El cementerio desnudo
El tipo com¨ªa cuellos de pollo regularmente y en tiempo de lluvias ten¨ªa que meterse en la cama con el paraguas abierto, pero en la calle se hac¨ªa llamar don Paquito y llevaba un traje azul impecable con una dalia en el ojal. As¨ª acud¨ªa cada tarde a la tertulia taurina, donde, como es l¨®gico, se hablaba de f¨²tbol. Era un sujeto de patillas plateadas y la tos seca, uno de esos seres de vida perra que usan una simpat¨ªa de barra y le echan mucha labia a la hora del caf¨¦. En aquella tertulia taurina hab¨ªa la costumbre de hacer una quiniela m¨²ltiple todas las semanas, cuyos casilleros se llenaban por votaci¨®n entre los m¨¢s asiduos de la pe?a. Don Paquito administraba sobre el velador esta peque?a sociedad. Tra¨ªa los boletos, recaudaba los fondos y se encargaba de formalizar la apuesta en el despacho de la esquina junto al bar. Luego se quedaba con el resguardo sellado y entregaba con adem¨¢n notarial a cada socio una copia de la combinaci¨®n definitiva. Durante quince a?os se hab¨ªa cumplido este rito con normalidad, es decir, que esta gente no acert¨® un pleno ni una sola vez.Pero llega un d¨ªa en que a uno se le aparece Dios, o, m¨¢s dif¨ªcil todav¨ªa, en que el mill¨®n y medio de patadas de la tarde del domingo se combina de la ¨²nica forma capaz de hacerte feliz. Y entonces no s¨®lo ves a Dios, sino que te cae encima. As¨ª sucedi¨®.
La tertulia taurina hab¨ªa acertado una quiniela con nueve variantes, y eso significa que los socios de la pe?a, despu¨¦s del telediario de la noche, pod¨ªan considerarse millonarios con toda la raz¨®n del mundo; de modo que el lunes a la hora del caf¨¦, en el recodo de peluche del bar, la gente se daba abrazos y palmadas en las chuletas en se?al de triunfo mientras se esperaba que don Paquito entrara de un momento a otro por la puerta con el traje azul impecable, la dalia en el ojal y la dentadura al aire arropando con amor en los ijares el boleto premiado. Don Paquito no acudi¨® esa tarde. Ni tampoco al d¨ªa siguiente. Era la primera vez en quince a?os que este se?or faltaba a la cita diaria.
Identidad incompleta
A partir de cierto instante comenz¨® a cundir el p¨¢nico, sobre todo cuando los compa?eros de la pe?a cayeron en la cuenta de una cosa terrible. Hab¨ªan tratado a don Paquito durante quince a?os todos los d¨ªas, pero no sab¨ªan m¨¢s que su nombre de pila. Eso pasa a menudo. Entre los amigos y camareros del bar nadie pod¨ªa aportar un dato concreto de esta persona, ni un apellido, ni el domicilio, ni siquiera el oficio aproximado. Por su parte, los peri¨®dicos hab¨ªan dado la cuant¨ªa del premio. Tres m¨¢ximos acertantes. Noventa millones de pesetas cada uno. El pollero de Segovia y el mec¨¢nico de Valencia estaban ya localizados. S¨®lo faltaba el tercero, que bien pod¨ªa ser don Paquito; aunque tampoco era seguro porque en la tertulia las sospechas se hab¨ªan dividido: unos cre¨ªan que don Paquito no hab¨ªa echado la quiniela y, ante la grave situaci¨®n creada, se hab¨ªa quitado de en medio; otros se maliciaban que el tipo pensaba largarse con el dinero a Brasil. Las pesquisas estaban en punto muerto, hasta que el limpiabotas del local pudo dar una pista.
-Vive por el barrio de Arg¨¹elles.
-?C¨®mo lo sabe?
-Hace un par de a?os le acompa?¨¦ a casa para recoger un paquete, pero no recuerdo la calle.
-?Podr¨ªa reconocer la finca?
-Dif¨ªcil.
Esperanzas fallidas
El limpiabotas y dos comisionados de la pe?a se pusieron en marcha. Les llev¨® una semana recorrer todas las calles del barrio de Arg¨¹elles de Madrid hasta que, despu¨¦s de varias esperanzas fallidas, dieron con la direcci¨®n exacta de aquel extra?o ser. La casa era bastante cochambrosa, y ahora el gu¨ªa ya sab¨ªa que don Paquito viv¨ªa en el ¨²ltimo piso de una escalera carcomida sin ascensor, porque ¨¦l tuvo que bajar un bulto de cincuenta kilos para llevarlo a una agencia. Los tres llegaron jadeando al rellano y llamaron a la puerta. Abri¨® una se?ora alta y flaca, de mediana edad.
-Est¨¢ don Paquito?
-?C¨®mo?
-?Vive aqu¨ª un se?or con traje azul. ..?
-?Es que no lo saben?
-Qu¨¦.
-Mi hermano ha muerto hace quince d¨ªas.
All¨ª en el recibidor se o¨ªa el clic met¨¢lico de la gotera que ca¨ªa en una palangana y todo parec¨ªa en ruinas en aquella casa. Tal vez avergonzada por esa miseria la mujer se resist¨ªa levemente a hacerles pasar, aunque estaba dispuesta a aceptar el p¨¦same sobre el felpudo. L¨®gicamente no se trataba de una visita de p¨¦same, y ellos le explicaron el caso, cogidos todav¨ªa por la sorpresa, en la penumbra de una salita destartalada. La hermana no sab¨ªa nada. Don Paquito jam¨¢s hab¨ªa hablado de quinielas con ella y en su cara de pasmo se notaba que no ment¨ªa. Para facilitar las cosas de buena fe, dentro de un inter¨¦s com¨²n, la se?ora les invit¨® a revisar los papeles y otras pertenencias que hab¨ªa dejado don Paquito. El piso apenas ten¨ªa muebles, as¨ª que la tarea fue muy f¨¢cil. La c¨®moda, el armario, la consola del pasillo, cualquier rinc¨®n hasta el ¨²ltimo entresijo se puso patas arriba. Los libros y las revistas de toros fueron escrutadas hoja por hoja. El boleto premiado no apareci¨®.
-Mi hermano muri¨® en s¨¢bado. De angina de pecho.
-?Con qu¨¦ traje fue enterrado?
-Con el ¨²nico que ten¨ªa.
-?Un traje azul?
Ese.
Entre todos se lleg¨® a la conclusi¨®n de que la ¨²ltima esperanza estaba en aquel traje que sirvi¨® de mortaja. La hermana de don Paquito cre¨ªa recordar que le hab¨ªa registrado todos los bolsillos, aunque tal vez hab¨ªa olvidado el de la solapa porque no quiso quitarle al difunto la dalia del ojal. Sin duda la quiniela premiada con noventa millones de pesetas hab¨ªa quedado all¨ª, pero en este momento don Paquito se estaba pudriendo en la fosa com¨²n del cementerio m¨¢s concurrido de la ciudad.
Alguien en la tertulia era abogado, y el corro de hipot¨¦ticos millonarios escuch¨® su opini¨®n con el alma en vilo. Hab¨ªa que hacer gestiones para exhumar el cad¨¢ver, y el primer problema consist¨ªa en no causar risa. ?Por d¨®nde hab¨ªa que empezar? El abogado se dedicaba a asuntos de derecho mar¨ªtimo y tampoco ten¨ªa demasiada idea. Probablemente habr¨ªa que pedir permiso al obispo, o formalizar una instancia en el juzgado, o iniciar un pleito contra el patronato de apuestas, o comunicarle el caso a la polic¨ªa. Una comisi¨®n de la pe?a se present¨® ante el juez de guardia.
-Queremos levantar a un muerto.
-?Qu¨¦ ha hecho ese se?or?
-En el bolsillo de la chaqueta lleva una quiniela con catorce resultados.
-?Est¨¢n seguros?
-Es una posibilidad.
La carcajada del juez
El juez solt¨® una carcajada. Fue la primera de toda la serie que se oy¨® en despachos, ventanillas, antesalas de forense y sacrist¨ªas durante un mes de diligencias hasta que la cuesti¨®n qued¨® varada en el bufete de un abogado de imposibles. A todo esto, don Paquito estaba cada d¨ªa m¨¢s podrido y los gusanos m¨¢s voraces, agotadas las partes blandas, pod¨ªan haberse zampado ya el boleto, empezando por el sello. El pleito sigui¨® adelante con todas las p¨®lizas imaginables. Pero en este mundo todo llega. Una tarde la tertulia taurina recibi¨® la buena noticia de que el forense hab¨ªa dado la orden de abrir el ata¨²d para que, en presencia de la polic¨ªa,
Pasa a la p¨¢gina 10
EL cementerio desnudo
Viene de la p¨¢gina 9 se registraran los bolsillos de don Paquito.El sol ca¨ªa a plomo aquella ma?ana cuando la tertulia en pleno, acompa?ada por la autoridad judicial y un par de guardias, lleg¨® al cementerio. El cad¨¢ver estaba en la fosa com¨²n y aquello pod¨ªa ser una escombrera f¨¦tida, pero la hermana del difunto llevaba el volante del entierro con algunos datos y adem¨¢s se ve¨ªa en disposici¨®n de reconocer la caja. En seguida se present¨® la primera dificultad. Los sepultureros se hab¨ªan negado a colaborar. Es m¨¢s, desde el primer momento se vio claro que aquellos se?ores del guardapolvo gris se opon¨ªan a sacar al fiambre con el pretexto de que ese trabajo era imposible porque don Paquito se encontraba muy hondo, debajo de veinte clientes que llegaron despu¨¦s. Pero hab¨ªa un mandamiento que cumplir y adem¨¢s se trataba de noventa millones sepultados, no era cosa de broma. No hace falta insistir en lo desagradable de la peripecia. Unos sepulturero maldiciendo su suerte por lo bajo, unos t¨¦cnicos con mascarilla abri¨¦ndose paso entre cad¨¢veres hinchados, el hedor recalentado por la luz del mediod¨ªa que exhalaba el osario abierto, los tipos de la tertulia al borde de la zanja con la nariz tapada con un pa?uelo y los ojos ¨¢vidos de dinero. La hermana del muerto grit¨® desde lo alto.
-Es ese.
-?Este?
-S¨ª.
-?Est¨¢ segura? No vayamos a...
-Segura.
Cuatro encargados con una soga subieron el f¨¦retro al terregal descarnado a pleno sol y algunos sepultureros se hicieron a un lado cuchicheando. Hab¨ªa llegado el momento supremo. El m¨¢s entendido, con una palanqueta forz¨® el ata¨²d, cuya tapa chirri¨®, como es l¨®gico en estos casos solemnes. Se abri¨® la caja y dentro apareci¨® don Paquito.
-?Satan¨¢s!
-?Qu¨¦ pasa?
-Este muerto est¨¢ desnudo.
-No es posible.
Don Paquito estaba completamente desnudo dentro del ata¨²d con todos los gusanos a medio fest¨ªn. Mejor dicho, el cad¨¢ver llevaba los calcetines y los calzoncillos puestos, pero el traje azul hab¨ªa desaparecido. Alguien se lo hab¨ªa llevado.
Duraci¨®n del misterio
El misterio dur¨® hasta que el polic¨ªa mir¨¦ fijamente a los ojos a un enterrador con guardapolvo que, por otra parte, s¨®lo tard¨® media hora en cantar al pie de una pared de nichos. Resulta que all¨ª, en el cementerio, dos sepultureros ten¨ªan un peque?o negocio. Se dedicaban a despojar muertos para vender los arreos a un perista de la calle de Embajadores. En este caso, los dos funcionarios salteadores de tumbas tampoco sab¨ªan nada de la quiniela. Se hab¨ªan limitado a desnudar a don Paquito y a deshacerse de su traje azul por mil pesetas, sin percatarse de que en el bolsillo de la solapa pod¨ªa llevar una fortuna.
Desde el mismo cementerio parti¨® la comitiva de coches con toda la tertulia cabalgada, llevando a un sepulturero de reh¨¦n, y cruz¨® Madrid a una velocidad de pel¨ªcula muda mientras un polic¨ªa le abr¨ªa paso con la sirena en direcci¨®n a la calle de Embajadores, donde ten¨ªa el cuchitril el perista. El traje pudo haberse vendido a un se?or del Gran San Blas, o tal vez lo habr¨ªan llevado al tinte, o simplemente la quiniela no exist¨ªa o no estaba sellada. La expedici¨®n se precipit¨® en el interior de la tienda. El perista pens¨® que era un atraco.
-Un traje azul.
-?C¨®mo?
-?D¨®nde est¨¢ el traje azul?
El traje azul de don Paquito estaba all¨ª a la venta, colgado de la palomilla en la barra met¨¢lica. El polic¨ªa meti¨® los dedos en el bolsillo de la solapa y sac¨® un papel: se trataba del boleto premiado. Pero este no es el asunto. Esta historia real s¨®lo viene a demostrar que el cementerio est¨¢ lleno de cad¨¢veres desnudos.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.