ha sido, desde el pasado 3 de abril, la raz¨®n por la cual el Reino Unido envi¨® las dos terceras partes de su flota al Atl¨¢ntico sur.
En otro oc¨¦ano, el Indico, hay una isla llamada Diego Garc¨ªa, que en una ¨¦poca era una dependencia de la ex colonia brit¨¢nica de Mauricio. El Reino Unido, poco antes de concederle la gracia de la independencia a Mauricio, la adquiri¨® por medio de una operaci¨®n de compraventa. En esta isla hab¨ªa mil habitantes cuya principal fuente de recursos eran los plant¨ªos de copra, comprados tambi¨¦n por el Gobierno brit¨¢nico a la compa?¨ªa que era su propietaria original. La isla pas¨® as¨ª a ser parte de los llamados territorios brit¨¢nicos del oc¨¦ano Indico. Hoy no la habitan los isle?os ni los brit¨¢nicos: en ella viven y trabajan 4.000 norteamericanos, entre soldados -en su gran mayor¨ªa- y civiles. En 1966, el Reino Unido decidi¨® rentarle la isla a Estados Unidos para que este pa¨ªs estableciera all¨ª una base naval y a¨¦rea. Los isle?os, que hab¨ªan vivido en Diego Garc¨ªa durante tres generaciones, fueron desalojados por el Gobierno brit¨¢nico como si se tratara de ganado y trasladados a Mauricio, a m¨¢s de 2.000 kil¨®metros de distancia de su tierra natal.
No se les pregunt¨® si deseaban o no trasladarse. No se les concedi¨® el derecho a la autodeterminaci¨®n. No hubo pa¨ªs occidental que se escandalizara. No hubo Naciones Unidas que intervinieran. Se les prometi¨® una indemnizaci¨®n que apenas hoy se les va a pagar, reducida a la mitad. Nueve a?os despu¨¦s, el senador Edward Kennedy descubri¨® que la peque?a comunidad de exiliados viv¨ªa en Mauricio en la miseria.
Es as¨ª como el Reino Unido defiende el derecho de los pueblos a la autodeterminaci¨®n. ?O tuvo que ver en ello -uno se pregunta- el hecho de que los isle?os de Diego Garc¨ªa no son de raza blanca?
No; en ese sentido, el Reino Unido no discrimina: a una gran parte de los habitantes de las islas Falkland o Malvinas tambi¨¦n les neg¨® el derecho a la autodeterminaci¨®n cuando, despu¨¦s de que ¨¦stos declararon su deseo de seguir siendo brit¨¢nicos para siempre, el Acta de Patriality de 1971 los rebaj¨® a ciudadanos de segunda clase. O, mejor dicho, de una clase aparte: son, como lo indica su pasaporte, ciudadanos brit¨¢nicos, pero s¨®lo tienen derecho a residir en estas islas brit¨¢nicas -o sea, en Inglaterra, Gales, Escocia, Irlanda del Norte y las islas del canal- aquellos malvinenses cuyos padres o abuelos hayan nacido en ellas.
Y este no es el caso de todos los malvinenses, como se ha dicho ya, pero que habr¨ªa que decir una, muchas veces m¨¢s. Y no ser¨¢, no hubiera sido, el caso tampoco de las futuras generaciones que ya no tendr¨¢n, o ya no tendr¨ªan, derecho alguno para vivir y trabajar en Londres, en Glasgow o en Belfast si as¨ª lo desearan; pero el Gobierno brit¨¢nico, desde el principio de la crisis, se ha quejado amargamente de que los argentinos no estuvieran dispuestos a dejar que los isle?os determinaran su futuro. Ese futuro ya fue decidido por el Reino Unido hace once a?os. Y hace apenas un a?o, confirmado, cuando el parlamentario Enoch Powell pidi¨® que se exceptuara de esa medida, y se otorgara ciudadan¨ªa brit¨¢nica plena -la otra es a medias-, a los habitantes de las islas Malvinas, Pitcaim y Santa Elena. Pero el Gobierno se mantuvo firme y declar¨® que no se har¨ªa ninguna excepci¨®n, porque los habitantes de otras dependencias reclamar¨ªan el mismo derecho. Recibir a 1.800 malvinenses que de pronto decidieran mudarse al Reino Unido no ser¨ªa mucho problema. Tampoco, digamos, recibir a 27.000 gibraltare?os.
Pero ?qu¨¦ suceder¨ªa si los tres millones de chinos con pasaporte brit¨¢nico que viven en Hong Kong comenzaran a caer del cielo sobre Piecadilly Circus?
No fue aceptada, pues, la enmienda propuesta por Enoch Powell, el defensor de los derechos humanos de los malvinenses, quien en estos ¨²ltimos d¨ªas ha estado urgiendo al Gobierno brit¨¢nico para que saque del Reino Unido, mediante el soborno de una indemnizaci¨®n, a las familias de raza negra para que regresen a sus pa¨ªses de origen, Jamaica, Barbados, Trinidad y Tobago y otros, de los que hace veinte o treinta a?os lleg¨® una generaci¨®n de gente de color destinada a trabajar en labores que los ingleses no consideraban dignas de ellos. Y que ahora sufren una discriminaci¨®n despiadada por el color de su piel y en la carne de su carne, sus hijos, una nueva generaci¨®n, en este caso de ap¨¢tridas, a muchos de los cuales se les niega el derecho de residencia en los pa¨ªses donde nacieron sus padres porque ya no son colonias brit¨¢nicas, sino naciones independientes,
Mientras tanto, mientras continuaba la locura de las Malvinas, pas¨® casi inadvertido el fracaso de la Conferencia sobre la Ley del Mar. La, convenci¨®n fue aprobada por una abrumadora mayor¨ªa. Pero Estados Unidos vot¨® en contra y se abstuvieron diecisiete pa¨ªses de Europa occidental y del bloque sovi¨¦tico. Fue Hugo Grocio, el gran jurisconsulto holand¨¦s, el que proclam¨®, en 1609, la independencia de los mares y los oc¨¦anos. Fue un presidente norteamericano, Truman, el primero que desafi¨® este concepto al incluir en 1945, bajo la jurisdicci¨®n de su pa¨ªs, los recursos del lecho marino de la plataforma continental. Y ha sido ahora otro presidente norteamericano, Reagan, el que ha socavado desde que lleg¨® al poder la labor que durante muchos a?os han llevado a cabo decenas de naciones en la lucha por que se reconozca como patrimonio unviersal la riqueza no s¨®lo del lecho marino m¨¢s all¨¢ de las doscientas millas jurisdiccionales, sino tambi¨¦n de la Luna, de todo planeta al que alg¨²n d¨ªa llegue el hombre y, sin ir m¨¢s lejos, de algo que est¨¢ en juego en estos momentos: la Ant¨¢rtida.
Pero nuevamemente el Tercer Mundo -los pa¨ªses del Sur- se han quedado solos. Ninguna ley sobre el mar podr¨¢ jam¨¢s tener vigencia sin los poderosos, en cuyas manos -la Lockheed, la Kennecot, la Shell, la US Steel, la Soci¨¦t¨¦ le Nickel, la Mitsubishi, entre otras- est¨¢ la tecnolog¨ªa necesaria para explotar la riqueza del mar. Ellos, los pa¨ªses del Norte, tambi¨¦n est¨¢n solos, pero se bastan a s¨ª mismos: por debajo del agua, Estados Unidos, Alemania Occidental, Jap¨®n, Francia, Holanda, Italia y B¨¦lgica han dado ya los primeros pasos para formar su propia asociaci¨®n.
No parece entender el llamado Occidente que entre los derechos humanos de otros pueblos est¨¢ el de compartir los recursos de un planeta que cada d¨ªa se vuelve m¨¢s, peque?o. El derecho a progresar, a no morirse de hambre.
No parecen entender pa¨ªses como el Reino Unido, Estados Unidos, Alemania Occidental y Francia que no es suministrando armamento -incluido el destinado a la represi¨®n interna- a dictaduras nefastas, como la de Argentina y la de Chile, como mejor se protegen los derechos humanos de sus pueblos. El derecho humano a no ser torturado o asesinado, el derecho humano a la libertad.
Y a la Marina Real Brit¨¢nica no le pas¨® por la cabeza, cuando hundi¨® al General Belgrano, que el derecho humano a sobrevivir de un marino argentino vale m¨¢s que unos cuantos miles de d¨®lares.
Cuando un parlamentario laborista pregunt¨® por qu¨¦ no se hab¨ªa disparado un torpedo de advertencia al General Belgrano -que pasara a cierta distancia del barco- para darle oportunidad a retirarse, un almirante contest¨® que la Marina Real no pod¨ªa darse ese lujo, porque cada uno de los torpedos Tigerfish que hundieron al crucero vale medio mill¨®n de d¨®lares. Viajaban en el Belgrano mil hombres: su vida no val¨ªa 5.000 d¨®lares por cabeza.
Tambi¨¦n vale la pena preguntarse cu¨¢nto vale la vida de sus compatriotas para el general Galtieri, quien ha dispuesto ya que puede sacrificar hasta 40.000 hombres.
?En defensa de cu¨¢les derechos humanos es esta guerra?
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