Comprender Catalu?a
De tarde en tarde, alguien, desde la meseta, intenta comprender Catalu?a. Nosotros, los valencianos, indica el autor de este art¨ªculo, y los de las Baleares, a veces entramos en la comprensi¨®n y a veces se nos mantiene en la indiferencia habitual, m¨¢s veces lo segundo que lo primero, tal vez porque si el problema se circunscribe a la Catalu?a estricta es m¨¢s peque?o, menos problema y, por tanto, resulta m¨¢s manejable, m¨¢s dominable, con perd¨®n de la expresi¨®n. Aunque tampoco haya que descartar el hecho de que generarnos m¨¢s indiferencia que preocupaci¨®n. Por no ser, no somos casi ni problema.
Que el problema, como tal, es menos sentido en la Comunidad Valenciana y en las Baleares que en la Catalu?a originaria, no se puede negar. ?Por qu¨¦ habr¨ªa de hacerse? Pero tampoco es verdad que no exista. Aunque s¨®lo fuera porque existe en Catalu?a, ya existir¨ªa en toda el ¨¢rea ling¨¹¨ªstica del idioma com¨²n, y es muy dif¨ªcil, por tanto, limitar lo que nos es com¨²n a la lengua estrictamente. ?Por qu¨¦, si no fuera as¨ª, habr¨ªa convertido la derecha en problema, tan empecinadamente como lo hace, una cuesti¨®n que, filol¨®gica e hist¨®ricamente hablando, no existe? Han de sobrevivir muchas cosas adem¨¢s de la lengua para que sobreviva una lengua hasta llegar a la normalidad. Habr¨ªa de sobrevivir, por ejemplo, un Estado. Y ya estamos metidos en el problema al que ha tenido que ir a parar de alguna manera Juan Luis Cebri¨¢n al hablar en Barcelona de la digamos que decadencia de Barcelona. Se trataba de analizar por qu¨¦ ha dejado de ser, en los ¨²ltimos a?os, capital de la cultura peninsular, o por lo menos hisp¨¢nica. Cebri¨¢n asegura que lo fue bajo el franquismo, ya en cierto modo decadente de los a?os sesenta, y mucho m¨¢s decadente en los setenta, tanto como para resistir y superar la comparaci¨®n con lo que por aquellas fechas se coc¨ªa en Madrid. Resisto la tentaci¨®n de comentar esa inercia centralista, que todo lo refiere a las dos ciudades y, m¨¢s todav¨ªa, a sus centros urbanos. En cambio, me gustar¨ªa corresponder con franqueza a la franqueza de Juan Luis Cebri¨¢n se?alando que en sus argumentos no intenta -y hay que agradec¨¦rselo-, como es habitual cuando se practican ejercicios de comprensi¨®n, digamos que retenernos. Hay en ese querer que no nos vayamos una cierta paradoja, porque de lo que tratamos es de conseguir, ech¨¢ndole mucha esperanza a la cosa, podemos quedar en nuestra casa, poder estar en ella como en la propia, poder ser lo que somos. Juan Luis Cebri¨¢n parte de la base de que existe una inamovible situaci¨®n dada, seg¨²n la cual hay una casa com¨²n en la que, eso s¨ª, cada cual puede tener su piso aut¨®nomo. Pero la casa para ¨¦l es com¨²n. Y com¨²n el idioma y la cultura, etc¨¦tera. ?Qu¨¦ hacer entonces con la otra, la hist¨®rica, la propia? ?Aparcarla en la historia o normalizarla entera y verdaderamente? Para entrar en el terna por derecho -es decir, directamente y con el derecho que nos deber¨ªa asistir-, dejar¨¦ a un lado el terna de la capitalidad cultural que Barcelona habr¨ªa perdido. Es muy tentador, pero, como conduce tambi¨¦n al de fondo, prefiero entrar directamente en ¨¦l. Juan Luis Cebri¨¢n tampoco ha podido limitarse a la cuesti¨®n barcelonesa, y el impedimento le ha llevado a decir, m¨¢s o menos, que la acentuaci¨®n partidaria, del nacionalismo desuniversaliza, por expresarlo r¨¢pidamente. Yo creo que ni en los a?os de que habla Cebri¨¢n era tanta la universalidad cultural de Catalu?a ni tan poca la de Madrid, y viceversa. Puede que la periferia sea, por naturaleza, menos castiza que la Villa y Corte, lo cual sigue ocurriendo a pesar de que el casticismo nacionalista se haya hecho, con la democracia, tan partidario y competitivo. Eso de ser liberal es muy dif¨ªcil, y lo sab¨ªan bien aquellos ilustrados que creyeron ver en la expansi¨®n napole¨®nica una salida al absolutismo intransigente, nacionalista y castizo. Y lo sigue siendo ahora cuando, a pesar de la dosis de liberalismo insertado por la democracia en la vida social, hay muchos temas que contin¨²an vedados a las conveniencias. Mi amigo Juan Luis Cebri¨¢n, que dirige un peri¨®dico tan importante -tan necesario-, lo sabe bien. Por ejemplo, ¨¦ste, del que ¨¦l puede hablar con desembarazo mientras yo he de hacerlo con cautelas. Porque a ¨¦l no le cuesta ning¨²n trabajo, todo lo contrario, hablar de Espa?a como la cosa m¨¢s natural del mundo, mientras que yo no veo c¨®mo podr¨ªa hacerlo con un m¨ªnimo de sinceridad para que podamos entendernos. Son cosas de la vida. O son cosas de la historia y no la culpa de Cebri¨¢n. Creo que si fuera por ¨¦l no habr¨ªa el menor obst¨¢culo para decir nada. Estoy convencido de eso y este peri¨®dico lo demuestra tanto como es posible.Pastor lusitano
Sin embargo, esas cosas de la vida y de la historia, de las que tan cautelosamente he de hablar, no han sido siempre iguales. En absoluto trato de sacar a relucir la querella hist¨®rica. No tendr¨ªa s entido. El problema, para los que lo vivimos, se plantea hoy, y en todo el ¨¢mbito del Estado, y no hace 250 a?os despu¨¦s de la batalla de Almansa. Sin embargo, yo creo que el problema de base es justamente haber explicado mal la historia. Haberla presentado interesadamente, claro, sin soluci¨®n de continuidad. Como si desde aquello tan primario de Viriato, pastor lusitano, todo hubiera ido como una seda, ininterrumpidamente, sucedi¨¦ndose amablemente hasta llegar a nuestros d¨ªas. Claro, que m¨¢s all¨¢ de los manuales se ha discutido y se discute, pero sin apartarse gran cosa -apenas nada- de la idea de una Espa?a indivisa desde el origen de los tiempos o, en todo caso, una Espa?a cuyas partes no hac¨ªan m¨¢s historia que la consistente en caminar hacia la unidad. Ni siquiera el hecho portugu¨¦s embaraza demasiado a los historiadores unitaristas, y las diferencias entre los don Am¨¦rico y los don Claudio se refieren m¨¢s a las preponderancias de los moros o de los jud¨ªos que a las posibilidades de que el mismo destino portugu¨¦s se hubiera dado en la corona de Arag¨®n, o sea, con los Pa¨ªses Catalanes y Arag¨®n, lo cual, vamos a imaginar, habr¨ªa partido la Pen¨ªnsula por gala en dos: la atl¨¢ntica y la mediterr¨¢nea. Con dos Estados d¨¢ndose la espalda, como ocurre ahora con el otro Estado peninsular. Quiero decir que en la decisiva historia que se ense?a a los ni?os y a los adolescentes -la mayor parte de los cuales no pasa nunca a la universidad, y pasaba menos a¨²n hace 10, 20, 40 a?os- jam¨¢s les ha planteado los datos como son, sino que se ha explicado toda desde los resultados finales. ?Y qu¨¦ ha ocurrido? Pues que unos se han identificado con ella -los que viven en el ¨¢rea desde la cual se ha escrito de esa manera- y otros la han tomado como lo que era para ellos, como una asignatura, y despu¨¦s, en todo caso, como una respuesta que no satisface su perplejidad. No han corrido mejor suerte -al menos hasta hace bien pocos a?os- los que, llegados a las ense?anzas superiores, han tenido que profundizar m¨¢s. Cuesti¨®n de especialistas, por tanto, y por tanto, cuesti¨®n limitada, que no llega a los discursos pol¨ªticos cuando truenan, por ejemplo, contra el separatismo -porque siguen tronando las voces de entonces, a las que se han unido, desde la digamos que izquierda, las de los j¨®venes nacionalistas de ahora- ni mucho menos a la Constituci¨®n, tan obsesionada por la unidad y la integridad de la patria que uno piensa, si se me admite la broma, en la erosi¨®n como causa pol¨ªtica de condena. Ponerse de acuerdo, discuti¨¦ndolo todo, sin dejar nada en ¨¢reasintocables, no es precisamente la costumbre. Pero ponernos de acuerdo, ?qui¨¦nes? Si pudiera contemplarse la hip¨®tesis -absurda, desde luego- de un refer¨¦ndum sobre los que quieren y los que no quieren la unidad de la patria se obtendr¨ªa, me temo -porque espero tener el derecho a la sinceridad de decir que lo temo- un resultado sorprendente para los que pasan la vida alimentando el temor de que esta o la otra parte del mundo peninsular hisp¨¢nico quiera separase tanto como para quienes lo consideran posible. La gran mayor¨ªa, incluso en donde menos podr¨ªa esperarse, se pronuciar¨ªan por la unidad. Pero eso no cambiar¨ªa las cosas. Eso demostrar¨ªa la eficacia del sistema educativo en lo que se refiere a imponer una versi¨®n de la Historia perfectamente unilateral, el condicionamiento de la inercia del Estado y de su administraci¨®n -la de Hacienda, la de Justicia, etc¨¦tera-, la existencia coactiva, inevitablemente coactiva por propia naturaleza, del Ej¨¦rcito, de las fuerzas encargadas del orden p¨²blico, que prolongan el Ej¨¦rcito a la vida civil, etc¨¦tera.
La hip¨®tesis es absurda, repito, y, por tanto, las sorpresas nos ser¨¢n ahorradas a unos y otros porque esa unidad no es discutible sino sagrada. Ya s¨¦ que para Juan Luis Cebri¨¢n no es sagrada, sino pura y simplemente existente, con una instalaci¨®n lo suficientemente larga en el tiempo y, por tanto, s¨®lida como para que renunciar a ella sea un atraso, un regreso, una p¨¦rdida de tiempo hist¨®rico. Tampoco es que los otros nacionalismos defensivos quieran regresar a situaciones superadas. Nadie desea volver al anacronismo del ancien regime, pero si hubiera de darse una hip¨®tesis, nada absurda, aunque sin duda imposible, de llegar a entenderse, no por h¨¢bito, costumbre o inercia escolar, sino por convicci¨®n y con conciencia, los pueblos diferentes, reconocidos como tales por Juan Luis Cebr¨ª¨¢n y los liberales como ¨¦l, habr¨ªa que ir a un nuevo planteamiento de la convivencia. Ya no se podr¨¢ nunca partir de cero, pero habr¨ªa que encontrar la f¨®rmula m¨¢s parecida al cero. No bastar¨ªa intentar la modificaci¨®n de un solo Estado -de cosas-, porque ese Estado siempre tendr¨¢ la LOAPA en una mano y las autonom¨ªas en la otra, sino de organizar una suma de Estados para que no sea posible aquel estado de cosas que dominan las loapas. Es decir, para que no haya que defender ning¨²n sagrado porque haya desaparecido la metaf¨ªsica de las formulaciones y no exista, por tanto, la coacci¨®n f¨ªsica en la realidad hist¨®rica de cada d¨ªa. Para que no haya ninguna eterna metaf¨ªsica de Espa?a en la que enmascarar intereses, que van desde los econ¨®micos hasta los de los escalafones, pasando por los fervores multitudinarios en las victorias deportivas, etc¨¦tera.
No habr¨ªa de tratarse, por tanto, de un proyecto de vida en com¨²n, sino de la convivencia sin primus interpares entre proyectos de vida diferentes.
Mi propia historia
Todo esto que digo s¨®lo es, naturalmente, hablar por no callar. Mi respuesta y la conferencia de Juan Luis Cebri¨¢n en Barcelona apenas puede ser otra cosa. En todo caso y, por mi parte, lo confieso, se trata de hacerle el juego, que es el ¨²nico juego posible, bien mirado, vistas las cosas, desde la perspectiva que me es propia. Y espero que no vea en esta afirmaci¨®n Juan Luis Cebri¨¢n una actitud victimaria, de la que se nos suele acusar a los que nunca sabremos renunciar a nuestra identidad. Me parece que se trata de una situaci¨®n real. Para hacerme entender mejor, recurrir¨¦, sin embargo, al m¨¦todo de la par¨¢bola, contando una historia nada fant¨¢stica, bien sencilla y real. La historia es mi propia historia. La historia de un ni?o que nace en un hogar de padres catalanohablantes. Mi padre y mi madre jam¨¢s cruzaron entre s¨ª una palabra en castellano, a pesar de que mi padre era de una comarca m¨¢s castellanohablante, yo dir¨ªa que aragonesahablante. Hab¨ªa vivido, sin embargo, desde ni?o en Valencia y cas¨® con mi madre, que era de Almassora y que impuso, naturalmente, su idioma, quiz¨¢ por aquello de que el idioma vern¨¢culo es el de la madre. Sin embargo, a los hijos nos hablaron en castellano, en su castellano de andar por casa -una casa valenciana-, puesto que se trataba de dos trabajadores que no pasaron de la ense?anza primaria, apenas si llegaron. En la calle, sin embargo, donde pasaba la mayor parte del d¨ªa, nunca habl¨¦ castellano. Era el catal¨¢n, en su dialecto valenciano, el que hablaba con mis amigos all¨ª donde pasaba la mayor parte de mis horas de ni?o y de joven. Y ¨¦se era mi idioma. Desde tal posici¨®n d¨ªferenciada, donde un inmigrante, entonces hab¨ªa pocos, casi ninguno, era un foraster o un castell¨¢ -denominaciones que no cognotaban desd¨¦n, sino pura descripci¨®n de una situaci¨®n de hecho-, ?c¨®mo pod¨ªa recibir las pocas ense?anzas que recib¨ª durante mi ense?anza primaria? Nada de aquello me era propio. Se trataba, simplemente, de algo que estaba obligado a aprender. Claro que todo esto lo veo en la memoria. No ten¨ªa entonces la conciencia que tengo ahora. Me limitaba a jugar, ir a la escuela, guardarme de las habituales severidades dom¨¦sticas y hacerme un l¨ªo. Me parece que no ser¨¢ necesario hablar de la identidad, que en cambio le era posible a un ni?o de mi misma edad y circunstancias para el cual, la lengua en la que le ense?aban era la propia, la que o¨ªa en su casa, en la calle, en todas partes. Claro que exist¨ªa la soluci¨®n adoptada por quienes est¨¢bamos en el mismo caso: aprender. Tanto da que se tratara de ni?os que llegaron a la universidad como de los que no llegamos. Todos, unos m¨¢s, otros menos, tuvimos que aprender el castellano y aprendido lo escribimos y lo utilizamos. Y hemos aprendido as¨ª tambi¨¦n cualquier otra materia, que si se trata de ciencias, por ejemplo, no cambia m¨¢s que en la mayor o menor rapidez y perfecci¨®n del entendimiento, pero que no es lo mismo si se refiere a lo que es sustantivo de una lengua como, por ejemplo, su literatura y su historia. Supongo que se entiende lo que he querido explicar con esta experiencia tan sencilla y repetida que es la m¨ªa y la de la mayor parte de los catalanohablantes del Pa¨ªs Valenciano, de las Baleares, de Catalu?a esctricta, e incluso, en mayor o menor cantidad y con mayor o menor intensidad de conciencia, porque en unos casos esta situaci¨®n se ha vivido dentro de un contexto de perplejidad o de indiferencia, y en otros de militantes resistencia.
Siempre, de todos modos, distanciada de lo que se nos ense?aba como ajeno que era y que por tanto hab¨ªa que aprender. La lengua, sobre todo, ajena, a pesar de que se daba por sentado que era tan propia para nosotros como para un ni?o de Burgos. Que despu¨¦s, ni?os como Azor¨ªn o Gabriel Mir¨® la aprendieran tanto y la escribieran tan bien que no pareciera de ellos, es otro tema.
Me gustar¨ªa poder creer que estas elementales cuestiones de base son entendidas. Me gustar¨ªa, pero no lo veo probable. Alguna vez hemos hablado bis a bis sobre estos temas Juan Luis Cebri¨¢n y yo tal vez lo seguiremos hablando Dios sabe cu¨¢ntas m¨¢s. Al fin y al cabo, a nosotros, ?qu¨¦, remedio nos queda! Intentar hacernos comprender m¨¢s all¨¢ de lo que est¨¢n dispuestos a comprendernos. Intentar hacer comprender que no estamos s¨®lo ante un problema cultural. Que es, desgraciadamente, y ya nos gustar¨ªa no tener que perder energ¨ªas con ese punto de partida b¨¢sico, ni vernos enredados en sus diversas maneras de vivirlo, tantas veces incompartibles, un problema nacional, entendiendo por nacional un problema de identidad global y no s¨®lo cultural, de formas de vida, de manera de entenderla, etc¨¦tera. Y hablar de nacionalidad sin hablar de libertad es m¨²sica celestial. Pero cabe preguntarse -y acabo- si no hay manera de hablar, de empezar a hablar, al menos, sobre c¨®mo podr¨ªa convivirse desde las diferencias mutuamente admitidas y, por tanto, no para amortizarlas todas en favor de una, sino para que crezcan juntas desde la fuerza de cada una de ellas. Porque lo que no sea eso es la condena de las m¨¢s d¨¦biles en manos de las m¨¢s fuertes. Y eso no parece demasiado liberal.
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