Las Malvinas, un a?o despu¨¦s
Un soldado argentino que regresaba de las islas Malvinas al t¨¦rmino de la guerra llam¨® a su madre por tel¨¦fono desde el Regimiento I de Palermo, en Buenos Aires, y le pidi¨® autorizaci¨®n para llevar a casa aun compa?ero mutilado cuya familia viv¨ªa en otro lugar. Se trataba -seg¨²n dijo- de un recluta de 19 a?os que hab¨ªa perdido una pierna y un brazo en la guerra y que adem¨¢s estaba ciego. La madre, feliz del retorno de su hijo con vida, contest¨® horrorizada que no ser¨ªa capaz de soportar la visi¨®n del mutilado y se neg¨® a aceptarlo en su casa. Entonces el hijo cort¨® la comunicaci¨®n y se peg¨® un tiro: el supuesto compa?ero era ¨¦l mismo, que se hab¨ªa valido de aquella patra?a para averiguar cu¨¢l ser¨ªa el estado de ¨¢nimo de su madre al verlo llegar despedazado.Esta es apenas una m¨¢s de las muchas historias terribles que durante estos ¨²ltimos doce meses han circulado como rumores en Argentina, que no han sido publicados en la Prensa porque la censura militar lo ha impedido y que andan por el mundo entero en cartas privadas recibidas por los exiliados. Hace alg¨²n tiempo conoc¨ª en M¨¦xico una de esas cartas y no hab¨ªa tenido coraz¨®n para reproducir algunas de sus informaciones terror¨ªficas. Sin embargo, revistas inglesas y norteamericanas celebraron este 2 de abril el primer aniversario de la aplastante victoria brit¨¢nica, y me parece injusto que en la misma ocasi¨®n no se oiga una voz indignada de la Am¨¦rica Latina que muestre algunos de los aspectos inhumanos e irritantes del otro lado de la medalla: la derrota argentina. La historia del joven inv¨¢lido que se suicid¨® ante la idea de ser repudiado por su madre es apenas un episodio del drama oculto de aquella guerra absurda.
Ahora se sabe que numerosos reclutas de 19 a?os, que fueron enviados contra su voluntad y sin entrenamiento a enfrentarse con los profesionales ingleses en las Malvinas, llevaban zapatos de tenis y muy escasa protecci¨®n contra el fr¨ªo, que en algunos momentos era de 30 grados bajo cero. A muchos tuvieron que arrancarles la piel gangrenada junto con los zapatos y 92 tuvieron que ser castrados por congelamiento de los test¨ªculos, despu¨¦s de que fueron obligados a permanecer sentados en las trincheras. S¨®lo en el sitio de Santa Luc¨ªa, 500 muchachos se quedaron ciegos por falta de anteojos protectores contra el deslumbramiento de la nieve.
Con motivo de la visita del Papa a Argentina, los ingleses devolvieron 1.000 prisioneros. Cincuenta de ellos tuvieron que ser operados de las desgarraduras anales que les causaron las violaciones de los ingleses que los capturaron en la localidad de Darwin. La totalidad debi¨® ser internada en hospitales especiales de rehabilitaci¨®n para que sus padres no se enteraran del estado en que llegaron: su peso promedio era de 40 o 50 kilos, muchos padec¨ªan de anemia, otros ten¨ªan brazos y piernas cuyo ¨²nico remedio era la amputaci¨®n y un grupo se qued¨® interno con trastornos ps¨ªquicos graves.
"Los chicos eran drogados por los oficiales antes de mandarlos al combate", dice una de las cartas de un testigo. "Los drogaban primero a trav¨¦s del chocolate y luego con inyecciones, para que no sintieran hambre y se mantuvieran lo m¨¢s despiertos posible". Con todo, el fr¨ªo a que fueron sometidos era tan intenso que muchos murieron dormidos. Tal vez fueron los m¨¢s afortunados, porque otros murieron de hambre tratando de extraer la pasta de carne que se petrificaba dentro de las latas.
En este sentido, mucho es lo que se sabe sobre la barbarie de la log¨ªstica alimenticia que los militares argentinos practicaron en las Malvinas. Las prioridades estaban invertidas: los soldados de primera l¨ªnea apenas si alcanzaban a recibir unas sardinas cristalizadas por el hielo, los de la l¨ªnea media recib¨ªan una raci¨®n mejor y, en cambio, los de la retaguardia ten¨ªan a veces la posibilidad de comer caliente.
Frente a condiciones tan deplorables e inhumanas, el enemigo ingl¨¦s dispon¨ªa de toda clase de recursos modernos para la guerra en el c¨ªrculo polar. Mientras las armas de los argentinos se estropeaban por el fr¨ªo, los ingleses llevaban un fusil tan sofisticado que pod¨ªa alcanzar un blanco m¨®vil a 200 metros de distancia y dispon¨ªa de una mira infrarroja de la m¨¢s alta precisi¨®n. Ten¨ªan adem¨¢s trajes t¨¦rmicos y algunos usaban chalecos antibalas que debieron de ocasionarles trastornos mentales a los pobres reclutas argentinos, pues los ve¨ªan caer fulminados por el impacto de una r¨¢faga de metralleta y, poco despu¨¦s, los ve¨ªan levantarse sanos y salvos y listos para proseguir el combate. Las tropas inglesas estaban una semana en el frente y luego una semana a bordo del Camberra, donde se les conced¨ªa un descanso verdadero con toda clase de diversiones urbanas en uno de los parajes m¨¢s remotos y desolados de la Tierra.
Sin embargo, en medio de tanto despliegue t¨¦cnico, el recuerdo m¨¢s terrible que conservan los sobrevivientes argentinos es el salvajismo del batall¨®n de gurkhas, los legendarios y feroces decapitadores nepaleses que precedieron a las tropas inglesas en la batalla de Puerto Argentino. "Avanzaban gritando y degollando", ha escrito un testigo de aquella carnicer¨ªa despiadada. "La velocidad con que decapitaban a nuestros pobres chicos con sus cimitarras de asesinos era de uno cada siete segundos. Por una rara costumbre, la cabeza cortada la sosten¨ªan por los pelos y le cortaban las orejas". Los gurkhas afrontaban al enemigo con una determinaci¨®n tan ciega, que de setecientos que desembarcaron s¨®lo sobrevivieron setenta. "Estas bestias estaban tan cebadas", concluye el testigo, "que una vez terminada la batalla de Puerto Argentino, siguieron matando a los propios ingleses, hasta que ¨¦stos tuvieron que esposar a los ¨²ltimos para someterlos".
Hace un a?o, como la inmensa mayor¨ªa de los latinoamericanos, expres¨¦ mi solidaridad con Argentina en sus prop¨®sitos de recuperaci¨®n de las islas Malvinas, pero fui muy expl¨ªcito en el sentido de que esa solidaridad no pod¨ªa entenderse como un olvido de la barbarie de sus gobernantes. Muchos argentinos, e inclusive algunos amigos personales, no entendieron bien esta distinci¨®n. Conf¨ªo, sin embargo, en que el recuerdo de los hechos inconcebibles de aquella guerra chapucera nos ayude a entendernos mejor. Por eso me ha parecido que no era superfluo preguntar otra vez y mil veces m¨¢s -junto a las madres de la plaza de Mayo- d¨®nde est¨¢n los 8.000, los 10.000, los 15.000 desaparecidos de la d¨¦cada anterior.
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