El fil¨®sofo y los curas
"Veremos, para terminar, la filosof¨ªa espa?ola: el martes, Ortega, y el mi¨¦rcoles, Gasset". Dicho, es verdad rigurosa, en un seminario gallego all¨¢ por los a?os cuarenta. Y es que hubo primero, y luego y siempre, una imposibilidad de entrar en el lenguaje de Ortega desde el estilo del manual escol¨¢stico. Hubo tambi¨¦n, partiendo de esa ignorancia, la inquina que no ven¨ªa s¨®lo del clero: los que yo llam¨¦ cat¨®licos de profesi¨®n; los que desearon aplastar los deseos de continuidad cultural eran todav¨ªa peores: muy dentro de los a?os cincuenta yo pod¨ªa anotar en alguna reuni¨®n ?de j¨®venes! que los dardos de Mart¨ªn S¨¢nchez se repart¨ªan por igual contra Ortega y contra la Instituci¨®n Libre de Ensefianza, atacada por ellos de manera soez durante la guerra.En el seminario, los llamados tard¨ªos hac¨ªamos lo posible por quebrar esa enemistad extendida tambi¨¦n a Juli¨¢n Mar¨ªas. En mi seminario yo procur¨¦ que se leyera al Ortega m¨¢s literario y me sali¨® el tiro por la culata, pues se desat¨® en los sermones de aprendizaje tal pasi¨®n por la met¨¢fora que ya no se pod¨ªa m¨¢s. En esto de los sermones hubo sus modas: al lado de esa pasi¨®n por la met¨¢fora apareci¨® como peste el deseo de imitar a Garc¨ªa Sanchiz, ¨ªdolo de algunos obispos, y era de ver al predicador en agraz usar un estilo chapuceramente coloquial, confianzudo y hasta un poco peripat¨¦tico. La inquina, la torpe inquina contra Unamuno, contra Ortega y contra la instituci¨®n se agudiz¨® en los a?os cincuenta.
Un teologazo de la m¨¢s alquitarada escol¨¢stica, el padre Ram¨ªrez, lleg¨® a Salamanca como profesor extraordinario, profesor en la hora sopor¨ªfera. Ten¨ªa su fama, y, cuando se anuncio un cursillo sobre la caridad, sobre el amor, no fue peque?a la ilusi¨®n; pero, a esa hora que traicionaba la siesta, la clase se dividi¨® en dos bandos, durmiente o somnoliento el uno, e irritado el de unos pocos, al palpar que en ese gran tema toda la literatura y toda la gran filosof¨ªa gem¨ªa por su ausencia. Al volver de la clase e incluso en los descansos -?ah, las recreaciones en las que aprendimos a charlar andando hacia atr¨¢s!-, les le¨ªa trozos de los Estudios sobre el amor y, hala, otra invasi¨®n de lirismo y de met¨¢foras; pero era simp¨¢tico.
En los tiempos del nuncio Antoniuti -de muy ingrata memoria-, sucesor del gordo y campechano Cicognani, se intent¨® poner la obra de Ortega en el ¨ªndice de libros prohibidos: el padre Ram¨ªrez era el encargado de fichar las imaginarias herej¨ªas. El padre F¨¦lix Garc¨ªa, el padre Ce?al y yo fuimos a ver al nuncio para impedir el absurdo: era de ver al bendito padre Ce?al, ejemplo de humilde firmeza, cantarle las verdades. Se evit¨® el disparate porque ya est¨¢bamos en otros caminos: ?se hab¨ªa escogido en el Vaticano como plegaria para artistas un trozo del Cristo de Vel¨¢zquez, de Unamuno! Era cosa del entonces monse?or Montini. Pero la enemistad no descansaba contra Ortega, contra la instituci¨®n, contra m¨ª cuando proclamaba que en el Studium de entonces se daba la mejor clase de religi¨®n -en otros sitios, en tantos, se hac¨ªa gran negocio con los textos de esas clases-, y sus alumnos inauguraban un serio y lit¨²rgico menester de monaguillos. Estando Ortega en el sanatorio, desahuciado, agonizante, pronto no hab¨ªa otro tema de pena en la iglesia de la Ciudad Universitaria. Frente a impertinentes entrometidos, nosotros rez¨¢bamos, Mara?¨®n con nosotros, pensando en el encuentro con la muerte y con Dios de aquella mente extral¨²dica. Con el Concilio, con Pablo VI luego y con el nuncio Riberi aqu¨ª, la enemistad y la inquina quedaban cercadas. Hace tres a?os, yo contaba desde Roma c¨®mo en el instituto espa?ol era un grupo de jesuitas el que analizaba con buena.Justicia y hasta con ternura la obra de Ortega, feliz convocatoria en torno a una excelente conferencia de Lago Carballo.
De las ideas a las creencias
Lo importante de verdad es repasar esa obra, recordar cu¨¢ntas citas expl¨ªcitas e impl¨ªcitas han vivido junto a nuestro estudio y, sobre todo, junto a nuestra predicaci¨®n. En la Teolog¨ªa de los Tratados no conseguimos que se incorporara al estudio el gran libro de nuestra posguerra, Naturaleza, historia y Dios, de Zubiri: tan poco lo conseguimos, que a m¨ª por poco me cuesta el grado, pues un profesor me puso un cero por citarle. Yo creo que la influencia de Ortega en citas expl¨ªcitas e impl¨ªcitas se ejerci¨® en lo, que era asignatura desde?ada en la universidad Pontificia, asignatura formada m¨¢s tarde en la predicaci¨®n: la Teolog¨ªa Pastoral. Esos ojos orteguianos, tan abiertos a la vida, nos ense?aron mil cosas para la Teolog¨ªa de las realidades terrestres. Cuando con el Concilio se pudo dar fin a la b¨¢rbara represi¨®n del modernismo teol¨®gico, acudimos una y otra vez a ese Ortega, joven catedr¨¢tico que pasaba de una admiraci¨®n excesiva por Renan a un claro entusiasmo por El santo, la novela s¨ªmbolo de Fogazzaro. Escribo esto al iniciarse el ciclo pascual, y recuerdo, como tantas veces, lo que rtega escribi¨® sobre san Pablo, fundador de la teolog¨ªa precisamente porque s¨®lo conoci¨® a Cristo resucitado. Es imposible mirar el San Mauricio del Greco y que no aflore a la memoria la explicaci¨®n religiosa de Ortega. Insisto mucho en lo de la Teolog¨ªa pastoral porque uno de sus cap¨ªtulos m¨¢s vivos est¨¢ en el paso de las ideas a las creencias. Contra los abusos desacralizadores de la liturgia repetiremos siempre esto: "La potencia del gesto, de la f¨®rmula ritual, es el s¨ªmbolo m¨¢s bello de la cultura". Tambi¨¦n la gran melancol¨ªa: "Yo no concibo que ning¨²n hombre, el cual aspire a henchir su esp¨ªritu indefinidamente, pueda renunciar sin dolor al mundo de lo religioso; a m¨ª, al menos, me produce enorme pesar sentirme excluido de la participaci¨®n en ese mundo".
Casi todas estas referencias vienen de escritos de juventud, pero Ortega, al revisarlos, no puso, como en otros casos, cierta recitificaci¨®n a pie de p¨¢gina. "Todo hombre que piense 'la vida es una cosa muy seria' es un hombre ¨ªntimamente religioso". ?Quedar¨¢ marginado el tema m¨¢s tarde? No lo creo, y no creo que haya desd¨¦n hacia la experiencia religiosa en su defensa del te¨®logo contra el m¨ªstico -del m¨ªstico dijo en su juventud que era "un apache de la divina sustancia"-, defensa controvertida por el otro Ortega, el human¨ªsimo fraile elaretiano. Lo que m¨¢s quiero de Ortega, desde siempre, como el seminarista que fue y el cura que soy, es su adivinado tejer en el silencio. De vuelta de un viaje por Extremadura, el reidor y taurino Antonio D¨ªaz Ca?abate contaba una ruptura con ansia de ese silencio, un largo y nocturno mon¨®logo, en el que estaba la queja justificada, pero no menos lo otro, el ansia. Dios s¨®lo sabe qu¨¦ alas del alma hab¨ªan creado aquellas hondas, hermosas arrugas en la frente ancha. Ya no viven los protagonistas del odio y de la inquina, pero s¨ª vivimos algunos curas que podemos ense?ar cicatrices de heridas abiertas por haberle admirado tanto.
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