Piedra, mimbre y aguas milagrosas
La serran¨ªa de Cuenca, una ruta hermosa y fr¨ªa para recorrer durante los meses de invierno
Siguiendo la carretera nacional que atraviesa Priego, el hermoso pueblo que vigila desde lo alto las aguas del Escabas, da comienzo con todo rigor la llamada serran¨ªa de Cuenca. Tierra quebrada y casi impenetrable, helada hasta l¨ªmites insospechados en estos meses de invierno, los m¨¢s bellos para m¨ª, sin embargo, los m¨¢s apropiados para unos caminos que parecen haber sido hechos desde siempre para el fr¨ªo. Es la ¨¦poca de la recolecci¨®n del mimbre y el paisaje se llena de miles de haces rojizos a la espera de su elaboraci¨®n. Mimbres y mimbres a la orilla de la carretera, en los estanques, junto a los huertos, en la puerta de las casas. Dicen que el mejor es precisamente el de este lugar, las tierras que van de Ca?amares a Beteta, el que crece en plena serran¨ªa. Es, desde luego, el que tiene un escenario m¨¢s hermoso. De hoz en hoz, desde el estrecho de Priego a la hoz del Beteta, y de r¨ªo en r¨ªo, se asiste a un verdadero despliegue de las fuerzas naturales.Ca?amares a¨²n se encuentra en la vega del Escabas, en medio de un paisaje inequ¨ªvocamente serrano y duro. Y ya que con desfiladeros iniciamos el viaje, conviene desviarse unos kil¨®metros hacia Fuertescusa a trav¨¦s de un camino tan estrecho que parece imposible. Las paredes rocosas, cubiertas de verde, aprisionan de tal forma el curso del r¨ªo, que el lugar ha merecido con toda justicia el nombre de Boca del Infierno. No otra cosa, desde luego, parecer¨ªa ser: la sensaci¨®n de ahogo y aprisionamiento eternos es innegable. Sin embargo, comotierra que es, tiene su fin tan s¨®lo a cinco kil¨®metros m¨¢s arriba. Kil¨®metros que habr¨¢ que desandar para volver a la carretera que se dirige, ya por campos menos amenazadores, a Ca?izares. El espect¨¢culo contin¨²a. Las rocas de la serran¨ªa se retuercen en lo alto, desnudas, y figuran castillos inexpugnables. Abajo, m¨¢s mimbre verdoso con reflejos cobrizos. Y, atravesada la poblaci¨®n, otro r¨ªo, el Cuervo, que se cruza por el puente de Vadillos. De nuevo habr¨¢ que seguir su curso tomando una desviaci¨®n (el a?o pasado sin se?alizar) que lleva hasta el famoso balneario.
Las aguas de la real fertilidad
La distancia se cubre en escaso tiempo, que se hace a¨²n m¨¢s escaso gracias a la hermosura del camino que bordea el r¨ªo. A la llegada se comprende que todo no ha sido m¨¢s que una preparaci¨®n de los sentidos para enfrentarse con ese lugar en que se levanta el dieciochesco balneario.
En un claro del bosque se levantan los edificios, gastados ya, decr¨¦pitos, desolados en esta ¨¦poca invernal, perfecta postal rom¨¢ntica del balneario modelo, los mismos que se construyeran en 1777. Frente por frente, la hospeder¨ªa y los ba?os, rodeados ambos de p¨¦rgolas en la espesa parra. El espectador m¨¢s exigente no podr¨ªa pedir m¨¢s.
He le¨ªdo en alguna ocasi¨®n que las aguas de estos manantiales fueron utilizadas con fines curativos en tiempos de la dominaci¨®n romana.
Pero la ag¨¹ista m¨¢s ilustre fue, sin duda, Mar¨ªa Amalia de Sajonia, tercera esposa de Fernando VII. El objetivo de su estancia era conseguir una fertilidad que hasta entonces se hab¨ªa hecho esperar. Sin embargo, parece ser que las aguas no lograron lo que su propia naturaleza le negaba, y la reina tuvo que partir sin que el manantial obrara el milagro.
La hoz del Beteta
En el mismo Vadillos, que se dej¨® de lado para acercarse a Sol¨¢n de Cabras, muere el Beteta en manos del r¨ªo Cuervo. A partir de ese momento, juntos, tomar¨¢n el nombre ¨²nico de Guadiela. La carretera remonta su curso, corto y resquebrajado. Estamos ya en lo m¨¢s duro de la serran¨ªa, cerca de los l¨ªmites con Guadalajara. En las puertas de la terrible hoz del Beteta. Se entra a ella por una puerta de honor, a trav¨¦s de un arco abierto en la roca que recuerda a los triunfales. Es la inauguraci¨®n del mundo de la piedra, la verticalidad y la nada. Abiertos los montes en una grieta retorcida, muestran sus entra?as, deformes y resueltas, cubriendo a trechos r¨ªo y carretera, simulando caminos cortados, v¨ªas sin salida. La belleza adquiere sustancia tel¨²rica, sin aditivos posibles, estremecedora y rotunda. All¨¢ en lo alto se divisan, casi enanos, los pinos que cubren la superficie de una tierra que se muestra abajo a pecho descubierto.
Traspasado el desfiladero, superada la confesada claustrofobia, el mundo vuelve a mostrar su rostro amable en forma de bosquecillos, fuentes y merenderos. La poblaci¨®n de Beteta -de origen romano- se extiende bajo un cerro, a sus mismas faldas, vigilada por las ruinas del castillo de Rochafrida, y cuenta con una hermosa iglesia del ¨²ltimo g¨®tico y notas platerescas y una conservada plaza mayor soportalada. Pueblo y castillo fueron bastiones durante la primera guerra carlista del ej¨¦rcito de Cabrera, quien se atrincher¨® en estas protegidas posiciones en el verano de 1839.
En el mismo Beteta muere la carretera, que, como los ojos del Guadiana, vuelve a surgir al otro lado de los l¨ªmites provinciales, ya en Guadalajara, en Peralejos de las Truchas. Sin embargo, un par de caminos forestales en regular estado empalman con la comarcal que nace en Poveda de la Sierra. Siempre en tierras intransitadas, dominio de la soledad tierra de nadie.
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