El autorretrato de Van Gogh
Aquella ma?ana de diciembre de 1973, un joven argentino se dirig¨ªa al aeropuerto de Barajas. Sobre la ciudad ca¨ªa una lluvia mansa y se ve¨ªan cruzar muchas ambulancias, furgones de la polic¨ªa y coches de bomberos con la sirena despendolada en direcci¨®n a la calle de Serrano. En medio del atasco, el viajero imagin¨® que habr¨ªa sucedido alguna desgracia, pero en ese momento ¨¦l s¨®lo pensaba en su malet roja. Cuando el taxi enfil¨® la autopista, el trafico ya era muy fluido y tampoco percibi¨® ninguna se?al de alarma en el aeropuerto internacional. All¨ª, en el vest¨ªbulo, una pareja de guardias con metralleta se paseaba tranquilamente entre el ajetreo, y algunos pasajeros, rodeados de fardos, dormitaban en las butacas. El joven argentino factur¨® el equipaje con destino a Buenos Aires. Recogi¨® la tarjeta de embarque y pas¨® el control de polic¨ªa. En la cabina de cristal, el funcionario tal vez se entretuvo demasiado con el pasaporte, e incluso le escrut¨® la cara con cierta desfachatez, pero el viajero sab¨ªa resistir este tipo de miradas. Todo estaba en regla.En seguida se present¨® la primera contrariedad. Todos los vuelos de salida hab¨ªan sido cancelados durante dos horas, y nadie explicaba el motivo por el altavoz, aunque dentro del masoquismo habitual entre los clientes de Iberia la cosa no parec¨ªa muy rara. El argentino se acerc¨® al bar y pidi¨® un caf¨¦. En la barra nadie le dijo nada, de modo que decidi¨® matar el tiempo comprando una porcelana de Lladr¨®, un pu?al toledano y una bailarina de trapo, hasta que, de pronto, los pasajeros con destino a Buenos Aires fueron llamados para embarcar, y entonces lo suyo ya no tuvo remedio, porque el joven se vio metido en una reata flanqueada por dos cordones de polic¨ªa con el ce?o a media asta.
-?Qu¨¦ sucede?
-Nada. Siga.
-He dicho que siga.
-?Oiga!
Una maleta roja
En ese instante las medidas de seguridad ya eran muy visibles, incluso descaradas, y en el ambiente comenz¨® a cundir el nerviosismo. En la cabecera de la aglomeraci¨®n, frente a la aduana, la Guardia Civil estaba destripando todos los bultos con un celo inusitado, a los viajeros con barba casi los pon¨ªa boca abajo, y por otra parte, nadie pod¨ªa recular o escapar de aquel cerco de metralletas. En este aspecto el joven argentino se sent¨ªa tranquilo. Iba bien rasurado, peinado con gomina de guerillero, y adem¨¢s no llevaba nada encima. Con elegante desenfado ofrecio el malet¨ªn, que fue revisado minticiosamente, y luego se entreg¨® detr¨¢s de la cortina, manos arriba, a uno de la secreta para que le palpara el cuerpo a conciencia Y le pasara el detector por todo el perfil. Pero la sorpresa lleg¨® a continuaci¨®n. Al salir de este examen cada pasajero era conducido hacia un dep¨®sito de facturaci¨®n donde permanec¨ªa el equipaje sin embarcar todav¨ªa. All¨ª se les oblig¨® a reconocer y a abrir la propia maleta. No pod¨ªa huir. Tampoco lo intent¨®. El joven argentino se limit¨® a maldecir su suerte en medio de aquel barullo de enseres.
-?Es de usted esta maleta roja?
-S¨ª.
-Abrala.
-S¨®lo llevo ropa.
-Abrala.
Debajo de la ropa aparecieron seis millones de pesetas en crudo. No liab¨ªa m¨¢s que hablar. Mientras era llevado con una garra en el codo por aquel pasillo de ne¨®n, el joven sonre¨ªa c¨ªnicamente y pens¨® que ese cuadro de Van Gogh estaba gafado. Es m¨¢s. Pod¨ªa jurar que ese cuadro ten¨ªa dentro una terrible maldici¨®n. El p¨¢jaro fue introducido a empujones en un despacho donde tres se?ores de paisano fumaban crispadamente escuchando el transistor. A esa hora la radio ya dec¨ªa sin rodeos que el almirante Carrero Blanco hab¨ªa sido asesinado y comenzaba a dar detalles del macabro percance. La suya era una aventura vulgar de tr¨¢fico de divisas, pero aquel d¨ªa de diciembre todo el mundo ten¨ªa cara de terrorista; as¨ª que el joven argentino, antes de que le patearan el
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El autorretrato de Van Gogh
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h¨ªgado, desembuch¨® de carrerilla, incluyendo, por supuesto, el nombre de su amigo.
Se trataba de una historia algo complicada. Un coleccionista de Madrid hab¨ªa decidido comprar un autorretrato de Van Gogh aut¨¦ntico y catalogado, cuyo propietario era un ferratero arruinado de Buenos Aires, aunque de ese lienzo se contaban cosas muy extra?as. Hay cuadros que dan mala suerte, eso lo sabe cualquiera que est¨¦ en el negocio del arte. ?Puede alguien amar una pintura hasta ese punto? Aparte de su calidad impecable, el primer atractivo de la tela, sin duda, era el precio. El ferratero ped¨ªa veinte millones de pesetas al cambio, cosa rid¨ªcula para una obra de Van Gogh. Por esa cantidad el coleccionista madrile?o estaba dispuesto a desafiar aquella mitolog¨ªa de poderes ocultos, que, ven¨ªan de muy atr¨¢s.
Un elegante mendigo y el bar¨®n de Rothschild
En Par¨ªs, a principios de siglo, una especie de elegante mendigo llevaba ese autorretrato de Van Gogh bajo el brazo buscando a un entendido que se lo tasara. Era su ¨²nica fortuna, y las correr¨ªas entre la bohemia de Montmartre lo llevaron a la tienda del marchante Ambroise Vollard, un peque?o y avispado dormil¨®n, que pasaba el d¨ªa sumido en la modorra de aquel cuchitril rodeado de cuadros de Gauguin, de C¨¦zanne, de Picasso, de Braque, de Matisse, esperando con paciencia de brahm¨¢n a que se hicieran los a?os veinte para que llegaran los primeros americanos a comprar. El mendigo le puso el lienzo delante de la cara y Vollard s¨®lo tuvo que abrir medio ojo de liebre.
-Es falso.
-M¨ªrelo bien.
-Se trata de una copia.
-?C¨®mo lo sabe?
-El original est¨¢ colgado en la chimenea del bar¨®n de Rothschild.
Aquel mendigo tan elegante arroj¨® el autorretrato de Van Gogh contra la pared, dio media vuelta y se larg¨® blasfemando por la pendiente. El golpe hab¨ªa acabado por despertar del todo al se?or Vollard y a su gato de Angora. Puesto ya en pie, despu¨¦s del sobresalto, vio el cuadro en el suelo. Sinti¨® alguna curiosidad y quiso examinarlo con un poco m¨¢s de rigor. Le pas¨¦ un pa?o mojado. Luego frot¨® la pintura con una patata cruda. Del rostro de Van Gogh, bajo el sombrero de paja y de su blusa verde, llena de pinceladas neur¨®ticas, comenzaron a emerger unas calidades insignes. Pasado el tiempo se comprob¨® que este cuadro era el aut¨¦ntico. El bar¨®n de Rothschild s¨®lo ten¨ªa una mala copia colgada en el lugar m¨¢s visible del sal¨®n. Pero entonces el mendigo ya se hab¨ªa tirado al Sena.
No se sabe si la maldici¨®n parti¨® del cauce del r¨ªo o de alg¨²n gabinete de palacio. Los ricos se cabrean mucho cuando se les lleva la contraria. En el momento de arriar el falso autorretrato de la chimenea, un vidente parisiense, amigo de Rothschild, solt¨® una c¨¢bala violenta sobre el destino de aquella obra, y por otra parte, se supone que el mendigo tambi¨¦n tendr¨ªa algo que decir desde el fondo del Sena. En las tabernas de Montmartre se contaban cosas raras acerca de esto. De hecho, el cuadro qued¨® maldito e innombrable en la tienda de Ambroise VoHard, hasta que lleg¨® a Par¨ªs un rico estanciero argentino con su hija siguiendo a Carlos Gardel. En el per¨ªodo de entreguerras, una minor¨ªa bonaerense, muy hacendada en la Pampa, viajaba a Europa con un pa?uelo de seda inmaculada en el cuello y se daba un toque de distinci¨®n comprando impresionistas en un ambiente de violines z¨ªngaros, borracheras de ruso blanco y tangos apaches.
El ilustre pampero adquiri¨® el autorretrato de Van Gogh, y el tosco melodrama se inici¨® en seguida. Su hija apareci¨® descuartizada con certeros navajazos en un ascensor del bulevard Raspail. Eso para empezar. Fue un crimen pasional, muy c¨¦lebre en la ¨¦poca, entre una joven criolla argentina y un pianista loco y h¨²ngaro de Montparnasse. Vino en todos los peri¨®dicos. Diez a?os despu¨¦s, el cuadro pas¨® a la colecci¨®n de un pol¨ªtico argentino, que se vio baleado, aunque sali¨® ileso, el mismo d¨ªa en que hab¨ªa colgado la tela en el vestidor de su alcoba. El hombre insisti¨®, pero al segundo intento los asesinos no erraron. Luego apareci¨® el abuelo del presente ferratero en la cumbre de su gloria. En Buenos Aires era el rey de todos los tornillos, y en el pa¨ªs no se pod¨ªa poner un clavo ni abrir una cerradura Isin contar con ¨¦l. Fue el siguiente propietario del Van Gogh.
Una oportunidad de veinte millones de pesetas
Desde el instante en que el lienzo maldito entr¨® en su mansi¨®n, el imperio comenz¨® a declinar, con algunas estocadas misteriosas por medio, hasta caer en manos de un nieto, que sali¨® caballista y pendenciero, dispuesto a malvender los residuos de una fortuna dilapidada para salvar una hipoteca sobre el pante¨®n familiar, que en Argentina es lo m¨¢s sagrado. Se ignora lo que hay de cierto en todo esto, pero una cosa es segura: en diciembre de 1973, el autorretrato de Van Gogh estaba a la venta, y alguien le dio el soplo en secreto al coleccionista de Madrid.
-Es una oportunidad.
-?Cu¨¢nto piden?
-Veinte millones de pesetas.
-Hay, que ir por ¨¦l.
En aquel tiempo, los coleccionistas espa?oles disparaban sobre cualquier pieza que se levantara en Buenos Aires, se dedicaban a rastrillar legal o ilegalmente las obras de arte de aquella minor¨ªa selecta y arruinada, que hab¨ªa viajado a Europa a principios de siglo con un pa?uelo de seda blanco en el cuello, acompa?ada de una rica heredera enamorada de los bohemios de la Coupole. A partir de aqu¨ª, esta, historia ya es real como la vida misma.
El coleccionista madrile?o, un tipo con cierta p¨¢tina internacional, ten¨ªa que sacar el dinero de Espa?a, y para eso quer¨ªa aprovechar varios conductos subterr¨¢neos. El primero era un joven argeratino, amigo de confianza, que iba a viajar a Buenos Aires el 19 de diciembre de 1973, una ma?ana en que la ciudad estaba llena de sirenas con una sonoridad especial. Le dio seis millones de pesetas en crudo, el, servicio aparte, para que los depositara a su nombre en un banco de Argentina. Un m¨¦todo algo basto, ya se sabe, pero as¨ª se hacen las cosas, aunque tambi¨¦n es verdad que no todos los d¨ªas matan a Carrero Blanco. Desde su despacho de la Castellana, el coleccionista ve¨ªa pasar coches de bomberos, ambulancias y furgones de polic¨ªa. La secretaria se lo dijo. El presidente del Gobierno hab¨ªa volado por las azoteas. El hombre lo sinti¨® mucho. Pero lo habr¨ªa sentido m¨¢s si se hubiera enterado de que en ese momento su nombre sal¨ªa a relucir en la aduana de Barajas por ese motivo. Era otra prueba del maleficio de Van Gogh.
Sucedi¨® que al coleccionista le desollaron vivo en el tribunal de contrabando, y la polic¨ªa fiscal termin¨® por sacarle los forros a su colecci¨®n de pintura. Tuvo que pagar una multa de treinta millones de pesetas y no pudo quitarse el expediente de las orejas hasta mucho tiempo despu¨¦s. Termin¨® por zanjar la cuesti¨®n con ayuda de capitostes influyentes en el r¨¦gimen, y finalmente olvid¨¦ el asunto, porque aquellos a?os eran muy divertidos. Quiero decir que muri¨® Franco y, el dinosaurio hibernado en el hielo comenz¨® a mover el rabo. La calle se lleno de gas lacrim¨®geno. Entre un pedrisco de pelotas de goma vino la democracia. Y as¨ª pas¨® una d¨¦cada de fulgor cr¨ªtico, hasta que el coleccionista, recientemente, hizo un viaje de negocios a Nueva York. De pronto, un d¨ªa, en la acera de la avenida Madison, sinti¨® un pinchazo en la aorta. Se volvi¨®. Desde el escaparate de aquella galer¨ªa, un Van Gogh de blusa verde le miraba con ojos de brasa bajo el sombrero de paja luminosa. Era el mismo autorretrato, y esta vez tampoco supo resistir la fascinaci¨®n. Ahora no ten¨ªa problemas de divisas. Entr¨® en la galer¨ªa. All¨ª le contaron una larga historia, le ense?aron documentos, le dijeron el precio. El coleccionista madrile?o compr¨® el cuadro.
Una alfombra persa dentro de un tubo de cart¨®n
-Tendr¨¦ alguna dificultad para llevarlo a mi pa¨ªs.
-?Por qu¨¦?
-Debo declarar antes la salida de dinero.
-Le vamos a regalar una alfombra persa. A otros clientes ese sistema nunca les ha fallado.
El truco consist¨ªa en comprar una alfombra persa e importarla legalmente a Espa?a enrollada dentro de un. tubo de cart¨®n muy firme. S¨®lo que el tubo, en esta ocasi¨®n, deb¨ªa tener adem¨¢s un doble fondo para llevar emparedado el lienzo de Van Gogh. As¨ª lo hizo el hombre. Esta vez no pod¨ªa fallar. Y no fall¨®. La alfombra persa Reg¨® a Barajas sin novedad y pas¨® algunos d¨ªas en la aduana, hasta que el agente arregl¨® los papeles de entrada. El coleccionista fue personalmente al aeropuerto a recoger la mercanc¨ªa declarada, y despu¨¦s sonri¨® con una dentadura de triunfo al entrar en su oficina con el paquete. La amante, que era tambi¨¦n su secretaria, le dio un beso escorado en el pasino.
-Te traigo un regalo.
-?Qu¨¦ es?
-Una alfombra persa.
-Oh, cari?o. A ver.
Besuque¨¢ndose los dos, sac¨® la alfombra, y con los nervios abandon¨® un momento el tubo de cart¨®n en el pasillo, mientras ella extend¨ªa el regalo en el despacho y se abalanzaba de amor contra ¨¦l. La acci¨®n fue rutinaria, pero muy r¨¢pida. La se?ora de la limpieza pasaba entonces por el corredor con la aspiradora. S¨®lo se limit¨®, como era su obligaci¨®n, a recoger aquel tubo de cart¨®n inservible y a meterlo en la bolsa de pl¨¢stico. Lo dem¨¢s fue cosa de mala suerte. Por pura casualidad, en la puerta de la oficina estaba un cami¨®n de la basura triturando desperdicios, uno de esos cacharros que son a medias una horm¨ªgonera y una c¨¢psula espacial. La mujer de la limpieza tir¨® la bolsa con el tubo dentro del cami¨®n, y el autorretrato de Van Gogh qued¨® desmenuzado en un minuto. Sobre la alfombra persa del despacho, la secretaria le estaba dando a su jefe un beso de tornillo. Y el cami¨®n de la basura parti¨® con el cuadro triturado hacia los vertederos de Vaciamadrid.
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