Un terrorista sentimental
Ten¨ªa la orden de poner la bomba en el Valle de los Ca¨ªdos y el terrorista estaba tomando un plato combinado en una cafeter¨ªa de la Gran V¨ªa con la bolsa de deportes a los pies, donde guardaba el artefacto en una caja de puros, marca Montecristo. Se trataba de un bizcocho de dinamita, hecho a mano, con un l¨ªo de cables rojos que el joven p¨¢lido no entend¨ªa, pero s¨®lo hab¨ªa que accionar una llave y entonces el reloj comenzaba a funcionar. Era una bomba de potencia media, proporcional a su ira; uno de esos regalos que puede derribar una pared maestra y despanzurrar a los curiosos en 10 metros a la redonda. Naturalmente, este p¨¢lido ser de 23 a?os quer¨ªa arreglar el mundo, no era un asesino contratado en los bajos fondos, sino un idealista con el cerebro ro¨ªdo por la obsesi¨®n de recomponer el caos e implantar el reino de la justicia. Para eso, acababa de llegar a Madrid en el expreso de Ir¨²n. No conoc¨ªa la ciudad, aunque hab¨ªa o¨ªdo hablar de sus desastres, de la perra vida que llevaba la gente. Por ejemplo, el camarero le hab¨ªa servido unas croquetas de sebo y una merluza podrida.A esa hora de la noche, este muchacho transparente, de mirada redonda como de oliva h¨²meda, se encontraba totalmente perdido en la gran ciudad. Hab¨ªa sido enviado para dar un golpe individual y por toda infraestructura s¨®lo contaba con un dinero de bolsillo, que deb¨ªa administrar con ascetismo fan¨¢tico. En este caso no hab¨ªa un piso franco ni enlaces o comandos dormidos. El trabajo era muy simple, sin demasiado riesgo, aunque de mucho efecto. Consist¨ªa en coger un autocar de turistas en la plaza de Oriente, llegar al Valle de los Ca¨ªdos y dejar el bizcocho cerca de la tumba del fara¨®n. La excursi¨®n sal¨ªa a las ocho de la ma?ana, pero en este momento el terrorista s¨®lo deseaba matar al camarero por culpa de una rodaja de merluza.
-?Qu¨¦ merluza, jovencito?
-?sta.
-Usted ya se ha comido m¨¢s de la mitad. As¨ª que la paga. Conozco el truco.
-Repito que esta merluza huele mal. Est¨¢ podrida.
-Pues llame a un guardia.
El muchacho acarici¨® con el tobillo el b¨¢rtulo mortal que ten¨ªa a los pies, mir¨® fieramente al camarero y call¨®. A pesar de todo se sent¨ªa omnipotente en medio de la soledad, aunque su posici¨®n era un poco c¨®mica. Iba cargado de dinamita, pod¨ªa destrozar la cafeter¨ªa con un movimiento de la mano y, no obstante, aquel renacuajo de calva peinada le hab¨ªa obligado a sacar la cartera, le hab¨ªa achantado con cuatro palabras. El mundo estaba muy mal hecho, pero la primera regla del perfecto terrorista consiste en no crear problemas innecesarios. Un redentor de su clase deb¨ªa portarse con educaci¨®n. As¨ª lo hizo ¨¦l. Al final de la tarde hab¨ªa llegado a la estaci¨®n de Chamart¨ªn con arreos de excursionista, botas, gorrito de lana, macuto de colores, cazadora de pl¨¢stico; y desde entonces hab¨ªa tenido vanas ocasiones de lucirse como chico galante: hab¨ªa cedido el taxi a una se?ora, hab¨ªa ayudado a cruzar la calle a un ciego, hab¨ªa sonre¨ªdo a un grupo de muchachas, hab¨ªa levantado a una vieja del suelo y ahora, despu¨¦s de cenar, se encontraba de nuevo perdido en una acera de la Gran V¨ªa, ataviado de monta?ero, sin saber qu¨¦ hacer. Pod¨ªa mirar escaparates, meterse en un cine o tomar una copa por ah¨ª.
Sin sacar el carn¨¦
Dentro de lo que cabe, la gente de la ciudad no parec¨ªa totalmente infeliz a esa hora Algunos seres inocentes devoraban hamburguesas putrefactas y re¨ªan a carcajadas, las carteleras de espect¨¢culos ofrec¨ªan mujeres con la boca entreabierta, los camiones se llevaban los montones de basura y, bajo los crepitantes anuncios del capitalismo, unos ni?os daban leng¨¹etazos a una bola de helado. El joven terrorista ten¨ªa la consigna de atravesar la noche sin sacar el carn¨¦ de identidad. Tampoco deb¨ªa separarse un solo instante de su bolsa de deporte. L¨®gicamente sent¨ªa un poco de paranoia, pero hasta el momento las cosas hab¨ªan ido bien. Era un elemento an¨®nimo en el traj¨ªn del asfalto, tal vez un turista extraviado al que le gustaban mucho los escaparates. Frente a una tienda de la calle Montera tuvo un peque?o percance. Aquel tipo se hab¨ªa colocado junto a ¨¦l y le miraba con demasiado inter¨¦s, aunque sonre¨ªa. No hizo caso. Sigui¨® caminando y entonces comprob¨® que le acompa?aba la sombra de ese se?or con gabardina. Se volvi¨® y le pregunt¨® sin m¨¢s.
-?Desea usted algo?
-Cre¨ª que eras mi sobrino.
-No lo soy.
-Perdona. ?Quieres que te invite?
-No se moleste.
-Est¨¢s muy solo.
-D¨¦jelo.
El tipo no le dej¨® tan f¨¢cilmente y durante alg¨²n tiempo el terrorista y el bujarr¨®n mantuvieron un leve combate de mutua cortes¨ªa. Aquel enamorado nocturno trataba de cogerle la bolsa, quer¨ªa ayudarle de alguna forma, y el joven se ve¨ªa forzado a sonre¨ªr, a darle las gracias sacudi¨¦ndose de encima los suaves manotazos. Por las esquinas de Montera hab¨ªa prostitutas de guardia, cazadores furtivos y adolescentes fontaneros que arreglaban ca?er¨ªas por 1.000 pesetas, y entre ellos el terrorista pas¨® canturreando una balada y reflej¨® su figura en las cristaleras, en las marquesinas de ne¨®n, en los espejos de los bares, hasta que se meti¨® en un cine donde pon¨ªan una pel¨ªcula de amor y ecolog¨ªa, algo as¨ª como un marido celoso que sublim¨® el desenga?o criando pepinos de invernadero. El ¨¢ngel exterminador no entendi¨® muy bien el argumento porque ten¨ªa la cabeza ocupada en otras cosas, en la bolsa de deporte, en aquella caja, en la orden recibida y en la manera de pasar la noche.
Pod¨ªa dormir en un parque tapado con peri¨®dicos, usando de almohada el macuto cebado con dinamita, o seguir la receta cl¨¢sica para estos casos. Si quer¨ªa evitar su rastro por cualquier pensi¨®n no hab¨ªa m¨¢s remedio que alquilar de gu¨ªa a una puta amable hasta el amanecer. Era la mejor soluci¨®n. A las tres de la madrugada, despu¨¦s de o¨ªr m¨²sica de jazz en un s¨®tano, el terrorista se hallaba en la acera de la Telef¨®nica en medio de una contrata de carne. All¨ª se vend¨ªan los restos de la jornada, un g¨¦nero muy resabiado, reculado contra las paredes y vigilado a media distancia por los chulos. No hab¨ªa mucho donde elegir, pero el muchacho s¨®lo buscaba encontrar en esa subasta una mirada maternal, un rostro no demasiado cruel. Por 2.000 pesetas, cama incluida, una mujer de 50 a?os se llev¨® al excursionista a una casa de la Corredera Baja. Estaba dispuesto a pagar un suplemento si la buena se?ora no ten¨ªa prisa.
-?Eres estudiante?
-M¨¢s o menos.
-Te har¨¦ un precio.
-Quiero estar contigo hasta las seis.
-Qu¨¦ dices.
El terrorista dej¨® el macuto en el suelo y fingi¨® un deseo desmedido. Ech¨® una larga cabalgada sobre aquel penco desvencijado y despu¨¦s qued¨® boca arriba en el catre mirando la bombilla pelada del techo con los huesos de la compa?era incrustados en el brazo. La se?ora parec¨ªa una m¨¢quina tragaperras. Cada media hora, el terrorista ten¨ªa que depositar un billete en la mesilla para que ella le siguiera soportando el relato de su vida. En el fondo era un sentimental. Se hab¨ªa educado en un colegio de curas, hab¨ªa sido ni?o cantor en una escolan¨ªa y en la adolescencia hab¨ªa descubierto de pronto la maldad de este mundo. Sab¨ªa que los hombres no eran felices, aunque en esto a veces ten¨ªa sus dudas; pero una cosa estaba clara: aquella prostituta bostezaba y el joven revolucionario quer¨ªa acabar con la injusticia social.
-?Qu¨¦ hora es?
-Las cinco y media.
-Est¨¢ comenzando a clarear.
-Si quisieras, yo podr¨ªa redimirte.
-De qu¨¦.
-De la vida que llevas.
-No seas gilipollas. L¨¢rgate ya.
Aquel era el d¨ªa se?alado en su agenda y estaba amaneciendo una luz l¨ªvida sobre los tejados de Madrid. Vestido con el equipo de monta?ero, el terrorista iba por las calles desiertas consultando el plano de las esquinas hacia la plaza de Oriente. All¨ª hab¨ªa varios autobuses y las primeras reatas de turistas comenzaban a llegar. Era gente rubia y callada, dentro de una gama rubia, buenos compa?eros de viaje, abuelitas inglesas que sonre¨ªan, gordos jubilados de California que resoplaban. A su debido tiempo, arranc¨® el autocar climatizado bajo una musiquilla de Frank Pourcel y enseguida, junto al asiento del conductor, se encaram¨® un gu¨ªa con micr¨®fono para explicarles la fachada del palacio Real, el jard¨ªn que se ve¨ªa por la ventanilla, el Arco de Triunfo de la universitaria hasta enfilar la carretera de La Coru?a. Antes de hacer justicia con la dinamita, el terrorista tuvo que soportar la visita al acueducto y al Alc¨¢zar de Segovia; pas¨® por el rito de comer un cordero en una mesa castellana flanqueada por dos se?oras colombianas llenas de corales, sortijas, pulseras y colgantes; continu¨® la ruta con la paletilla de lechal todav¨ªa en el buche; vio tapices, cuadros de batallas, esculturas, incunables manuscritos famosos y patios recoletos en el monasterio de El Escorial, y a media tarde lleg¨® a la bas¨ªlica del Valle de los Ca¨ªdos En el momento de bajar del autob¨²s cogi¨® la caja de puros envuelta en papel de estraza se la engatill¨® bajo la correa en los ri?ones puso cara de arrobo y entr¨® en la cripta. Hab¨ªa una grandilocuencia de piedra alrede dor, los santos ten¨ªan musculaturas desco munales de gusto fascista. Los feroces evangelistas en la cepa de la, cruz, las grandes explanadas de granito, la bre?a taladrada hab¨ªan sido levantadas all¨ª para abrumar m¨¢s a¨²n a los enanos.
Cuando el terrorista penetr¨® en la bas¨ªlica fue acogido enseguida por una sensaci¨®n de frescor perfumada de incienso, y de momento no se dio cuenta de que estaba sonando el ¨®rgano. Ven¨ªa obsesionadocon la dinamita e ?zaba los ojos por las paredes asc¨¦ticas buscando urnas de soldados victoriosos y muertos. Despu¨¦s se acerc¨® a la tumba del dictador. Contempl¨® la corona de flores que cubr¨ªa la losa. All¨ª dentro, la encarnaci¨®n del mal esperaba el juicio de la historia. En este instante el terrorista se hab¨ªa convertido en el brazo vengador. Cuando iba a depositar, como obsequio, la caja de puros, cebada con dinamita, bajo la guirnalda de mirto, antes de que le diera media vuelta a la llave para marcar el plazo al reloj, se sinti¨® inundado de pronto por el acorde de Juan Sebasti¨¢n Bach. Algo se estremeci¨® dentro de sus costillas. La m¨²sica del ¨®rgano alcanz¨® repentinamente una belleza incre¨ªble, los compases de la fuga se persegu¨ªan en el aire como lib¨¦lulas de oro, los quiebros sincopados hab¨ªan comenzado a extraer destellos de la penumbra fara¨®nica. Un arpegio de ¨¢ngeles ca¨ªa en cascada sobre su cogote. No hab¨ªa nada que hacer. Al terrorista le gustaba demasiado Bach. Aquella m¨²sica estaba a punto de hacerle saltar las l¨¢grimas, porque le recordaba los tiempos de la infancia en la escolan¨ªa.
Era la cuarta vez que le pasaba lo mismo, En su primera salida de terrorista ten¨ªa que colocar una bomba en la central de un banco, pero en un sal¨®n de ese banco hab¨ªa una exposici¨®n de pintura de Solana. El joven amaba mucho a Solana y tuvo que desistir Despu¨¦s se le encarg¨® que dejara un paque. te de pl¨¢stico en la entrada de la Caja de Ahorros y dio la casualidad de que la portada del edificio era de Churriguera. Tampoce lo pudo soportar. Finalmente viaj¨® a Valencia para atentar contra el transbordador de Ibiza, pero en el malec¨®n del puerto hab¨ªa j¨®venes con guitarras tocando cosas de los Beatles, esperando embarcar. Tambi¨¦n en esa ocasi¨®n fue demasiado d¨¦bil. Ahora el terrorista volv¨ªa a Madrid en el autob¨²s de turistas y se mord¨ªa los pu?os llorando en silencio mientras una abuelita de Ohio le sonre¨ªa dulcemente. Hab¨ªa arrancado los cables de la caja de puros, hab¨ªa tirado el b¨¢rtulo en una cuneta y llevaba la cabeza penetrada por aquella sonata de Bach. ?sta es la historia real de un terrorista sin facultades.
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